EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
SACRAMENTUM CARITATIS
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
sobre la Eucaristía, fuente y culmen de la vida y misión de la Iglesia
al Episcopado, al clero, a las personas consagradas y a los fieles laicos
ÍNDICE
Introducción (1).- Alimento de la verdad (2).- Desarrollo del rito eucarístico (3).- Sínodo de los Obispos y Año de la Eucaristía (4).- Objeto de la presente Exhortación (5).-
PRIMERA PARTE: EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE CREER: 1. La fe eucarística de la Iglesia (6).- 2. Santísima Trinidad y Eucaristía: a) El pan que baja del cielo (7); b) Don gratuito de la Santísima Trinidad (8).- 3. Eucaristía: Jesús, el verdadero Cordero inmolado: a) La nueva y eterna alianza en la sangre del Cordero (9); b) Institución de la Eucaristía (10); c) Figura transit in veritatem (11).- 4. El Espíritu Santo y la Eucaristía: a) Jesús y el Espíritu Santo (12); b) Espíritu Santo y Celebración eucarística (13).- 5. Eucaristía e Iglesia: a) Eucaristía, principio causal de la Iglesia (14); b) Eucaristía y comunión eclesial (15).- 6. Eucaristía y Sacramentos: a) Sacramentalidad de la Iglesia (16): I. Eucaristía e iniciación cristiana: a) Eucaristía, plenitud de la iniciación cristiana (17); b) Orden de los sacramentos de la iniciación (18); c) Iniciación, comunidad eclesial y familia (19).- II. Eucaristía y sacramento de la Reconciliación: a) Su relación intrínseca (20); b) Algunas observaciones pastorales (21).- III. Eucaristía y Unción de los enfermos (22).- IV. Eucaristía y sacramento del Orden: a) In persona Christi capitis (23).- b) Eucaristía y celibato sacerdotal (24); c) Escasez de clero y pastoral vocacional (25); d) Gratitud y esperanza (26).- V. Eucaristía y Matrimonio: a) Eucaristía, sacramento esponsal (27); b) Eucaristía y unidad del matrimonio (28); c) Eucaristía e indisolubilidad del matrimonio (29).- 7. Eucaristía y escatología: a) Eucaristía: don al hombre en camino (30); b) El banquete escatológico (31); c) Oración por los difuntos (32).- 8. Eucaristía y la Virgen María (33).-
SEGUNDA PARTE: EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE CELEBRAR: 1. Lex orandi y lex credendi. (34)- 2. Belleza y liturgia (35).- 3. La Celebración eucarística, obra del «Christus totus» (36).- 4. Christus totus in capite et in corpore (37).- 5. Eucaristía y Cristo resucitado (38).- 6. Ars celebrandi (38): a) El Obispo, liturgo por excelencia (39); b) Respeto de los libros litúrgicos y de la riqueza de los signos (40); c) El arte al servicio de la celebración (41); d) El canto litúrgico (42).- 7. Estructura de la celebración eucarística (43): a) Unidad intrínseca de la acción litúrgica (44); b) Liturgia de la Palabra (45); c) Homilía (46); d) Presentación de las ofrendas (47); e) Plegaria eucarística (48); f) Rito de la paz (49); g) Distribución y recepción de la eucaristía (50); h) Despedida: « Ite, missa est » (51).- 8. Actuosa participatio : a) Auténtica participación (52); b) Participación y ministerio sacerdotal (53); c) Celebración eucarística e inculturación (54).- 9. Condiciones personales para una «actuosa participatio» (55): a) Participación de los cristianos no católicos (56); b) Participación a través de los medios de comunicación social (57); c) «Actuosa participatio» de los enfermos (58); d) Atención a los presos (59); e) Los emigrantes y su participación en la Eucaristía (60); f) Las grandes concelebraciones (61); g) Lengua latina (62); h) Celebraciones eucarísticas en pequeños grupos (63).- 10. La celebración participada interiormente: a) Catequesis mistagógica (64); b) Veneración de la Eucaristía (65).- 11. Adoración y piedad eucarística: a) Relación intrínseca entre celebración y adoración (66); b) Práctica de la adoración eucarística (67); c) Formas de devoción eucarística (68); d) Lugar del sagrario en la iglesia (69).-
TERCERA PARTE: EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE VIVIR: 1. Forma eucarística de la vida cristiana: a) El culto espiritual logiké latreía (Rm 12,1) (70); b) Eficacia integradora del culto eucarístico (71); c) «Iuxta dominicam viventes» Vivir según el domingo (72); d) Vivir el precepto dominical (73); e) Sentido del descanso y del trabajo (74); f) Asambleas dominicales en ausencia de sacerdote (75); g) Una forma eucarística de la existencia cristiana, la pertenencia eclesial (76).- 2. Espiritualidad y cultura eucarística (77); a) Eucaristía y evangelización de las culturas (78); b) Eucaristía y fieles laicos (79); c) Eucaristía y espiritualidad sacerdotal (80); d) Eucaristía y vida consagrada (81); e) Eucaristía y transformación moral (82); f) Coherencia eucarística (83).- 3. Eucaristía, misterio que se ha de anunciar: a) Eucaristía y misión (84); b) Eucaristía y testimonio (85); c) Jesucristo, único Salvador (86); d) Libertad de culto (87).- 4. Eucaristía, misterio que se ha de ofrecer al mundo: a) Eucaristía: pan partido para la vida del mundo (88); b) Implicaciones sociales del Misterio eucarístico (89); c) El alimento de la verdad y la indigencia del hombre (90); d) Doctrina social de la Iglesia (91); e) Santificación del mundo y salvaguardia de la creación (92); f) Utilidad de un Compendio eucarístico (93).- Conclusión (94-97).
INTRODUCCIÓN
1.Sacramento de la caridad [1], la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En este admirable Sacramento se manifiesta el amor «más grande», aquél que impulsa a «dar la vida por los propios amigos» (cf. Jn 15,13). En efecto, Jesús «los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Con esta expresión, el evangelista presenta el gesto de infinita humildad de Jesús: antes de morir por nosotros en la cruz, ciñéndose una toalla, lava los pies a sus discípulos. Del mismo modo, en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos «hasta el extremo», hasta el don de su cuerpo y de su sangre. ¡Qué emoción debió embargar el corazón de los Apóstoles ante los gestos y palabras del Señor durante aquella Cena! ¡Qué admiración ha de suscitar también en nuestro corazón el Misterio eucarístico!
Alimento de la verdad
2. En el Sacramento del altar, el Señor va al encuentro del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,27), acompañándole en su camino. En efecto, en este Sacramento el Señor se hace comida para el hombre hambriento de verdad y libertad. Puesto que sólo la verdad nos hace auténticamente libres (cf. Jn 8,36), Cristo se convierte para nosotros en alimento de la Verdad. San Agustín, con un penetrante conocimiento de la realidad humana, ha puesto de relieve cómo el hombre se mueve espontáneamente, y no por coacción, cuando se encuentra ante algo que lo atrae y le despierta el deseo. Así pues, al preguntarse sobre lo que puede mover al hombre por encima de todo y en lo más íntimo, el santo obispo exclama: «¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad?» [2].
En efecto, todo hombre lleva en sí mismo el deseo inevitable de la verdad última y definitiva. Por eso, el Señor Jesús, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), se dirige al corazón anhelante del hombre, que se siente peregrino y sediento, al corazón que suspira por la fuente de la vida, al corazón que mendiga la Verdad. En efecto, Jesucristo es la Verdad en Persona, que atrae el mundo hacia sí. «Jesús es la estrella polar de la libertad humana: sin él pierde su orientación, puesto que sin el conocimiento de la verdad, la libertad se desnaturaliza, se aísla y se reduce a arbitrio estéril. Con él, la libertad se reencuentra» [3].
En particular, Jesús nos enseña en el sacramento de la Eucaristía la verdad del amor, que es la esencia misma de Dios. Ésta es la verdad evangélica que interesa a cada hombre y a todo el hombre. Por eso la Iglesia, cuyo centro vital es la Eucaristía, se compromete constantemente a anunciar a todos, «a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4,2) que Dios es amor [4]. Precisamente porque Cristo se ha hecho por nosotros alimento de la Verdad, la Iglesia se dirige al hombre, invitándolo a acoger libremente el don de Dios.
Desarrollo del rito eucarístico
3. Al observar la historia bimilenaria de la Iglesia de Dios, guiada por la sabia acción del Espíritu Santo, admiramos llenos de gratitud cómo se han desarrollado ordenadamente en el tiempo las formas rituales con que conmemoramos el acontecimiento de nuestra salvación. Desde las diversas modalidades de los primeros siglos, que resplandecen aún en los ritos de las antiguas Iglesias de Oriente, hasta la difusión del ritual romano; desde las indicaciones claras del Concilio de Trento y del Misal de san Pío V hasta la renovación litúrgica establecida por el Concilio Vaticano II: en cada etapa de la historia de la Iglesia, la celebración eucarística, como fuente y culmen de su vida y misión, resplandece en el rito litúrgico con toda su riqueza multiforme.
La XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, celebrada del 2 al 23 de octubre de 2005 en el Vaticano, ha manifestado un profundo agradecimiento a Dios por esta historia, reconociendo en ella la guía del Espíritu Santo. En particular, los Padres sinodales han constatado y reafirmado el influjo benéfico que ha tenido para la vida de la Iglesia la reforma litúrgica puesta en marcha a partir del Concilio Ecuménico Vaticano II [5].
El Sínodo de los Obispos ha tenido la posibilidad de valorar cómo ha sido su recepción después de la cumbre conciliar. Los juicios positivos han sido muy numerosos. Se han constatado también las dificultades y algunos abusos cometidos, pero que no oscurecen el valor y la validez de la renovación litúrgica, la cual tiene aún riquezas no descubiertas del todo. En concreto, se trata de leer los cambios indicados por el Concilio dentro de la unidad que caracteriza el desarrollo histórico del rito mismo, sin introducir rupturas artificiosas [6].
Sínodo de los Obispos y Año de la Eucaristía
4. Además, se ha de poner de relieve la relación del reciente Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía con lo ocurrido en los últimos años en la vida de la Iglesia. Ante todo, hemos de pensar en el Gran Jubileo de 2000, con el cual mi querido Predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, ha introducido la Iglesia en el tercer milenio cristiano. El Año Jubilar se ha caracterizado indudablemente por un fuerte sentido eucarístico. No se puede olvidar que el Sínodo de los Obispos ha estado precedido, y en cierto sentido también preparado, por el Año de la Eucaristía, establecido con gran amplitud de miras por Juan Pablo II para toda la Iglesia. Dicho Año, iniciado con el Congreso Eucarístico Internacional de Guadalajara (México), en octubre de 2004, se ha concluido el 23 de octubre de 2005, al final de la XI Asamblea Sinodal, con la canonización de cinco Beatos que se han distinguido especialmente por la piedad eucarística: el Obispo Józef Bilczewski, los presbíteros Cayetano Catanoso, Segismundo Gorazdowski, Alberto Hurtado Cruchaga y el religioso capuchino Félix de Nicosia.
Gracias a las enseñanzas expuestas por Juan Pablo II en la Carta apostólica Mane nobiscum Domine [7], y a las valiosas sugerencias de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos [8], las diócesis y las diversas entidades eclesiales han emprendido numerosas iniciativas para despertar y acrecentar en los creyentes la fe eucarística, para mejorar la dignidad de las celebraciones y promover la adoración eucarística, así como para animar una solidaridad efectiva que, partiendo de la Eucaristía, llegara a los pobres.
Por fin, es necesario mencionar la importancia de la última Encíclica de mi venerado Predecesor, Ecclesia de Eucharistia [9], con la que nos ha dejado una segura referencia magisterial sobre la doctrina eucarística y un último testimonio del lugar central que este divino Sacramento tenía en su vida.
Objeto de la presente Exhortación
5. Esta Exhortación apostólica postsinodal se propone retomar la riqueza multiforme de reflexiones y propuestas surgidas en la reciente Asamblea General del Sínodo de los Obispos desde los Lineamenta hasta las Propositiones, incluyendo el Instrumentum laboris, las Relationes ante et post disceptationem, las intervenciones de los Padres sinodales, de los auditores y de los hermanos delegados, con la intención de explicitar algunas líneas fundamentales de acción orientadas a suscitar en la Iglesia nuevo impulso y fervor por la Eucaristía.
Consciente del vasto patrimonio doctrinal y disciplinar acumulado a través de los siglos sobre este Sacramento [10], en el presente documento deseo sobre todo recomendar, teniendo en cuenta el voto de los Padres sinodales [11], que el pueblo cristiano profundice en la relación entre el Misterio eucarístico, el acto litúrgico y el nuevo culto espiritual que se deriva de la Eucaristía como sacramento de la caridad. En esta perspectiva, deseo relacionar la presente Exhortación con mi primera Carta encíclica Deus caritas est, en la que he hablado varias veces del sacramento de la Eucaristía para subrayar su relación con el amor cristiano, tanto respecto a Dios como al prójimo: «el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el agapé se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros» [12].
PRIMERA PARTE
EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE CREER
«Éste es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29)
La fe eucarística de la Iglesia
6. «Este es el Misterio de la fe». Con esta expresión, pronunciada inmediatamente después de las palabras de la consagración, el sacerdote proclama el misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana. En efecto, la Eucaristía es «misterio de la fe» por excelencia: «es el compendio y la suma de nuestra fe» [13]. La fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística y se alimenta de modo particular en la mesa de la Eucaristía.
La fe y los sacramentos son dos aspectos complementarios de la vida eclesial. La fe que suscita el anuncio de la Palabra de Dios se alimenta y crece en el encuentro de gracia con el Señor resucitado que se produce en los sacramentos: «La fe se expresa en el rito y el rito refuerza y fortalece la fe» [14]. Por eso, el Sacramento del altar está siempre en el centro de la vida eclesial; «gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo» [15]. Cuanto más viva es la fe eucarística en el Pueblo de Dios, más profunda es su participación en la vida eclesial a través de la adhesión consciente a la misión que Cristo ha confiado a sus discípulos. La historia misma de la Iglesia es testigo de ello. Toda gran reforma está vinculada de algún modo al redescubrimiento de la fe en la presencia eucarística del Señor en medio de su pueblo.
Santísima Trinidad y Eucaristía
El pan que baja del cielo
7. La primera realidad de la fe eucarística es el misterio mismo de Dios, el amor trinitario. En el diálogo de Jesús con Nicodemo encontramos una expresión iluminadora a este respecto: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17). Estas palabras muestran la raíz última del don de Dios. En la Eucaristía, Jesús no da «algo», sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado por nosotros.
En el Evangelio escuchamos también a Jesús que, después de haber dado de comer a la multitud con la multiplicación de los panes y los peces, dice a sus interlocutores que lo habían seguido hasta la sinagoga de Cafarnaúm: «Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,32-33); y llega a identificarse él mismo, la propia carne y la propia sangre, con ese pan: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6,51). Jesús se manifiesta así como el Pan de vida, que el Padre eterno da a los hombres.
Don gratuito de la Santísima Trinidad
8. En la Eucaristía se revela el designio de amor que guía toda la historia de la salvación (cf. Ef 1,10; 3,8-11). En ella, el Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (cf. 1 Jn 4,7-8), se une plenamente a nuestra condición humana. En el pan y en el vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual (cf. Lc 22,14-20; 1 Co 11,23-26), nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento. Dios es comunión perfecta de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ya en la creación, el hombre fue llamado a compartir en cierta medida el aliento vital de Dios (cf. Gn 2,7). Pero es en Cristo muerto y resucitado, y en la efusión del Espíritu Santo que se nos da sin medida (cf. Jn 3,34), donde nos convertimos en verdaderos partícipes de la intimidad divina [16].
Jesucristo, pues, «que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha» (Hb 9,14), nos comunica la misma vida divina en el don eucarístico. Se trata de un don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas de Dios, cumplidas por encima de toda medida. La Iglesia, con obediencia fiel, acoge, celebra y adora este don. El «misterio de la fe» es misterio del amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos llamados a participar. Por tanto, también nosotros hemos de exclamar con san Agustín: «Ves la Trinidad si ves el amor» [17].
Eucaristía: Jesús, el verdadero Cordero inmolado
La nueva y eterna alianza en la sangre del Cordero
9. La misión para la que Jesús ha venido entre nosotros llega a su cumplimiento en el Misterio pascual. Desde lo alto de la cruz, donde atrae todo hacia sí (cf. Jn 12,32), antes de «entregar el espíritu» dice: «Está cumplido» (Jn 19,30). En el misterio de su obediencia hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8), se ha cumplido la nueva y eterna alianza. La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre. También el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios (cf. Hb 7,27; 1 Jn 2,2; 4,10). Como he tenido ya oportunidad de decir: «En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es el amor en su forma más radical» [18].
En el Misterio pascual se ha realizado verdaderamente nuestra liberación del mal y de la muerte. En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la «nueva y eterna alianza», estipulada en su sangre derramada (cf. Mt 26,28; Mc 14,24; Lc 22,20). Esta meta última de su misión era ya bastante evidente al comienzo de su vida pública. En efecto, cuando a orillas del Jordán Juan Bautista ve venir a Jesús, exclama: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,19). Es significativo que la misma expresión se repita cada vez que celebramos la santa Misa, con la invitación del sacerdote para acercarse a comulgar: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor». Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza. La Eucaristía contiene en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada celebración [19].
Institución de la Eucaristía
10. De este modo llegamos a reflexionar sobre la institución de la Eucaristía en la última Cena. Sucedió en el contexto de una cena ritual con la que se conmemoraba el acontecimiento fundamental del pueblo de Israel: la liberación de la esclavitud de Egipto. Esta cena ritual, relacionada con la inmolación de los corderos (Ex 12,1- 28.43-51), era conmemoración del pasado, pero, al mismo tiempo, también memoria profética, es decir, anuncio de una liberación futura. En efecto, el pueblo había experimentado que aquella liberación no había sido definitiva, puesto que su historia estaba todavía demasiado marcada por la esclavitud y el pecado. El memorial de la antigua liberación se abría así a la súplica y a la esperanza de una salvación más profunda, radical, universal y definitiva. Éste es el contexto en el cual Jesús introduce la novedad de su don.
En la oración de alabanza, la Berakah, da gracias al Padre no sólo por los grandes acontecimientos de la historia pasada, sino también por la propia «exaltación». Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la fundación del mundo, como se lee en la primera Carta de San Pedro (cf. 1,18-20). Situando en este contexto su don, Jesús manifiesta el sentido salvador de su muerte y resurrección, misterio que se convierte en el factor renovador de la historia y de todo el cosmos. En efecto, la institución de la Eucaristía muestra cómo aquella muerte, de por sí violenta y absurda, se ha transformado en Jesús en un supremo acto de amor y de liberación definitiva del mal para la humanidad.
Figura transit in veritatem
11. De este modo Jesús inserta su novum radical dentro de la antigua cena sacrificial judía. Para nosotros los cristianos, ya no es necesario repetir aquella cena. Como dicen con precisión los Padres, figura transit in veritatem: lo que anunciaba realidades futuras, ahora ha dado paso a la verdad misma. El antiguo rito ya se ha cumplido y ha sido superado definitivamente por el don de amor del Hijo de Dios encarnado. El alimento de la verdad, Cristo inmolado por nosotros, dat... figuris terminum [20]. Con el mandato «Haced esto en conmemoración mía» (cf. Lc 22,19; 1 Co 11,25), nos pide corresponder a su don y representarlo sacramentalmente. Por tanto, el Señor expresa con estas palabras, por decirlo así, la esperanza de que su Iglesia, nacida de su sacrificio, acoja este don, desarrollando bajo la guía del Espíritu Santo la forma litúrgica del Sacramento.
En efecto, el memorial de su total entrega no consiste en la simple repetición de la última Cena, sino propiamente en la Eucaristía, es decir, en la novedad radical del culto cristiano. Jesús nos ha encomendado así la tarea de participar en su «hora». «La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega» [21]). Él «nos atrae hacia sí» [22]. La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre introduce en la creación el principio de un cambio radical, como una forma de «fisión nuclear», por usar una imagen bien conocida hoy por nosotros, que se produce en lo más íntimo del ser; un cambio destinado a suscitar un proceso de transformación de la realidad, cuyo término último será la transfiguración del mundo entero, el momento en que Dios será todo para todos (cf. 1 Co 15,28).
El Espíritu Santo y la Eucaristía
Jesús y el Espíritu Santo
12. Con su palabra, y con el pan y el vino, el Señor mismo nos ha ofrecido los elementos esenciales del culto nuevo. La Iglesia, su Esposa, está llamada a celebrar día tras día el banquete eucarístico en conmemoración suya. Introduce así el sacrificio redentor de su Esposo en la historia de los hombres y lo hace presente sacramentalmente en todas las culturas. Este gran misterio se celebra en las formas litúrgicas que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, desarrolla en el tiempo y en los diversos lugares [23]. A este propósito es necesario despertar en nosotros la conciencia del papel decisivo que desempeña el Espíritu Santo en el desarrollo de la forma litúrgica y en la profundización de los divinos misterios. El Paráclito, primer don para los creyentes [24], que actúa ya en la creación (cf. Gn 1,2), está plenamente presente en toda la vida del Verbo encarnado; en efecto, Jesucristo fue concebido por la Virgen María por obra del Espíritu Santo (cf. Mt 1,18; Lc 1,35); al comienzo de su misión pública, a orillas del Jordán, lo ve bajar sobre sí en forma de paloma (cf. Mt 3,16 y par.); en este mismo Espíritu actúa, habla y se llena de gozo (cf. Lc 10,21), y por Él se ofrece a sí mismo (cf. Hb 9,14).
En los llamados «discursos de despedida» recopilados por Juan, Jesús establece una clara relación entre el don de su vida en el misterio pascual y el don del Espíritu a los suyos (cf. Jn 16,7). Una vez resucitado, llevando en su carne las señales de la pasión, Él infunde el Espíritu (cf. Jn 20,22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión (cf. Jn 20,21). Será el Espíritu quien enseñe después a los discípulos todas las cosas y les recuerde todo lo que Cristo ha dicho (cf. Jn 14,26), porque corresponde a Él, como Espíritu de la verdad (cf. Jn 15,26), guiarlos hasta la verdad completa (cf. Jn 16,13). En el relato de los Hechos, el Espíritu desciende sobre los Apóstoles reunidos en oración con María el día de Pentecostés (cf. 2,1-4), y los anima a la misión de anunciar a todos los pueblos la buena noticia. Por tanto, Cristo mismo, en virtud de la acción del Espíritu, está presente y operante en su Iglesia, desde su centro vital que es la Eucaristía.
Espíritu Santo y Celebración eucarística
13. En este horizonte se comprende el papel decisivo del Espíritu Santo en la Celebración eucarística y, en particular, en lo que se refiere a la transustanciación. Todo ello está bien documentado en los Padres de la Iglesia. San Cirilo de Jerusalén, en sus Catequesis, recuerda que nosotros «invocamos a Dios misericordioso para que mande su Santo Espíritu sobre las ofrendas que están ante nosotros, para que Él transforme el pan en cuerpo de Cristo y el vino en sangre de Cristo. Lo que toca el Espíritu Santo es santificado y transformado totalmente» [25]. También san Juan Crisóstomo hace notar que el sacerdote invoca el Espíritu Santo cuando celebra el Sacrificio[26]: como Elías dice, el ministro invoca el Espíritu Santo para que, «descendiendo la gracia sobre la víctima, se enciendan por ella las almas de todos» [27].
Es muy necesario para la vida espiritual de los fieles que tomen conciencia más claramente de la riqueza de la anáfora: junto con las palabras pronunciadas por Cristo en la última Cena, contiene la epíclesis, como invocación al Padre para que haga descender el don del Espíritu a fin de que el pan y el vino se conviertan en el cuerpo y la sangre de Jesucristo, y para que «toda la comunidad sea cada vez más cuerpo de Cristo» [28]. El Espíritu, que invoca el celebrante sobre los dones del pan y el vino puestos sobre el altar, es el mismo que reúne a los fieles «en un sólo cuerpo», haciendo de ellos una oferta espiritual agradable al Padre [29].
Eucaristía e Iglesia
Eucaristía, principio causal de la Iglesia
14. Por el Sacramento eucarístico Jesús incorpora a los fieles a su propia « hora »; de este modo nos muestra la unión que ha querido establecer entre Él y nosotros, entre su persona y la Iglesia. En efecto, Cristo mismo, en el sacrificio de la cruz, ha engendrado a la Iglesia como su esposa y su cuerpo. Los Padres de la Iglesia han meditado mucho sobre la relación entre el origen de Eva del costado de Adán mientras dormía (cf. Gn 2,21-23) y de la nueva Eva, la Iglesia, del costado abierto de Cristo, sumido en el sueño de la muerte: del costado traspasado, dice Juan, salió sangre y agua (cf. Jn 19,34), símbolo de los sacramentos [30]. El contemplar «al que atravesaron» (Jn 19,37) nos lleva a considerar la unión causal entre el sacrificio de Cristo, la Eucaristía y la Iglesia. En efecto, la Iglesia «vive de la Eucaristía» [31]. Ya que en ella se hace presente el sacrificio redentor de Cristo, se tiene que reconocer ante todo que «hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia» [32].
La Eucaristía es Cristo que se nos entrega, edificándonos continuamente como su cuerpo. Por tanto, en la sugestiva correlación entre la Eucaristía que edifica la Iglesia y la Iglesia que hace a su vez la Eucaristía [33], la primera afirmación expresa la causa primaria: la Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el mismo Cristo se ha entregado antes a ella en el sacrificio de la Cruz. La posibilidad que tiene la Iglesia de «hacer» la Eucaristía tiene su raíz en la donación que Cristo le ha hecho de sí mismo. Descubrimos también aquí un aspecto elocuente de la fórmula de san Juan: «Él nos ha amado primero» (1 Jn 4,19). Así, también nosotros confesamos en cada celebración la primacía del don de Cristo. En definitiva, el influjo causal de la Eucaristía en el origen de la Iglesia revela la precedencia no sólo cronológica sino también ontológica del habernos «amado primero». Él es eternamente quien nos ama primero.
Eucaristía y comunión eclesial
15. La Eucaristía es, pues, constitutiva del ser y del actuar de la Iglesia. Por eso la antigüedad cristiana designó con las mismas palabras Corpus Christi el Cuerpo nacido de la Virgen María, el Cuerpo eucarístico y el Cuerpo eclesial de Cristo [34]. Este dato, muy presente en la tradición, ayuda a aumentar en nosotros la conciencia de que no se puede separar a Cristo de la Iglesia. El Señor Jesús, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio por nosotros, ha preanunciado eficazmente en su donación el misterio de la Iglesia. Es significativo que en la segunda plegaria eucarística, al invocar al Paráclito, se formule de este modo la oración por la unidad de la Iglesia: «que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo». Este pasaje permite comprender bien que la res del Sacramento eucarístico incluye la unidad de los fieles en la comunión eclesial. La Eucaristía se muestra así en las raíces de la Iglesia como misterio de comunión [35].
Ya en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia, el siervo de Dios Juan Pablo II llamó la atención sobre la relación entre Eucaristía y communio. Se refirió al memorial de Cristo como la «suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia» [36]. La unidad de la comunión eclesial se revela concretamente en las comunidades cristianas y se renueva en el acto eucarístico que las une y las diferencia en Iglesias particulares, «in quibus et ex quibus una et unica Ecclesia catholica exsistit» [37]. Precisamente la realidad de la única Eucaristía que se celebra en cada diócesis en torno al propio Obispo nos permite comprender cómo las mismas Iglesias particulares subsisten in y ex Ecclesia. En efecto, «la unicidad e indivisibilidad del Cuerpo eucarístico del Señor implica la unicidad de su Cuerpo místico, que es la Iglesia una e indivisible. Desde el centro eucarístico surge la necesaria apertura de cada comunidad celebrante, de cada Iglesia particular: del dejarse atraer por los brazos abiertos del Señor se sigue la inserción en su Cuerpo, único e indiviso» [38].
Por este motivo, en la celebración de la Eucaristía cada fiel se encuentra en su Iglesia, es decir, en la Iglesia de Cristo. En esta perspectiva eucarística, comprendida adecuadamente, la comunión eclesial se revela una realidad por su propia naturaleza católica [39]. Subrayar esta raíz eucarística de la comunión eclesial puede contribuir también eficazmente al diálogo ecuménico con las Iglesias y con las Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Sede de Pedro. En efecto, la Eucaristía establece objetivamente un fuerte vínculo de unidad entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas que han conservado la auténtica e íntegra naturaleza del misterio de la Eucaristía. Al mismo tiempo, el relieve dado al carácter eclesial de la Eucaristía puede convertirse también en elemento privilegiado en el diálogo con las Comunidades nacidas de la Reforma [40].
Eucaristía y sacramentos
Sacramentalidad de la Iglesia
16. El Concilio Vaticano II ha recordado que «los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo. Así, los hombres son invitados y llevados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo» [41]. Esta relación íntima de la Eucaristía con los otros sacramentos y con la existencia cristiana se comprende en su raíz cuando se contempla el misterio de la Iglesia como sacramento [42]. A este propósito, el Concilio Vaticano II afirma que «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» [43]. Ella, como dice san Cipriano, en cuanto «pueblo convocado por el unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» [44], es sacramento de la comunión trinitaria.
El hecho de que la Iglesia sea «sacramento universal de salvación» [45] muestra cómo la «economía» sacramental determina en último término el modo cómo Cristo, único Salvador, mediante el Espíritu llega a nuestra existencia en sus circunstancias específicas. La Iglesia se recibe y al mismo tiempo se expresa en los siete sacramentos, mediante los cuales la gracia de Dios influye concretamente en los fieles para que toda su vida, redimida por Cristo, se convierta en culto agradable a Dios. En esta perspectiva, deseo subrayar aquí algunos elementos, señalados por los Padres sinodales, que pueden ayudar a comprender la relación de todos los sacramentos con el misterio eucarístico.
I. Eucaristía e iniciación cristiana
Eucaristía, plenitud de la iniciación cristiana
17. Puesto que la Eucaristía es verdaderamente fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, el camino de iniciación cristiana tiene como punto de referencia la posibilidad de acceder a este sacramento. A este respecto, como han dicho los Padres sinodales, hemos de preguntarnos si en nuestras comunidades cristianas se percibe de manera suficiente el estrecho vínculo que hay entre el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía [46]. En efecto, nunca debemos olvidar que somos bautizados y confirmados en orden a la Eucaristía. Esto requiere el esfuerzo de favorecer en la acción pastoral una comprensión más unitaria del proceso de iniciación cristiana.
El sacramento del Bautismo, mediante el cual nos conformamos con Cristo [47], nos incorporamos a la Iglesia y nos convertimos en hijos de Dios, es la puerta para todos los sacramentos. Con él se nos integra en el único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,13), pueblo sacerdotal. Sin embargo, la participación en el Sacrificio eucarístico perfecciona en nosotros lo que nos ha sido dado en el Bautismo. Los dones del Espíritu se dan también para la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12) y para un mayor testimonio evangélico en el mundo [48]. Así pues, la santísima Eucaristía lleva la iniciación cristiana a su plenitud y es como el centro y el fin de toda la vida sacramental [49].
Orden de los sacramentos de la iniciación
18. A este respeto es necesario prestar atención al tema del orden de los Sacramentos de la iniciación. En la Iglesia hay tradiciones diferentes. Esta diversidad se manifiesta claramente en las costumbres eclesiales de Oriente [50], y en la misma praxis occidental por lo que se refiere a la iniciación de los adultos [51], a diferencia de la de los niños [52]. Sin embargo, no se trata propiamente de diferencias de orden dogmático, sino de carácter pastoral. Concretamente, es necesario verificar qué praxis puede efectivamente ayudar mejor a los fieles a poner de relieve el sacramento de la Eucaristía como aquello a lo que tiende toda la iniciación. En estrecha colaboración con los competentes Dicasterios de la Curia Romana, las Conferencias Episcopales han de verificar la eficacia de los actuales procesos de iniciación, para ayudar cada vez más al cristiano a madurar con la acción educadora de nuestras comunidades, y llegue a asumir en su vida una impronta auténticamente eucarística, que le haga capaz de dar razón de la propia esperanza de modo adecuado en nuestra época (cf. 1 P 3,15).
Iniciación, comunidad eclesial y familia
19. Se ha de tener siempre presente que toda la iniciación cristiana es un camino de conversión, que se debe recorrer con la ayuda de Dios y en constante referencia a la comunidad eclesial, ya sea cuando es el adulto mismo quien solicita entrar en la Iglesia, como ocurre en los lugares de primera evangelización y en muchas zonas secularizadas, o bien cuando son los padres los que piden los Sacramentos para sus hijos. A este respecto, deseo llamar la atención de modo especial sobre la relación que hay entre iniciación cristiana y familia. En la acción pastoral se tiene que asociar siempre la familia cristiana al itinerario de iniciación. Recibir el Bautismo, la Confirmación y acercarse por primera vez a la Eucaristía, son momentos decisivos no sólo para la persona que los recibe sino también para toda la familia, la cual ha de ser ayudada en su tarea educativa por la comunidad eclesial, con la participación de sus diversos miembros [53]. Quisiera subrayar aquí la importancia de la primera Comunión. Para tantos fieles este día queda grabado en la memoria con razón como el primer momento en que, aunque de modo todavía inicial, se percibe la importancia del encuentro personal con Jesús. La pastoral parroquial debe valorar adecuadamente esta ocasión tan significativa.
II. Eucaristía y sacramento de la Reconciliación
Su relación intrínseca
20. Los Padres sinodales han afirmado que el amor a la Eucaristía lleva también a apreciar cada vez más el sacramento de la Reconciliación [54]. Debido a la relación entre estos sacramentos, una auténtica catequesis sobre el sentido de la Eucaristía no puede separarse de la propuesta de un camino penitencial (cf. 1 Co 11,27-29). Efectivamente, como se constata en la actualidad, los fieles se encuentran inmersos en una cultura que tiende a borrar el sentido del pecado [55], favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad de estar en gracia de Dios para acercarse dignamente a la comunión sacramental [56]. En realidad, perder la conciencia de pecado comporta siempre también una cierta superficialidad en la forma de comprender el amor mismo de Dios.
Ayuda mucho a los fieles recordar aquellos elementos que, dentro del rito de la santa Misa, expresan la conciencia del propio pecado y al mismo tiempo la misericordia de Dios [57]. Además, la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos recuerda que el pecado nunca es algo exclusivamente individual; siempre comporta también una herida para la comunión eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo. Por esto la Reconciliación, como dijeron los Padres de la Iglesia, es laboriosus quidam baptismus [58], subrayando de esta manera que el resultado del camino de conversión supone el restablecimiento de la plena comunión eclesial, expresada al acercarse de nuevo a la Eucaristía [59].
Algunas observaciones pastorales
21. El Sínodo ha recordado que es cometido pastoral del Obispo promover en su propia diócesis una firme recuperación de la pedagogía de la conversión que nace de la Eucaristía, y fomentar entre los fieles la confesión frecuente. Todos los sacerdotes deben dedicarse con generosidad, empeño y competencia a la administración del sacramento de la Reconciliación [60]. A este propósito se debe procurar que los confesionarios de nuestras iglesias estén bien visibles y sean expresión del significado de este Sacramento. Pido a los Pastores que vigilen atentamente sobre la celebración del sacramento de la Reconciliación, limitando la praxis de la absolución general exclusivamente a los casos previstos [61], siendo la celebración personal la única forma ordinaria [62]. Frente a la necesidad de redescubrir el perdón sacramental, debe haber siempre un Penitenciario [63] en todas las diócesis. En fin, una praxis equilibrada y profunda de la indulgencia, obtenida para sí o para los difuntos, puede ser una ayuda válida para una nueva toma de conciencia de la relación entre Eucaristía y Reconciliación. Con la indulgencia se gana «la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa» [64]. El recurso a las indulgencias nos ayuda a comprender que sólo con nuestras fuerzas no podremos reparar el mal realizado y que los pecados de cada uno dañan a toda la comunidad; por otra parte, la práctica de la indulgencia, implicando, además de la doctrina de los méritos infinitos de Cristo, la de la comunión de los santos, enseña «la íntima unión con que estamos vinculados a Cristo, y la gran importancia que tiene para los demás la vida sobrenatural de cada uno» [65]. Esta práctica de la indulgencia puede ayudar eficazmente a los fieles en el camino de conversión y a descubrir el carácter central de la Eucaristía en la vida cristiana, ya que las condiciones que prevé su misma forma incluye el acercarse a la confesión y a la comunión sacramental.
III. Eucaristía y Unción de los enfermos
22. Jesús no ha enviado solamente a sus discípulos a curar a los enfermos (cf. Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9), sino que ha instituido también para ellos un sacramento específico: la Unción de los enfermos.[66] La Carta de Santiago atestigua ya la existencia de este gesto sacramental en la primera comunidad cristiana (cf. 5,14-16). Si la Eucaristía muestra cómo los sufrimientos y la muerte de Cristo se han transformado en amor, la Unción de los enfermos, por su parte, asocia al que sufre al ofrecimiento que Cristo ha hecho de sí para la salvación de todos, de tal manera que él también pueda, en el misterio de la comunión de los santos, participar en la redención del mundo. La relación entre estos sacramentos se manifiesta, además, en el momento en que se agrava la enfermedad: «A los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la Eucaristía como viático» [67].
En el momento de pasar al Padre, la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo se manifiesta como semilla de vida eterna y potencia de resurrección: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54). Puesto que el santo Viático abre al enfermo la plenitud del misterio pascual, es necesario asegurarle su recepción [68]). La atención y el cuidado pastoral de los enfermos redunda sin duda en beneficio espiritual de toda la comunidad, sabiendo que lo que hayamos hecho al más pequeño se lo hemos hecho a Jesús mismo (cf. Mt 25,40).
IV. Eucaristía y sacramento del Orden
In persona Christi capitis
23. La relación intrínseca entre Eucaristía y sacramento del Orden se desprende de las mismas palabras de Jesús en el Cenáculo: «haced esto en conmemoración mía» (Lc 22,19). En efecto, la víspera de su muerte, Jesús instituyó la Eucaristía y fundó al mismo tiempo el sacerdocio de la nueva Alianza. Él es sacerdote, víctima y altar: mediador entre Dios Padre y el pueblo (cf. Hb 5,5-10), víctima de expiación (cf. 1 Jn 2,2; 4,10) que se ofrece a sí mismo en el altar de la cruz. Nadie puede decir «esto es mi cuerpo» y «éste es el cáliz de mi sangre» si no es en el nombre y en la persona de Cristo, único sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza (cf. Hb 8-9). El Sínodo de los Obispos en otras asambleas trató ya el tema del sacerdocio ordenado, tanto por lo que se refiere a la identidad del ministerio [69] como a la formación de los candidatos [70]. Ahora, a la luz del diálogo tenido en la última Asamblea sinodal, creo oportuno recordar algunos valores sobre la relación entre la Eucaristía y el Orden. Ante todo, se ha de reafirmar que el vínculo entre el Orden sagrado y la Eucaristía se hace visible precisamente en la Misa presidida por el Obispo o el presbítero en la persona de Cristo como cabeza.
La doctrina de la Iglesia considera la ordenación sacerdotal condición imprescindible para la celebración válida de la Eucaristía [71]. En efecto, «en el servicio eclesial del ministerio ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor» [72]. Ciertamente, el ministro ordenado «actúa también en nombre de toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia y sobre todo cuando ofrece el sacrificio eucarístico» [73]. Es necesario, por tanto, que los sacerdotes sean conscientes de que nunca deben ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo. Todo intento de ponerse a sí mismos como protagonistas de la acción litúrgica contradice la identidad sacerdotal. Antes que nada, el sacerdote es servidor y tiene que esforzarse continuamente en ser signo que, como dócil instrumento en sus manos, se refiere a Cristo. Esto se expresa particularmente en la humildad con la que el sacerdote dirige la acción litúrgica, obedeciendo y correspondiendo con el corazón y la mente al rito, evitando todo lo que pueda dar precisamente la sensación de un protagonismo inoportuno. Recomiendo, por tanto, al clero profundizar siempre en la conciencia del propio ministerio eucarístico como un humilde servicio a Cristo y a su Iglesia. El sacerdocio, como decía san Agustín, es amoris officium [74], es el oficio del buen pastor, que da la vida por las ovejas (cf. Jn 10,14-15).
Eucaristía y celibato sacerdotal
24. Los Padres sinodales han querido subrayar que el sacerdocio ministerial requiere, mediante la Ordenación, la plena configuración con Cristo. Respetando la praxis y las tradiciones orientales diferentes, es necesario reafirmar el sentido profundo del celibato sacerdotal, considerado justamente como una riqueza inestimable y confirmado por la praxis oriental de elegir como obispos sólo entre los que viven el celibato, y que tiene en gran estima la opción por el celibato que hacen numerosos presbíteros. En efecto, esta opción del sacerdote es una expresión peculiar de la entrega que lo conforma con Cristo y de la entrega exclusiva de sí mismo por el Reino de Dios [75]. El hecho de que Cristo mismo, sacerdote para siempre, viviera su misión hasta el sacrificio de la cruz en estado de virginidad es el punto de referencia seguro para entender el sentido de la tradición de la Iglesia latina a este respecto.
Así pues, no basta con comprender el celibato sacerdotal en términos meramente funcionales. En realidad, representa una especial conformación con el estilo de vida del propio Cristo. Dicha opción es ante todo esponsal; es una identificación con el corazón de Cristo Esposo que da la vida por su Esposa. Junto con la gran tradición eclesial, con el Concilio Vaticano II [76] y con los Sumos Pontífices predecesores míos [77], reafirmo la belleza y la importancia de una vida sacerdotal vivida en el celibato, como signo que expresa la dedicación total y exclusiva a Cristo, a la Iglesia y al Reino de Dios, y confirmo por tanto su carácter obligatorio para la tradición latina. El celibato sacerdotal, vivido con madurez, alegría y dedición, es una grandísima bendición para la Iglesia y para la sociedad misma.
Escasez de clero y pastoral vocacional
25. A propósito del vínculo entre el sacramento del Orden y la Eucaristía, el Sínodo se ha detenido sobre la preocupación que ocasiona en muchas diócesis la escasez de sacerdotes. Esto ocurre no sólo en algunas zonas de primera evangelización, sino también en muchos países de larga tradición cristiana. Ciertamente, una distribución del clero más ecuánime favorecería la solución del problema. Es preciso, además, hacer un trabajo de sensibilización capilar. Los Obispos han de implicar a los Institutos de Vida consagrada y a las nuevas realidades eclesiales en las necesidades pastorales, respetando su propio carisma, y pidan a todos los miembros del clero una mayor disponibilidad para servir a la Iglesia allí dónde sea necesario, aunque comporte sacrificio [78]. En el Sínodo se ha discutido también sobre las iniciativas pastorales que se han de emprender para favorecer, sobre todo en los jóvenes, la apertura interior a la vocación sacerdotal. Esta situación no se puede solucionar con simples medidas pragmáticas. Se ha de evitar que los Obispos, movidos por comprensibles preocupaciones por la falta de clero, omitan un adecuado discernimiento vocacional y admitan a la formación específica, y a la ordenación, candidatos sin los requisitos necesarios para el servicio sacerdotal [79]. Un clero no suficientemente formado, admitido a la ordenación sin el debido discernimiento, difícilmente podrá ofrecer un testimonio adecuado para suscitar en otros el deseo de corresponder con generosidad a la llamada de Cristo. La pastoral vocacional, en realidad, tiene que implicar a toda la comunidad cristiana en todos sus ámbitos [80]. Obviamente, en este trabajo pastoral capilar se incluye también la acción de sensibilización de las familias, a menudo indiferentes si no contrarias incluso a la hipótesis de la vocación sacerdotal. Que se abran con generosidad al don de la vida y eduquen a los hijos a ser disponibles ante la voluntad de Dios. En síntesis, hace falta sobre todo tener la valentía de proponer a los jóvenes la radicalidad del seguimiento de Cristo, mostrando su atractivo.
Gratitud y esperanza
26. Es necesario tener mayor fe y esperanza en la iniciativa divina. Aunque en algunas regiones haya escasez de clero, nunca debe faltar la confianza de que Cristo sigue suscitando hombres que, dejando cualquier otra ocupación, se dediquen totalmente a la celebración de los sagrados misterios, a la predicación del Evangelio y al ministerio pastoral. Deseo aprovechar esta ocasión para dar las gracias, en nombre de la Iglesia entera, a todos los Obispos y presbíteros que desempeñan fielmente su propia misión con dedicación y entrega. Naturalmente, el agradecimiento de la Iglesia es también para los diáconos, a los cuales se les impone las manos «no para el sacerdocio sino para el servicio» [81]. Como ha recomendado la Asamblea del Sínodo, expreso un agradecimiento especial a los presbíteros fidei donum, que con competencia y generosa dedicación, sin escatimar energías en el servicio a la misión de la Iglesia, edifican la comunidad anunciando la Palabra de Dios y partiendo el Pan de Vida [82]. En fin, hay que dar gracias a Dios por tantos sacerdotes que han sufrido hasta el sacrificio de la propia vida por servir a Cristo. En ellos se ve de manera elocuente lo que significa ser sacerdote hasta el fondo. Se trata de testimonios conmovedores que pueden inspirar a tantos jóvenes a seguir a Cristo y a dar su vida por los demás, encontrando así la vida verdadera.
V. Eucaristía y Matrimonio
Eucaristía, sacramento esponsal
27. La Eucaristía, sacramento de la caridad, muestra una particular relación con el amor entre el hombre y la mujer unidos en matrimonio. Profundizar en esta relación es una necesidad propia de nuestro tiempo [83]. El Papa Juan Pablo II ha tenido muchas veces ocasión de afirmar el carácter esponsal de la Eucaristía y su peculiar relación con el sacramento del Matrimonio: «La Eucaristía es el sacramento de nuestra redención. Es el sacramento del Esposo, de la Esposa» [84]. Por otra parte, «toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas que precede al banquete de bodas, la Eucaristía» [85]. La Eucaristía corrobora de manera inagotable la unidad y el amor indisolubles de cada Matrimonio cristiano. En él, por medio del sacramento, el vínculo conyugal se encuentra intrínsecamente ligado a la unidad eucarística entre Cristo esposo y la Iglesia esposa (cf. Ef 5,31-32). El consentimiento recíproco que marido y mujer se dan en Cristo, y que los constituye en comunidad de vida y amor, tiene también una dimensión eucarística. En efecto, en la teología paulina, el amor esponsal es signo sacramental del amor de Cristo a su Iglesia, un amor que alcanza su punto culminante en la Cruz, expresión de sus « nupcias » con la humanidad y, al mismo tiempo, origen y centro de la Eucaristía. Por eso, la Iglesia manifiesta una cercanía espiritual particular a todos los que han fundado sus familias en el sacramento del Matrimonio [86]. La familia iglesia doméstica [87] es un ámbito primario de la vida de la Iglesia, especialmente por el papel decisivo respecto a la educación cristiana de los hijos [88]. En este contexto, el Sínodo ha recomendado también destacar la misión singular de la mujer en la familia y en la sociedad, una misión que debe ser defendida, salvaguardada y promovida [89]. Ser esposa y madre es una realidad imprescindible que nunca debe ser menospreciada.
Eucaristía y unidad del matrimonio
28. Precisamente a la luz de esta relación intrínseca entre matrimonio, familia y Eucaristía se pueden considerar algunos problemas pastorales. El vínculo fiel, indisoluble y exclusivo que une a Cristo con la Iglesia, y que tiene su expresión sacramental en la Eucaristía, se corresponde con el dato antropológico originario según el cual el hombre debe estar unido de modo definitivo a una sola mujer y viceversa (cf. Gn 2,24; Mt 19,5). En este orden de ideas, el Sínodo de los Obispos ha afrontado el tema de la praxis pastoral respecto a quien, proviniendo de culturas en que se practica la poligamia, se encuentra con el anuncio del Evangelio. Quienes se hallan en dicha situación, y se abren a la fe cristiana, deben ser ayudados a integrar su proyecto humano en la novedad radical de Cristo. En el proceso del catecumenado, Cristo los asiste en su condición específica y los llama a la plena verdad del amor a través de las renuncias necesarias, en vista de la comunión eclesial perfecta. La Iglesia los acompaña con una pastoral llena de comprensión y también de firmeza [90], sobre todo enseñándoles la luz de los misterios cristianos que se refleja en la naturaleza y los afectos humanos.
Eucaristía e indisolubilidad del matrimonio
29. Puesto que la Eucaristía expresa el amor irreversible de Dios en Cristo por su Iglesia, se entiende por qué ella requiere, en relación con el sacramento del Matrimonio, esa indisolubilidad a la que aspira todo verdadero amor [91]. Por tanto, es más que justificada la atención pastoral que el Sínodo ha dedicado a las situaciones dolorosas en que se encuentran bastantes fieles que, después de haber celebrado el sacramento del Matrimonio, se han divorciado y contraído nuevas nupcias. Se trata de un problema pastoral difícil y complejo, una verdadera plaga en el contexto social actual, que afecta de manera creciente incluso a los ambientes católicos. Los Pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las diversas situaciones, para ayudar espiritualmente de modo adecuado a los fieles implicados [92].
El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea educativa de los hijos.
Donde existan dudas legítimas sobre la validez del Matrimonio sacramental contraído, se debe hacer lo que sea necesario para averiguar su fundamento. Es preciso también asegurar, con pleno respeto del derecho canónico [93], que haya tribunales eclesiásticos en el territorio, su carácter pastoral, así como su correcta y pronta actuación [94]. En cada diócesis ha de haber un número suficiente de personas preparadas para el adecuado funcionamiento de los tribunales eclesiásticos. Recuerdo que «es una obligación grave hacer que la actividad institucional de la Iglesia en los tribunales sea cada vez más cercana a los fieles» [95]. Sin embargo, se ha de evitar que la preocupación pastoral sea interpretada como una contraposición con el derecho. Más bien se debe partir del presupuesto de que el amor por la verdad es el punto de encuentro fundamental entre el derecho y la pastoral: en efecto, la verdad nunca es abstracta, sino que «se integra en el itinerario humano y cristiano de cada fiel» [96]. Por esto, cuando no se reconoce la nulidad del vínculo matrimonial y se dan las condiciones objetivas que hacen la convivencia irreversible de hecho, la Iglesia anima a estos fieles a esforzarse en vivir su relación según las exigencias de la ley de Dios, como amigos, como hermano y hermana; así podrán acercarse a la mesa eucarística, según las disposiciones previstas por la praxis eclesial. Para que semejante camino sea posible y produzca frutos, debe contar con la ayuda de los pastores y con iniciativas eclesiales apropiadas, evitando en todo caso la bendición de estas relaciones, para que no surjan confusiones entre los fieles sobre del valor del matrimonio [97].
Debido a la complejidad del contexto cultural en que vive la Iglesia en muchos países, el Sínodo recomienda tener el máximo cuidado pastoral en la formación de los novios y en la verificación previa de sus convicciones sobre los compromisos irrenunciables para la validez del sacramento del Matrimonio. Un discernimiento serio sobre este punto podrá evitar que los dos jóvenes, movidos por impulsos emotivos o razones superficiales, asuman responsabilidades que luego no sabrían respetar [98]. El bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del Matrimonio, y de la familia fundada sobre él, es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal.
Eucaristía y escatología
Eucaristía: don al hombre en camino
30. Si es cierto que los sacramentos son una realidad propia de la Iglesia peregrina en el tiempo [99] hacia la plena manifestación de la victoria de Cristo resucitado, también es igualmente cierto que, especialmente en la liturgia eucarística, se nos da a pregustar el cumplimiento escatológico hacia el cual se encamina todo hombre y toda la creación (cf. Rm 8,19 ss.). El hombre ha sido creado para la felicidad eterna y verdadera, que sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra libertad herida se perdería si no fuera posible, ya desde ahora, experimentar algo del cumplimiento futuro. Por otra parte, todo hombre, para poder caminar en la justa dirección, necesita ser orientado hacia la meta final. Esta meta última, en realidad, es el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y la muerte, que se nos hace presente de modo especial en la Celebración eucarística. De este modo, aún siendo todavía como «extranjeros y forasteros» (1 P 2,11) en este mundo, participamos ya por la fe de la plenitud de la vida resucitada. El banquete eucarístico, revelando su dimensión fuertemente escatológica, viene en ayuda de nuestra libertad en camino.
El banquete escatológico
31. Reflexionando sobre este misterio, podemos decir que, con su venida, Jesús se ha puesto en relación con la expectativa del pueblo de Israel, de toda la humanidad y, en el fondo, de la creación misma. Con el don de sí mismo, ha inaugurado objetivamente el tiempo escatológico. Cristo ha venido para congregar al Pueblo de Dios disperso (cf. Jn 11,52), manifestando claramente la intención de reunir la comunidad de la alianza, para llevar a cumplimiento las promesas que Dios hizo a los antiguos padres (cf. Jr 23,3; 31,10; Lc 1,55.70). En la llamada de los Doce, que tiene una clara relación con las doce tribus de Israel, y en el mandato que se les hace en la última Cena, antes de su Pasión redentora, de celebrar su memorial, Jesús ha manifestado que quería trasladar a toda la comunidad fundada por Él la tarea de ser, en la historia, signo e instrumento de esa reunión escatológica, iniciada en Él. Así pues, en cada Celebración eucarística se realiza sacramentalmente la reunión escatológica del Pueblo de Dios. El banquete eucarístico es para nosotros anticipación real del banquete final, anunciado por los profetas (cf. Is 25,6-9) y descrito en el Nuevo Testamento como «las bodas del cordero» (Ap 19,7-9), que se ha de celebrar en la alegría de la comunión de los santos [100].
Oración por los difuntos
32. La Celebración eucarística, en la que anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su resurrección, en la espera de su venida, es prenda de la gloria futura en la que serán glorificados también nuestros cuerpos. La esperanza de la resurrección de la carne y la posibilidad de encontrar de nuevo, cara a cara, a quienes nos han precedido en el signo de la fe, se fortalece en nosotros mediante la celebración del Memorial de nuestra salvación. En esta perspectiva, junto con los Padres sinodales, quisiera recordar a todos los fieles la importancia de la oración de sufragio por los difuntos, y en particular la celebración de santas Misas por ellos [101], para que, una vez purificados, lleguen a la visión beatífica de Dios. Al descubrir la dimensión escatológica que tiene la Eucaristía, celebrada y adorada, se nos ayuda en nuestro camino y se nos conforta con la esperanza de la gloria (cf. Rm 5,2; Tt 2,13).
Eucaristía y la Virgen María
33. La relación entre la Eucaristía y cada sacramento, y el significado escatológico de los santos Misterios, ofrecen en su conjunto el perfil de la vida cristiana, llamada a ser en todo momento culto espiritual, ofrenda de sí misma agradable a Dios. Y si bien es cierto que todos nosotros estamos todavía en camino hacia el pleno cumplimiento de nuestra esperanza, esto no quita que se pueda reconocer ya ahora, con gratitud, que todo lo que Dios nos ha dado encuentra realización perfecta en la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra: su Asunción al cielo en cuerpo y alma es para nosotros un signo de esperanza segura, ya que, como peregrinos en el tiempo, nos indica la meta escatológica que el sacramento de la Eucaristía nos hace pregustar ya desde ahora.
En María Santísima vemos también perfectamente realizado el modo sacramental con que Dios, en su iniciativa salvadora, se acerca e implica a la criatura humana. María de Nazaret, desde la Anunciación a Pentecostés, aparece como la persona cuya libertad está totalmente disponible a la voluntad de Dios. Su Inmaculada Concepción se manifiesta propiamente en la docilidad incondicional a la Palabra divina. La fe obediente es la forma que asume su vida en cada instante ante la acción de Dios. Virgen a la escucha, vive en plena sintonía con la voluntad divina; conserva en su corazón las palabras que le vienen de Dios y, formando con ellas como un mosaico, aprende a comprenderlas más a fondo (cf. Lc 2,19.51). María es la gran creyente que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad [102]. Este misterio se intensifica hasta a llegar a la total implicación en la misión redentora de Jesús. Como ha afirmado el Concilio Vaticano II, «la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie (cf. Jn 19,25), sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: Mujer, ahí tienes a tu hijo» [103]. Desde la Anunciación hasta la Cruz, María es aquélla que acoge la Palabra que se hizo carne en ella y que enmudece en el silencio de la muerte. Finalmente, ella es quien recibe en sus brazos el cuerpo entregado, ya exánime, de Aquél que de verdad ha amado a los suyos « hasta el extremo » (Jn 13,1).
Por esto, cada vez que en la Liturgia eucarística nos acercamos al Cuerpo y Sangre de Cristo, nos dirigimos también a Ella que, adhiriéndose plenamente al sacrificio de Cristo, lo ha acogido para toda la Iglesia. Los Padres sinodales han afirmado que «María inaugura la participación de la Iglesia en el sacrificio del Redentor» [104]. Ella es la Inmaculada que acoge incondicionalmente el don de Dios y, de esa manera, se asocia a la obra de la salvación. María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía.
SEGUNDA PARTE
EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE CELEBRAR
«Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo,
sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo» (Jn 6,32)
Lex orandi y lex credendi
34. El Sínodo de los Obispos ha reflexionado mucho sobre la relación intrínseca entre fe eucarística y celebración, poniendo de relieve el nexo entre lex orandi y lex credendi, y subrayando la primacía de la acción litúrgica. Es necesario vivir la Eucaristía como misterio de la fe celebrado auténticamente, teniendo conciencia clara de que «el intellectus fidei está originariamente siempre en relación con la acción litúrgica de la Iglesia» [105]. En este ámbito, la reflexión teológica nunca puede prescindir del orden sacramental instituido por Cristo mismo. Por otra parte, la acción litúrgica nunca puede ser considerada genéricamente, prescindiendo del misterio de la fe. En efecto, la fuente de nuestra fe y de la liturgia eucarística es el mismo acontecimiento: el don que Cristo ha hecho de sí mismo en el Misterio pascual.
Belleza y liturgia
35. La relación entre el misterio creído y celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor teológico y litúrgico de la belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana, está vinculada intrínsecamente con la belleza: es veritatis splendor. En la liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión. En Jesús, como solía decir san Buenaventura, contemplamos la belleza y el fulgor de los orígenes [106]. Este atributo al que nos referimos no es mero esteticismo sino el modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo, haciéndonos salir de nosotros mismos y atrayéndonos así hacia nuestra verdadera vocación: el amor [107]. Ya en la creación, Dios se deja entrever en la belleza y la armonía del cosmos (cf. Sb 13,5; Rm 1,19-20). Encontramos después en el Antiguo Testamento grandes signos del esplendor de la potencia de Dios, que se manifiesta con su gloria a través de los prodigios hechos en el pueblo elegido (cf. Ex 14; 16,10; 24,12-18; Nm 14,20-23). En el Nuevo Testamento se llega definitivamente a esta epifanía de belleza en la revelación de Dios en Jesucristo [108]. Él es la plena manifestación de la gloria divina. En la glorificación del Hijo resplandece y se comunica la gloria del Padre (cf. Jn 1,14; 8,54; 12,28; 17,1). Sin embargo, esta belleza no es una simple armonía de formas; «el más bello de los hombres» (Sal 45[44],33) es también, misteriosamente, quien no tiene «aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres [...], ante el cual se ocultan los rostros» (Is 53,2). Jesucristo nos enseña cómo la verdad del amor sabe también transfigurar el misterio oscuro de la muerte en la luz radiante de la resurrección. Aquí el resplandor de la gloria de Dios supera toda belleza mundana. La verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual.
La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús del cual nos han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza.
La celebración eucarística, obra del «Christus totus»
Christus totus in capite et in corpore
36. La belleza intrínseca de la liturgia tiene como sujeto propio a Cristo resucitado y glorificado en el Espíritu Santo que, en su actuación, incluye a la Iglesia [109]. En esta perspectiva, es muy sugestivo recordar las palabras de san Agustín que describen elocuentemente esta dinámica de fe propia de la Eucaristía. El gran santo de Hipona, refiriéndose precisamente al Misterio eucarístico, pone de relieve cómo Cristo mismo nos asimila a sí: «Este pan que vosotros veis sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo. Este cáliz, mejor dicho, lo que contiene el cáliz, santificado por la palabra de Dios, es sangre de Cristo. Por medio de estas cosas quiso el Señor dejarnos su cuerpo y sangre, que derramó para la remisión de nuestros pecados. Si lo habéis recibido dignamente, vosotros sois eso mismo que habéis recibido» [110]. Por lo tanto, «no sólo nos hemos convertido en cristianos, sino en Cristo mismo» [111]. Podemos contemplar así la acción misteriosa de Dios que comporta la unidad profunda entre nosotros y el Señor Jesús: «En efecto, no se ha de creer que Cristo esté en la cabeza sin estar también en el cuerpo, sino que está enteramente en la cabeza y en el cuerpo» [112].
Eucaristía y Cristo resucitado
37. Puesto que la liturgia eucarística es esencialmente actio Dei que nos une a Jesús a través del Espíritu, su fundamento no está sometido a nuestro arbitrio ni puede ceder a la presión de la moda del momento. En esto también es válida la afirmación indiscutible de san Pablo: «Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo» (1 Co 3,11). El Apóstol de los gentiles nos asegura además que, por lo que se refiere a la Eucaristía, no nos transmite su doctrina personal, sino lo que él, a su vez, ha recibido (cf. 1 Co 11,23). En efecto, la celebración de la Eucaristía implica la Tradición viva. A partir de la experiencia del Resucitado y de la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia celebra el Sacrificio eucarístico obedeciendo el mandato de Cristo. Por este motivo, al inicio, la comunidad cristiana se reúne el día del Señor para la fractio panis. El día en que Cristo ha resucitado de entre los muertos, el domingo, es también el primer día de la semana, el día que según la tradición veterotestamentaria representaba el principio de la creación. Ahora, el día de la creación se ha convertido en el día de la «nueva creación», el día de nuestra liberación en el que conmemoramos a Cristo muerto y resucitado [113].
Ars celebrandi
38. En los trabajos sinodales se ha insistido varias veces en la necesidad de superar cualquier posible separación entre el ars celebrandi, es decir, el arte de celebrar rectamente, y la participación plena, activa y fructuosa de todos los fieles. Efectivamente, el primer modo con el que se favorece la participación del Pueblo de Dios en el Rito sagrado es la adecuada celebración del Rito mismo. El ars celebrandi es la mejor premisa para la actuosa participatio [114]. El ars celebrandi proviene de la obediencia fiel a las normas litúrgicas en su plenitud, pues es precisamente este modo de celebrar lo que asegura desde hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes, los cuales están llamados a vivir la celebración como Pueblo de Dios, sacerdocio real, nación santa (cf. 1 P 2,4-5.9) [115].
El Obispo, liturgo por excelencia
39. Si bien es cierto que todo el Pueblo de Dios participa en la Liturgia eucarística, en el correcto ars celebrandi tienen un papel imprescindible los que han recibido el sacramento del Orden. Obispos, sacerdotes y diáconos, cada uno según su propio grado, han de considerar la celebración como su deber principal [116]. En primer lugar el Obispo diocesano: en efecto, él, como «primer dispensador de los misterios de Dios en la Iglesia particular a él confiada, es el guía, el promotor y custodio de toda la vida litúrgica» [117]. Todo esto es decisivo para la vida de la Iglesia particular, no sólo porque la comunión con el Obispo es la condición para que toda celebración en su territorio sea legítima, sino también porque él mismo es por excelencia el liturgo de su propia Iglesia [118]. A él corresponde salvaguardar la unidad concorde de las celebraciones en su diócesis. Por tanto, ha de ser un «compromiso del Obispo hacer que los presbíteros, diáconos y los fieles comprendan cada vez mejor el sentido auténtico de los ritos y los textos litúrgicos, y así se les guíe hacia una celebración de la Eucaristía activa y fructuosa» [119]. En particular, exhorto a cumplir todo lo necesario para que las celebraciones litúrgicas oficiadas por el Obispo en la iglesia Catedral respeten plenamente el ars celebrandi, de modo que puedan ser consideradas como modelo para todas las iglesias de su territorio [120].
Respeto de los libros litúrgicos y de la riqueza de los signos
40. Por consiguiente, al subrayar la importancia del ars celebrandi, se pone de relieve el valor de las normas litúrgicas [121]. El ars celebrandi ha de favorecer el sentido de lo sagrado y el uso de las formas exteriores que educan para ello, como, por ejemplo, la armonía del rito, los ornamentos litúrgicos, la decoración y el lugar sagrado. Favorece la celebración eucarística que los sacerdotes y los responsables de la pastoral litúrgica se esfuercen en dar a conocer los libros litúrgicos vigentes y las respectivas normas, resaltando las grandes riquezas de la Ordenación General del Misal Romano y de la Ordenación de las Lecturas de la Misa. En las comunidades eclesiales se da quizás por descontado que se conocen y aprecian, pero a menudo no es así. En realidad, son textos que contienen riquezas que custodian y expresan la fe, así como el camino del Pueblo de Dios a lo largo de dos milenios de historia.
Para una adecuada ars celebrandi es igualmente importante la atención a todas las formas de lenguaje previstas por la liturgia: palabra y canto, gestos y silencios, movimiento del cuerpo, colores litúrgicos de los ornamentos. En efecto, la liturgia tiene por su naturaleza una variedad de formas de comunicación que abarcan todo el ser humano. La sencillez de los gestos y la sobriedad de los signos, realizados en el orden y en los tiempos previstos, comunican y atraen más que la artificiosidad de añadiduras inoportunas. La atención y la obediencia de la estructura propia del ritual, a la vez que manifiestan el reconocimiento del carácter de la Eucaristía como don, expresan la disposición del ministro para acoger con dócil gratitud dicho don inefable.
El arte al servicio de la celebración
41. La relación profunda entre la belleza y la liturgia nos lleva a considerar con atención todas las expresiones artísticas que se ponen al servicio de la celebración [122]. Un elemento importante del arte sacro es ciertamente la arquitectura de las iglesias [123], en las que debe resaltar la unidad entre los elementos propios del presbiterio: altar, crucifijo, tabernáculo, ambón, sede. A este respecto, se ha de tener presente que el objetivo de la arquitectura sacra es ofrecer a la Iglesia, que celebra los misterios de la fe, en particular la Eucaristía, el espacio más apto para el desarrollo adecuado de su acción litúrgica [124]. En efecto, la naturaleza del templo cristiano se define por la acción litúrgica misma, que implica la reunión de los fieles (ecclesia), los cuales son las piedras vivas del templo (cf. 1 P 2,5).
El mismo principio vale para todo el arte sacro, especialmente la pintura y la escultura, en los que la iconografía religiosa se ha de orientar a la mistagogía sacramental. Un conocimiento profundo de las formas que el arte sacro ha producido a lo largo de los siglos puede ser de gran ayuda para los que tienen la responsabilidad de encomendar a arquitectos y artistas obras relacionadas con la acción litúrgica. Por tanto, es indispensable que en la formación de los seminaristas y de los sacerdotes se incluya la historia del arte como materia importante, con especial referencia a los edificios de culto, según las normas litúrgicas. Es necesario que en todo lo que concierne a la Eucaristía haya gusto por la belleza. Se debe también respetar y cuidar los ornamentos, la decoración, los vasos sagrados, para que, dispuestos de modo orgánico y ordenado entre sí, fomenten el asombro ante el misterio de Dios, manifiesten la unidad de la fe y refuercen la devoción [125].
El canto litúrgico
42. En el ars celebrandi desempeña un papel importante el canto litúrgico [126]. Con razón afirma san Agustín en un famoso sermón: «El hombre nuevo conoce el cántico nuevo. El cantar es función de alegría y, si lo consideramos atentamente, función de amor» [127]. El Pueblo de Dios reunido para la celebración canta las alabanzas de Dios. La Iglesia, en su bimilenaria historia, ha compuesto y sigue componiendo música y cantos que son un patrimonio de fe y de amor que no se ha de perder. Ciertamente, no podemos decir que en la liturgia sirva cualquier canto. A este respecto, se ha de evitar la fácil improvisación o la introducción de géneros musicales no respetuosos del sentido de la liturgia. Como elemento litúrgico, el canto debe estar en consonancia con la identidad propia de la celebración [128]. Por consiguiente, todo el texto, la melodía, la ejecución ha de corresponder al sentido del misterio celebrado, a las partes del rito y a los tiempos litúrgicos [129]. Finalmente, si bien se han de tener en cuenta las diversas tendencias y tradiciones tan loables, deseo, como han pedido los Padres sinodales, que se valore adecuadamente el canto gregoriano [130] como canto propio de la liturgia romana [131].
Estructura de la celebración eucarística
43. Después de haber recordado los elementos básicos del ars celebrandi puestos de relieve en los trabajos sinodales, quisiera llamar la atención de modo más concreto sobre algunas partes de la estructura de la celebración eucarística que requieren un especial cuidado en nuestro tiempo, para ser fieles a la intención profunda de la renovación litúrgica deseada por el Concilio Vaticano II, en continuidad con toda la gran tradición eclesial.
Unidad intrínseca de la acción litúrgica
44. Ante todo, hay que considerar la unidad intrínseca del rito de la santa Misa. Se ha de evitar que, tanto en la catequesis como en el modo de la celebración, se dé lugar a una visión yuxtapuesta de las dos partes del rito. La liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística además de los ritos de introducción y conclusión «están estrechamente unidas entre sí y forman un único acto de culto» [132]. En efecto, la Palabra de Dios y la Eucaristía están intrínsecamente unidas. Escuchando la Palabra de Dios nace o se fortalece la fe (cf. Rm 10,17); en la Eucaristía, el Verbo hecho carne se nos da como alimento espiritual [133]. Así pues, «la Iglesia recibe y ofrece a los fieles el Pan de vida en las dos mesas de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» [134]. Por tanto, se ha de tener constantemente presente que la Palabra de Dios, que la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la Eucaristía como a su fin connatural.
Liturgia de la Palabra
45. Junto con el Sínodo, pido que la liturgia de la Palabra se prepare y se viva siempre de manera adecuada. Por tanto, recomiendo vivamente que en la liturgia se ponga gran atención a la proclamación de la Palabra de Dios por parte de lectores bien instruidos. Nunca olvidemos que «cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su Pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio» [135]. Si las circunstancias lo aconsejan, se puede pensar en unas breves moniciones que ayuden a los fieles a una mejor disposición. Para comprenderla bien, la Palabra de Dios ha de ser escuchada y acogida con espíritu eclesial y siendo conscientes de su unidad con el Sacramento eucarístico. En efecto, la Palabra que anunciamos y escuchamos es el Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14), y hace referencia intrínseca a la persona de Cristo y a su permanencia de manera sacramental. Cristo no habla en el pasado, sino en nuestro presente, ya que Él mismo está presente en la acción litúrgica. En esta perspectiva sacramental de la revelación cristiana [136], el conocimiento y el estudio de la Palabra de Dios nos permite apreciar, celebrar y vivir mejor la Eucaristía. A este respecto, se aprecia también en toda su verdad la afirmación, según la cual «desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» [137].
Para lograr todo esto es necesario ayudar a los fieles a apreciar los tesoros de la Sagrada Escritura en el leccionario, mediante iniciativas pastorales, celebraciones de la Palabra y la lectura meditada (lectio divina). Tampoco se ha de olvidar promover las formas de oración conservadas en la tradición, la Liturgia de las Horas, sobre todo Laudes, Vísperas, Completas y también las celebraciones de vigilias. El rezo de los Salmos, las lecturas bíblicas y las de la gran tradición del Oficio divino pueden llevar a una experiencia profunda del acontecimiento de Cristo y de la economía de la salvación, que a su vez puede enriquecer la comprensión y la participación en la celebración eucarística [138].
Homilía
46. La necesidad de mejorar la calidad de la homilía está en relación con la importancia de la Palabra de Dios. En efecto, ésta «es parte de la acción litúrgica» [139]; tiene el cometido de favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles. Por eso los ministros ordenados han de «preparar la homilía con esmero, basándose en un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura» [140]. Han de evitarse homilías genéricas o abstractas. En particular, pido a los ministros un esfuerzo para que la homilía ponga la Palabra de Dios proclamada en estrecha relación con la celebración sacramental [141] y con la vida de la comunidad, de modo que la Palabra de Dios sea realmente sustento y vigor de la Iglesia [142]. Se ha de tener presente, por tanto, la finalidad catequética y exhortativa de la homilía. Es conveniente que, partiendo del leccionario trienal, se prediquen a los fieles homilías temáticas que, a lo largo del año litúrgico, traten los grandes temas de la fe cristiana, según lo que el Magisterio propone en los cuatro «pilares» del Catecismo de la Iglesia Católica y en su reciente Compendio: la profesión de la fe, la celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la oración cristiana [143].
Presentación de las ofrendas
47. Los Padres sinodales han puesto también su atención en la presentación de las ofrendas. Ésta no es sólo como un « intervalo » entre la liturgia de la Palabra y la eucarística. Entre otras razones, porque eso haría perder el sentido de un único rito con dos partes interrelacionadas. En realidad, este gesto humilde y sencillo tiene un sentido muy grande: en el pan y el vino que llevamos al altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para ser transformada y presentada al Padre [144]. En este sentido, llevamos también al altar todo el sufrimiento y el dolor del mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios. Este gesto, para ser vivido en su auténtico significado, no necesita ser enfatizado con añadiduras superfluas. Permite valorar la colaboración originaria que Dios pide al hombre para realizar en él la obra divina y dar así pleno sentido al trabajo humano, que mediante la celebración eucarística se une al sacrificio redentor de Cristo.
Plegaria eucarística
48. La Plegaria eucarística es «el centro y la cumbre de toda la celebración» [145]. Su importancia merece ser subrayada adecuadamente. Las diversas Plegarias eucarísticas que hay en el Misal nos han sido transmitidas por la tradición viva de la Iglesia y se caracterizan por una riqueza teológica y espiritual inagotable. Se ha de procurar que los fieles las aprecien. La Ordenación General del Misal Romano nos ayuda en esto, recordándonos los elementos fundamentales de toda Plegaria eucarística: acción de gracias, aclamación, epíclesis, relato de la institución y consagración, anámnesis, oblación, intercesión y doxología conclusiva.[146] En particular, la espiritualidad eucarística y la reflexión teológica se iluminan al contemplar la profunda unidad de la anáfora, entre la invocación del Espíritu Santo y el relato de la institución [147], en la que «se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena» [148]. En efecto, «la Iglesia, por medio de determinadas invocaciones, implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones que han presentado los hombres queden consagrados, es decir, se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada que se va a recibir en la Comunión sea para la salvación de quienes la reciben» [149].
Rito de la paz
49. La Eucaristía es por su naturaleza sacramento de paz. Esta dimensión del Misterio eucarístico se expresa en la celebración litúrgica de manera específica con el rito de la paz. Se trata indudablemente de un signo de gran valor (cf. Jn 14,27). En nuestro tiempo, tan lleno de conflictos, este gesto adquiere, también desde el punto de vista de la sensibilidad común, un relieve especial, ya que la Iglesia siente cada vez más como tarea propia pedir a Dios el don de la paz y la unidad para sí misma y para toda la familia humana. La paz es ciertamente un anhelo irreprimible en el corazón de cada uno. La Iglesia se hace portavoz de la petición de paz y reconciliación que surge del alma de toda persona de buena voluntad, dirigiéndola a Aquél que «es nuestra paz» (Ef 2,14), y que puede pacificar a los pueblos e individuos aun cuando fracasan las iniciativas humanas. Por ello se comprende la intensidad con que se vive frecuentemente el rito de la paz en la celebración litúrgica. A este propósito, sin embargo, durante el Sínodo de los Obispos se ha visto la conveniencia de moderar este gesto, que puede adquirir expresiones exageradas, provocando cierta confusión en la asamblea precisamente antes de la Comunión. Sería bueno recordar que el alto valor del gesto no queda mermado por la sobriedad necesaria para mantener un clima adecuado a la celebración, limitando por ejemplo el intercambio de la paz a los más cercanos [150].
Distribución y recepción de la Eucaristía
50. Otro momento de la celebración, al que es necesario hacer referencia, es la distribución y recepción de la santa Comunión. Pido a todos, en particular a los ministros ordenados y a los que, debidamente preparados, están autorizados para el ministerio de distribuir la Eucaristía en caso de necesidad real, que hagan lo posible para que el gesto, en su sencillez, corresponda a su valor de encuentro personal con el Señor Jesús en el Sacramento. Respecto a las prescripciones para una praxis correcta, me remito a los documentos emanados recientemente [151]. Todas las comunidades cristianas han de atenerse fielmente a las normas vigentes, viendo en ellas la expresión de la fe y el amor que todos han de tener respecto a este sublime Sacramento. Tampoco se descuide el tiempo precioso de acción de gracias después de la Comunión: además de un canto oportuno, puede ser también muy útil permanecer recogidos en silencio [152].
A este propósito, quisiera llamar la atención sobre un problema pastoral con el que nos encontramos frecuentemente en nuestro tiempo. Me refiero al hecho de que en algunas circunstancias, como por ejemplo en las santas Misas celebradas con ocasión de bodas, funerales o acontecimientos análogos, además de fieles practicantes, asisten también a la celebración otros que tal vez no se acercan al altar desde hace años, o quizás están en una situación de vida que no les permite recibir los sacramentos. Otras veces sucede que están presentes personas de otras confesiones cristianas o incluso de otras religiones. Situaciones similares se producen también en iglesias que son meta de visitantes, sobre todo en las grandes ciudades de en las que abunda el arte. En estos casos, se ve la necesidad de usar expresiones breves y eficaces para hacer presente a todos el sentido de la comunión sacramental y las condiciones para recibirla. Donde se den situaciones en las que no sea posible garantizar la debida claridad sobre el sentido de la Eucaristía, se ha de considerar la conveniencia de sustituir la Eucaristía con una celebración de la Palabra de Dios [153].
Despedida: «Ite, missa est»
51. Quisiera detenerme ahora en lo que los Padres sinodales han dicho sobre el saludo de despedida al final de la Celebración eucarística. Después de la bendición, el diácono o el sacerdote despide al pueblo con las palabras: Ite, missa est. En este saludo podemos apreciar la relación entre la Misa celebrada y la misión cristiana en el mundo. En la antigüedad, «missa» significaba simplemente «terminada». Sin embargo, en el uso cristiano ha adquirido un sentido cada vez más profundo. La expresión «missa» se transforma, en realidad, en «misión». Este saludo expresa sintéticamente la naturaleza misionera de la Iglesia. Por tanto, conviene ayudar al Pueblo de Dios a que, apoyándose en la liturgia, profundice en esta dimensión constitutiva de la vida eclesial. En este sentido, sería útil disponer de textos debidamente aprobados para la oración sobre el pueblo y la bendición final que expresen dicha relación [154].
Actuosa participatio
Auténtica participación
52. El Concilio Vaticano II puso un énfasis particular en la participación activa, plena y fructuosa de todo el Pueblo de Dios en la celebración eucarística [155]. Ciertamente, la renovación llevada a cabo en estos años ha favorecido notables progresos en la dirección deseada por los Padres conciliares. Pero no hemos de ocultar el hecho de que, a veces, ha surgido alguna incomprensión precisamente sobre el sentido de esta participación. Por tanto, conviene dejar claro que con esta palabra no se quiere hacer referencia a una simple actividad externa durante la celebración. En realidad, la participación activa deseada por el Concilio se ha de comprender en términos más sustanciales, partiendo de una mayor toma de conciencia del misterio que se celebra y de su relación con la vida cotidiana. Sigue siendo totalmente válida la recomendación de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, que exhorta a los fieles a no asistir a la liturgia eucarística «como espectadores mudos o extraños», sino a participar «consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada» [156]. El Concilio prosigue la reflexión: los fieles, «instruidos por la Palabra de Dios, reparen sus fuerzas en el banquete del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino también juntamente con él, y se perfeccionen día a día, por Cristo Mediador, en la unidad con Dios y entre sí» [157].
Participación y ministerio sacerdotal
53. La belleza y armonía de la acción litúrgica se manifiestan de manera significativa en el orden con el cual cada uno está llamado a participar activamente. Eso comporta el reconocimiento de las diversas funciones jerárquicas implicadas en la celebración misma. Es útil recordar que, de por sí, la participación activa no es lo mismo que desempeñar un ministerio particular. Sobre todo, no ayuda a la participación activa de los fieles una confusión ocasionada por la incapacidad de distinguir las diversas funciones que corresponden a cada uno en la comunión eclesial [158]. En particular, es preciso que haya claridad sobre las tareas específicas del sacerdote. Éste es, como atestigua la tradición de la Iglesia, quien preside de modo insustituible toda la celebración eucarística, desde el saludo inicial a la bendición final. En virtud del Orden sagrado que ha recibido, él representa a Jesucristo, cabeza de la Iglesia y, en la manera que le es propia, también a la Iglesia misma [159]. En efecto, toda celebración de la Eucaristía está dirigida por el Obispo, «ya sea personalmente, ya por los presbíteros, sus colaboradores» [160]. Es ayudado por el diácono, que tiene algunas funciones específicas en la celebración: preparar el altar y prestar servicio al sacerdote, proclamar el Evangelio, predicar eventualmente la homilía, enunciar las intenciones en la oración universal, distribuir la Eucaristía a los fieles [161]. En relación con estos ministerios vinculados al sacramento del Orden, hay también otros ministerios para el servicio litúrgico, que desempeñan religiosos y laicos preparados, lo que es de alabar [162].
Celebración eucarística e inculturación
54. A partir de las afirmaciones fundamentales del Concilio Vaticano II, se ha subrayado varias veces la importancia de la participación activa de los fieles en el Sacrificio eucarístico. Para favorecerla se pueden permitir algunas adaptaciones apropiadas a los diversos contextos y culturas [163]. El hecho de que haya habido algunos abusos no disminuye la claridad de este principio, que se debe mantener de acuerdo con las necesidades reales de la Iglesia, que vive y celebra el mismo misterio de Cristo en situaciones culturales diferentes. En efecto, el Señor Jesús, precisamente en el misterio de la Encarnación, naciendo de mujer como hombre perfecto (cf. Ga 4,4), está en relación directa no sólo con las expectativas expresadas en el Antiguo Testamento, sino también con las de todos los pueblos. Con eso, Él ha manifestado que Dios quiere encontrarnos en nuestro contexto vital.
Por tanto, para una participación más eficaz de los fieles en los santos Misterios, es útil proseguir el proceso de inculturación en el ámbito de la celebración eucarística, teniendo en cuenta las posibilidades de adaptación que ofrece la Ordenación General del Misal Romano [164], interpretadas a la luz de los criterios fijados por la IV Instrucción de la Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los Sacramentos, Varietates legitimae, del 25 de enero de 1994 [165], y de las directrices dadas por el Papa Juan Pablo II en las Exhortaciones apostólicas postsinodales Ecclesia in Africa, Ecclesia in America, Ecclesia in Asia, Ecclesia in Oceania, Ecclesia in Europa [166]. Para lograr este objetivo, encomiendo a las Conferencias Episcopales que favorezcan el adecuado equilibrio entre los criterios y normas ya publicadas y las nuevas adaptaciones [167], siempre de acuerdo con la Sede Apostólica.
Condiciones personales para una «actuosa participatio»
55. Al considerar el tema de la actuosa participatio de los fieles en el rito sagrado, los Padres sinodales han resaltado también las condiciones personales de cada uno para una fructuosa participación [168]. Una de ellas es ciertamente el espíritu de conversión continua que ha de caracterizar la vida de cada fiel. No se puede esperar una participación activa en la liturgia eucarística cuando se asiste superficialmente, sin antes examinar la propia vida. Favorece dicha disposición interior, por ejemplo, el recogimiento y el silencio, al menos unos instantes antes de comenzar la liturgia, el ayuno y, cuando sea necesario, la confesión sacramental. Un corazón reconciliado con Dios permite la verdadera participación. En particular, es preciso persuadir a los fieles de que no puede haber una actuosa participatio en los santos Misterios si no se toma al mismo tiempo parte activa en la vida eclesial en su totalidad, la cual comprende también el compromiso misionero de llevar el amor de Cristo a la sociedad.
Sin duda, la plena participación en la Eucaristía se da cuando nos acercamos también personalmente al altar para recibir la Comunión [169]. No obstante, se ha de poner atención para que esta afirmación correcta no induzca a un cierto automatismo entre los fieles, como si por el sólo hecho de encontrarse en la iglesia durante la liturgia se tenga ya el derecho o quizás incluso el deber de acercarse a la Mesa eucarística. Aun cuando no es posible acercarse a la comunión sacramental, la participación en la santa Misa sigue siendo necesaria, válida, significativa y fructuosa. En estas circunstancias, es bueno cultivar el deseo de la plena unión con Cristo, practicando, por ejemplo, la comunión espiritual, recordada por Juan Pablo II [170] y recomendada por los Santos maestros de la vida espiritual [171].
Participación de los cristianos no católicos
56. Al tratar el tema de la participación nos encontramos inevitablemente con el de los cristianos pertenecientes a Iglesias o Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia Católica. A este respecto, se ha de decir que la unión intrínseca que se da entre Eucaristía y unidad de la Iglesia nos lleva a desear ardientemente, por un lado, el día en que podamos celebrar junto con todos los creyentes en Cristo la divina Eucaristía y expresar así visiblemente la plenitud de la unidad que Cristo ha querido para sus discípulos (cf. Jn 17,21). Por otro lado, el respeto que debemos al sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo nos impide hacer de él un simple « medio » que se usa indiscriminadamente para alcanzar esta misma unidad [172].
En efecto, la Eucaristía no sólo manifiesta nuestra comunión personal con Jesucristo, sino que implica también la plena communio con la Iglesia. Éste es, pues, el motivo por el cual, con dolor pero no sin esperanza, pedimos a los cristianos no católicos que comprendan y respeten nuestra convicción, basada en la Biblia y en la Tradición. Nosotros sostenemos que la comunión eucarística y la comunión eclesial se corresponden tan íntimamente que hace imposible generalmente por parte de los cristianos no católicos la participación en una sin tener la otra. Menos sentido tendría aún una concelebración propia y verdadera con ministros de Iglesias o Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia Católica. No obstante, es verdad que, de cara a la salvación, existe la posibilidad de admitir individualmente a cristianos no católicos a la Eucaristía, al sacramento de la Penitencia y a la Unción de los enfermos. Pero eso sólo en situaciones determinadas y excepcionales, caracterizadas por condiciones bien precisas [173]. Éstas están indicadas claramente en el Catecismo de la Iglesia Católica [174] y en su Compendio [175]. Todos tienen el deber de atenerse fielmente a ellas.
Participación a través de los medios de comunicación social
57. Debido al gran desarrollo de los medios de comunicación social, la palabra «participación» ha adquirido en las últimas décadas un sentido más amplio que en el pasado. Todos reconocemos con satisfacción que estos instrumentos ofrecen también nuevas posibilidades en lo que se refiere a la Celebración eucarística [176]. Eso exige a los agentes pastorales del sector una preparación específica y un acentuado sentido de responsabilidad. En efecto, la santa Misa que se transmite por televisión adquiere inevitablemente una cierta ejemplaridad. Por tanto, se ha de poner una especial atención en que la celebración, además de hacerse en lugares dignos y bien preparados, respete las normas litúrgicas.
Por lo que se refiere al valor de la participación en la santa Misa que los medios de comunicación hacen posible, quien ve y oye dichas transmisiones ha de saber que, en condiciones normales, no cumple con el precepto dominical. En efecto, el lenguaje de la imagen representa la realidad, pero no la reproduce en sí misma [177]. Si es loable que ancianos y enfermos participen en la santa Misa festiva a través de las transmisiones radiotelevisivas, no puede decirse lo mismo de quien, mediante tales transmisiones, quisiera dispensarse de ir al templo para la celebración eucarística en la asamblea de la Iglesia viva.
«Actuosa participatio» de los enfermos
58. Teniendo presente la condición de los que no pueden ir a los lugares de culto por motivos de salud o edad, quisiera llamar la atención de toda la comunidad eclesial sobre la necesidad pastoral de asegurar la asistencia espiritual a los enfermos, tanto a los que están en su casa como a los que están hospitalizados. En el Sínodo de los Obispos se ha hecho referencia a ellos varias veces. Se ha de procurar que estos hermanos y hermanas nuestros puedan recibir con frecuencia la Comunión sacramental. Al reforzar así la relación con Cristo crucificado y resucitado, podrán sentir su propia vida integrada plenamente en la vida y la misión de la Iglesia mediante la ofrenda del propio sufrimiento en unión con el sacrificio de nuestro Señor. Se ha de reservar una atención particular a los discapacitados; si lo permite su condición, la comunidad cristiana ha de favorecer su participación en la celebración en un lugar de culto. A este respecto, se ha de procurar que los edificios sagrados no tengan obstáculos arquitectónicos que impidan el acceso de los minusválidos. Se ha de dar también la comunión eucarística, cuando sea posible, a los discapacitados mentales, bautizados y confirmados: ellos reciben la Eucaristía también en la fe de la familia o de la comunidad que los acompaña [178].
Atención a los presos
59. La tradición espiritual de la Iglesia, siguiendo una indicación específica de Cristo (cf. Mt 25,36), ha reconocido en la visita a los presos una de las obras de misericordia corporal. Los que se encuentran en esta situación tienen una necesidad especial de ser visitados por el Señor mismo en el sacramento de la Eucaristía. Sentir la cercanía de la comunidad eclesial, participar en la Eucaristía y recibir la santa Comunión en un período de la vida tan particular y doloroso puede ayudar sin duda en el propio camino de fe y favorecer la plena reinserción social de la persona. Interpretando los deseos manifestados en la asamblea sinodal pido a las diócesis que, en lo posible, pongan los medios adecuados para una actividad pastoral que se ocupe de atender espiritualmente a los presos [179].
Los emigrantes y su participación en la Eucaristía
60. Al plantearse el problema de los que se ven obligados a dejar la propia tierra por diversos motivos, el Sínodo ha expresado particular gratitud a los que se dedican a la atención pastoral de los emigrantes. En este contexto, se ha de prestar una atención especial a los emigrantes que pertenecen a las Iglesias católicas orientales y a los que, lejos de su propia casa, tienen dificultades para participar en la liturgia eucarística según el propio rito de pertenencia. Por eso, donde sea posible, se les conceda poder ser asistidos por sacerdotes de su rito. En todo caso, pido a los Obispos que acojan en la caridad de Cristo a estos hermanos. El encuentro entre los fieles de diversos ritos puede convertirse también en ocasión de enriquecimiento recíproco. Pienso particularmente en el beneficio que puede aportar, sobre todo para el clero, el conocimiento de las diversas tradiciones [180].
Las grandes concelebraciones
61. La asamblea sinodal ha considerado la calidad de la participación en las grandes celebraciones que tienen lugar en circunstancias particulares, en las que, además de un gran número de fieles, concelebran muchos sacerdotes [181]. Por un lado, es fácil reconocer el valor de estos momentos, especialmente cuando el Obispo preside rodeado de su presbiterio y de los diáconos. Por otro, en estas circunstancias se pueden producir problemas por lo que se refiere a la expresión sensible de la unidad del presbiterio, especialmente en la Plegaria eucarística y en la distribución de la santa Comunión. Se ha de evitar que estas grandes concelebraciones produzcan dispersión. Para ello, se han de prever modos adecuados de coordinación y disponer el lugar de culto de manera que permita a los presbíteros y a los fieles una participación plena y real. En todo caso, se ha de tener presente que se trata de concelebraciones de carácter excepcional y limitadas a situaciones extraordinarias.
Lengua latina
62. No obstante, lo dicho anteriormente no debe ofuscar el valor de estas grandes liturgias. En particular, pienso en las celebraciones que tienen lugar durante encuentros internacionales, hoy cada vez más frecuentes. Éstas han de ser valoradas debidamente. Para expresar mejor la unidad y universalidad de la Iglesia, quisiera recomendar lo que ha sugerido el Sínodo de los Obispos, en sintonía con las normas del Concilio Vaticano II [182]: exceptuadas las lecturas, la homilía y la oración de los fieles, sería bueno que dichas celebraciones fueran en latín; también se podrían rezar en latín las oraciones más conocidas [183] de la tradición de la Iglesia y, eventualmente, utilizar cantos gregorianos. Más en general, pido que los futuros sacerdotes, desde el tiempo del seminario, se preparen para comprender y celebrar la santa Misa en latín, además de utilizar textos latinos y cantar en gregoriano; se procurará que los mismos fieles conozcan las oraciones más comunes en latín y que canten en gregoriano algunas partes de la liturgia [184].
Celebraciones eucarísticas en pequeños grupos
63. Una situación muy distinta es la que se da en algunas circunstancias pastorales en las que, precisamente para lograr una participación más consciente, activa y fructuosa, se favorecen las celebraciones en pequeños grupos. Aun reconociendo el valor formativo que tienen estas iniciativas, conviene precisar que han de estar en armonía con el conjunto del proyecto pastoral de la diócesis. En efecto, dichas experiencias perderían su carácter pedagógico si se las considerara como antagonistas o paralelas respecto a la vida de la Iglesia particular. A este respecto, el Sínodo ha subrayado algunos criterios a los que atenerse: los grupos pequeños han de servir para unificar la comunidad parroquial, no para fragmentarla; esto debe ser evaluado en la praxis concreta; estos grupos tienen que favorecer la participación fructuosa de toda la asamblea y preservar en lo posible la unidad de cada familia en la vida litúrgica [185].
La celebración participada interiormente
Catequesis mistagógica
64. La gran tradición litúrgica de la Iglesia nos enseña que, para una participación fructuosa, es necesario esforzarse en corresponder personalmente al misterio que se celebra mediante el ofrecimiento a Dios de la propia vida, en unión con el sacrificio de Cristo por la salvación del mundo entero. Por este motivo, el Sínodo de los Obispos ha recomendado que los fieles tengan una actitud coherente entre las disposiciones interiores y los gestos y las palabras. Si faltara ésta, nuestras celebraciones, por muy animadas que fueren, correrían el riesgo de caer en el ritualismo. Así pues, se ha de promover una educación en la fe eucarística que disponga a los fieles a vivir personalmente lo que se celebra. Ante la importancia esencial de esta participatio personal y consciente, ¿cuáles pueden ser los instrumentos formativos idóneos? A este respecto, los Padres sinodales han propuesto unánimemente una catequesis de carácter mistagógico que lleve a los fieles a adentrarse cada vez más en los misterios celebrados [186].
En particular, por lo que se refiere a la relación entre el ars celebrandi y la actuosa participatio, se ha de afirmar ante todo que «la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía misma bien celebrada» [187]. En efecto, por su propia naturaleza, la liturgia tiene una eficacia propia para introducir a los fieles en el conocimiento del misterio celebrado. Precisamente por ello, el itinerario formativo del cristiano en la tradición más antigua de la Iglesia, aun sin descuidar la comprensión sistemática de los contenidos de la fe, tuvo siempre un carácter de experiencia, en el cual era determinante el encuentro vivo y persuasivo con Cristo, anunciado por auténticos testigos. En este sentido, el que introduce en los misterios es ante todo el testigo.
Dicho encuentro ahonda en la catequesis y tiene su fuente y su culmen en la celebración de la Eucaristía. De esta estructura fundamental de la experiencia cristiana nace la exigencia de un itinerario mistagógico, en el cual se han de tener siempre presentes tres elementos:
a) Ante todo, la interpretación de los ritos a la luz de los acontecimientos salvíficos, según la tradición viva de la Iglesia. Efectivamente, la celebración de la Eucaristía contiene en su infinita riqueza continuas referencias a la historia de la salvación. En Cristo crucificado y resucitado podemos celebrar verdaderamente el centro que recapitula toda la realidad (cf. Ef 1,10). Desde el principio, la comunidad cristiana ha leído los acontecimientos de la vida de Jesús, y en particular el misterio pascual, en relación con todo el itinerario veterotestamentario.
b) Además, la catequesis mistagógica ha de introducir en el significado de los signos contenidos en los ritos. Este cometido es particularmente urgente en una época como la actual, tan imbuida por la tecnología, en la cual se corre el riesgo de perder la capacidad perceptiva de los signos y símbolos. Más que informar, la catequesis mistagógica debe despertar y educar la sensibilidad de los fieles ante el lenguaje de los signos y gestos que, unidos a la palabra, constituyen el rito.
c) Finalmente, la catequesis mistagógica ha de enseñar el significado de los ritos en relación con la vida cristiana en todas sus facetas, como el trabajo y los compromisos, el pensamiento y el afecto, la actividad y el descanso. Forma parte del itinerario mistagógico subrayar la relación entre los misterios celebrados en el rito y la responsabilidad misionera de los fieles. En este sentido, el resultado final de la mistagogía es tomar conciencia de que la propia vida es transformada progresivamente por los santos misterios que se celebran. El objetivo de toda la educación cristiana, por otra parte, es formar al fiel como « hombre nuevo », con una fe adulta, que lo haga capaz de testimoniar en el propio ambiente la esperanza cristiana que lo anima.
Para desarrollar en nuestras comunidades eclesiales esta tarea educativa, hay que contar con formadores bien preparados. Ciertamente, todo el Pueblo de Dios ha de sentirse comprometido en esta formación. Cada comunidad cristiana está llamada a ser ámbito pedagógico que introduce en los misterios que se celebran en la fe. A este respecto, durante el Sínodo los Padres han subrayado la conveniencia de una mayor participación de las comunidades de vida consagrada, de los movimientos y demás grupos que, por sus propios carismas, pueden aportar un renovado impulso a la formación cristiana [188]. También en nuestro tiempo el Espíritu Santo prodiga la efusión de sus dones para sostener la misión apostólica de la Iglesia, a la cual corresponde difundir la fe y educarla hasta su madurez [189].
Veneración de la Eucaristía
65. Un signo convincente de la eficacia que la catequesis eucarística tiene en los fieles es sin duda el crecimiento en ellos del sentido del misterio de Dios presente entre nosotros. Eso se puede comprobar a través de manifestaciones específicas de veneración de la Eucaristía, hacia la cual el itinerario mistagógico debe introducir a los fieles [190]. Pienso, en general, en la importancia de los gestos y de la postura, como arrodillarse durante los momentos principales de la plegaria eucarística. Para adecuarse a la legítima diversidad de los signos que se usan en el contexto de las diferentes culturas, cada uno ha de vivir y expresar que es consciente de encontrarse en toda celebración ante la majestad infinita de Dios, que llega a nosotros de manera humilde en los signos sacramentales.
Adoración y piedad eucarística
Relación intrínseca entre celebración y adoración
66. Uno de los momentos más intensos del Sínodo fue cuando, junto con muchos fieles, nos desplazamos a la Basílica de San Pedro para la adoración eucarística. Con este gesto de oración, la asamblea de los Obispos quiso llamar la atención, no sólo con palabras, sobre la importancia de la relación intrínseca entre celebración eucarística y adoración. En este aspecto significativo de la fe de la Iglesia se encuentra uno de los elementos decisivos del camino eclesial realizado tras la renovación litúrgica querida por el Concilio Vaticano II. Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a veces no se percibió de manera suficientemente clara la relación intrínseca entre la santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento.
Una objeción difundida entonces se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan eucarístico no habría sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: «nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; [...] peccemus non adorando Nadie come de esta carne sin antes adorarla [...], pecaríamos si no la adoráramos» [191]. En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es si no la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia [192]. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial.
La adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica. En efecto, «sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros» [193].
Práctica de la adoración eucarística
67. Por tanto, unido a la asamblea sinodal, recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios la práctica de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria [194]. A este respecto, será de gran ayuda una catequesis adecuada en la que se explique a los fieles la importancia de este acto de culto que permite vivir más profundamente y con mayor fruto la celebración litúrgica. Además, cuando sea posible, sobre todo en los lugares más poblados, será conveniente indicar las iglesias u oratorios que se pueden dedicar a la adoración perpetua. Recomiendo también que en la formación catequética, sobre todo en el ciclo de preparación para la Primera Comunión, se inicie a los niños en el significado y belleza de estar junto a Jesús, fomentando el asombro por su presencia en la Eucaristía.
Además, quisiera expresar admiración y apoyo a los Institutos de vida consagrada cuyos miembros dedican una parte importante de su tiempo a la adoración eucarística. De este modo ofrecen a todos el ejemplo de personas que se dejan plasmar por la presencia real del Señor. Al mismo tiempo, deseo animar a las asociaciones de fieles, así como a las Cofradías, que tienen esta práctica como un compromiso especial, siendo así fermento de contemplación para toda la Iglesia y llamada a la centralidad de Cristo para la vida de los individuos y de las comunidades.
Formas de devoción eucarística
68. La relación personal que cada fiel establece con Jesús, presente en la Eucaristía, lo pone siempre en contacto con toda la comunión eclesial, haciendo que tome conciencia de su pertenencia al Cuerpo de Cristo. Por eso, además de invitar a los fieles a encontrar personalmente tiempo para estar en oración ante el Sacramento del altar, pido a las parroquias y a otros grupos eclesiales que promuevan momentos de adoración comunitaria. Obviamente, conservan todo su valor las formas de devoción eucarística ya existentes. Pienso, por ejemplo, en las procesiones eucarísticas, sobre todo la procesión tradicional en la solemnidad del Corpus Christi, en la práctica piadosa de las Cuarenta Horas, en los Congresos eucarísticos locales, nacionales e internacionales, y en otras iniciativas análogas. Estas formas de devoción, debidamente actualizadas y adaptadas a las diversas circunstancias, merecen ser cultivadas también hoy [195].
Lugar del sagrario en la iglesia
69. Sobre la importancia de la reserva eucarística y de la adoración y veneración del sacramento del sacrificio de Cristo, el Sínodo de los Obispos ha reflexionado sobre la adecuada colocación del sagrario en nuestras iglesias [196]. En efecto, esto ayuda a reconocer la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Por tanto, es necesario que el lugar en que se conservan las especies eucarísticas sea identificado fácilmente por cualquiera que entre en la iglesia, gracias también a la lamparilla encendida. Para ello, se ha de tener en cuenta la estructura arquitectónica del edificio sacro: en las iglesias donde no hay capilla del Santísimo Sacramento, y el sagrario está en el altar mayor, conviene seguir usando dicha estructura para la conservación y adoración de la Eucaristía, evitando poner delante la sede del celebrante.
En las iglesias nuevas conviene prever que la capilla del Santísimo esté cerca del presbiterio; si esto no fuera posible, es preferible poner el sagrario en el presbiterio, suficientemente alto, en el centro del ábside, o bien en otro punto donde resulte bien visible. Todos estos detalles ayudan a dar dignidad al sagrario, del cual debe cuidarse también el aspecto artístico. Obviamente, se ha tener en cuenta lo que dice a este respecto la Ordenación General del Misal Romano [197]. En todo caso, el juicio último en esta materia corresponde al Obispo diocesano.
TERCERA PARTE
EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE VIVIR
«El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre;
del mismo modo, el que come, vivirá por mí» (Jn 6,57)
Forma eucarística de la vida cristiana
El culto espiritual logiké latreía (Rm 12,1)
70. El Señor Jesús, que por nosotros se ha hecho alimento de verdad y de amor, hablando del don de su vida nos asegura que «quien coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51). Pero esta «vida eterna» se inicia en nosotros ya en este tiempo por el cambio que el don eucarístico realiza en nosotros: «El que come vivirá por mí» (Jn 6,57). Estas palabras de Jesús nos permiten comprender cómo el misterio «creído» y «celebrado» contiene en sí un dinamismo que hace de él principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana. En efecto, comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente. Análogamente a lo que san Agustín dice en las Confesiones sobre el Logos eterno, alimento del alma, poniendo de relieve su carácter paradójico, el santo Doctor imagina que se le dice: «Soy el manjar de los grandes: creces, y me comerás, sin que por eso me transforme en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú te transformarás en mí» [198]. En efecto, no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; «nos atrae hacia sí» [199].
La Celebración eucarística aparece aquí con toda su fuerza como fuente y culmen de la existencia eclesial, ya que expresa, al mismo tiempo, tanto el inicio como el cumplimiento del nuevo y definitivo culto, la logiké latreía [200]. A este respecto, las palabras de san Pablo a los Romanos son la formulación más sintética de cómo la Eucaristía transforma toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios: «Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable» (Rm 12,1). En esta exhortación se ve la imagen del nuevo culto como ofrenda total de la propia persona en comunión con toda la Iglesia. La insistencia del Apóstol sobre la ofrenda de nuestros cuerpos subraya la concreción humana de un culto que no es para nada desencarnado. A este propósito, el santo de Hipona nos sigue recordando que «éste es el sacrificio de los cristianos: es decir, el llegar a ser muchos en un solo cuerpo en Cristo. La Iglesia celebra este misterio con el sacramento del altar, que los fieles conocen bien, y en el que se les muestra claramente que en lo que se ofrece ella misma es ofrecida» [201]. En efecto, la doctrina católica afirma que la Eucaristía, como sacrificio de Cristo, es también sacrificio de la Iglesia, y por tanto de los fieles [202]. La insistencia sobre el sacrificio «hacer sagrado» expresa aquí toda la densidad existencial que se encuentra implicada en la transformación de nuestra realidad humana ganada por Cristo (cf. Flp 3,12).
Eficacia integradora del culto eucarístico
71. El nuevo culto cristiano abarca todos los aspectos de la vida, transfigurándola: «Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Co 10,31). El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. De aquí toma forma la naturaleza intrínsecamente eucarística de la vida cristiana. La Eucaristía, al implicar la realidad humana concreta del creyente, hace posible, día a día, la transfiguración progresiva del hombre, llamado a ser por gracia imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8,29 s.). Todo lo que hay de auténticamente humano pensamientos y afectos, palabras y obras encuentra en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud.
Aparece aquí todo el valor antropológico de la novedad radical traída por Cristo con la Eucaristía: el culto a Dios en la vida humana no puede quedar relegado a un momento particular y privado, sino que, por su naturaleza, tiende a impregnar cualquier aspecto de la realidad del individuo. El culto agradable a Dios se convierte así en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle queda exaltado al ser vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios. La gloria de Dios es el hombre viviente (cf. 1 Co 10,31). Y la vida del hombre es la visión de Dios [203].
« Iuxta dominicam viventes » Vivir según el domingo
72. Esta novedad radical que la Eucaristía introduce en la vida del hombre ha estado presente en la conciencia cristiana desde el principio. Los fieles han percibido en seguida el influjo profundo que la Celebración eucarística ejercía sobre su estilo de vida. San Ignacio de Antioquía expresaba esta verdad calificando a los cristianos como «los que han llegado a la nueva esperanza», y los presentaba como los que viven «según el domingo» (iuxta dominicam viventes) [204]. Esta fórmula del gran mártir antioqueno ilumina claramente la relación entre la realidad eucarística y la vida cristiana en su cotidianidad. La costumbre característica de los cristianos de reunirse el primer día después del sábado para celebrar la resurrección de Cristo según el relato de san Justino mártir [205] es el hecho que define también la forma de la existencia renovada por el encuentro con Cristo.
La fórmula de san Ignacio «vivir según el domingo» subraya también el valor paradigmático que este día santo posee respecto a cualquier otro día de la semana. En efecto, su diferencia no está simplemente en dejar las actividades habituales, como una especie de paréntesis dentro del ritmo normal de los días. Los cristianos siempre han vivido este día como el primero de la semana, porque en él se hace memoria de la radical novedad traída por Cristo. Así pues, el domingo es el día en que el cristiano encuentra esa forma eucarística de su existencia y a la que está llamado a vivir constantemente. «Vivir según el domingo» quiere decir vivir conscientes de la liberación traída por Cristo y desarrollar la propia vida como ofrenda de sí mismos a Dios, para que su victoria se manifieste plenamente a todos los hombres a través de una conducta renovada íntimamente.
Vivir el precepto dominical
73. Los Padres sinodales, conscientes de este nuevo principio de vida que la Eucaristía pone en el cristiano, han reafirmado la importancia del precepto dominical para todos los fieles, como fuente de libertad auténtica, para poder vivir cada día según lo que han celebrado en el «día del Señor». En efecto, la vida de fe peligra cuando ya no se siente el deseo de participar en la Celebración eucarística, en que se hace memoria de la victoria pascual. Participar en la asamblea litúrgica dominical, junto con todos los hermanos y hermanas con los que se forma un solo cuerpo en Jesucristo, es algo que la conciencia cristiana reclama y que al mismo tiempo la forma. Perder el sentido del domingo, como día del Señor para santificar, es síntoma de una pérdida del sentido auténtico de la libertad cristiana, la libertad de los hijos de Dios [206]. A este respecto, son hermosas las observaciones de mi venerado predecesor Juan Pablo II en la Carta apostólica dies Domini [207], a propósito de las diversas dimensiones del domingo para los cristianos: es Dies Domini, con referencia a la obra de la creación; dies Christi como día de la nueva creación y del don del Espíritu Santo que hace el Señor Resucitado; dies Ecclesiae como día en que la comunidad cristiana se congrega para la celebración; dies hominis como día de alegría, descanso y caridad fraterna.
Por tanto, este día se muestra como fiesta primordial en la que cada fiel, en el ambiente en que vive, puede ser anunciador y custodio del sentido del tiempo. En efecto, de este día brota el sentido cristiano de la existencia y un nuevo modo de vivir el tiempo, las relaciones, el trabajo, la vida y la muerte. Por tanto, es bueno que en el día del Señor los grupos eclesiales organicen en torno a la Celebración eucarística dominical manifestaciones propias de la comunidad cristiana: encuentros de amistad, iniciativas para formar la fe de niños, jóvenes y adultos, peregrinaciones, obras de caridad y diversos momentos de oración. Ante estos valores tan importantes aún cuando el sábado por la tarde, desde las primeras Vísperas, ya pertenezca al domingo y esté permitido cumplir el precepto dominical es preciso recordar que el domingo merece ser santificado en sí mismo, para que no termine siendo un día «vacío de Dios» [208].
Sentido del descanso y del trabajo
74. Es particularmente urgente en nuestro tiempo recordar que el día del Señor es también el día de descanso del trabajo. Esperamos con gran interés que la sociedad civil lo reconozca también así, a fin de que sea posible liberarse de las actividades laborales sin sufrir por ello perjuicio alguno. En efecto, los cristianos, en cierta relación con el sentido del sábado en la tradición judía, han considerado el día del Señor también como el día del descanso del trabajo cotidiano. Esto tiene un significado propio, al ser una relativización del trabajo, que debe estar orientado al hombre: el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo. Es fácil intuir cómo así se protege al hombre en cuanto se emancipa de una posible forma de esclavitud. Como he tenido ocasión de afirmar, «el trabajo reviste una importancia primaria para la realización del hombre y el desarrollo de la sociedad, y por eso es preciso que se organice y desarrolle siempre en el pleno respeto de la dignidad humana y al servicio del bien común. Al mismo tiempo, es indispensable que el hombre no se deje dominar por el trabajo, que no lo idolatre, pretendiendo encontrar en él el sentido último y definitivo de la vida» [209]. En el día consagrado a Dios es donde el hombre comprende el sentido de su vida y también de la actividad laboral [210].
Asambleas dominicales en ausencia de sacerdote
75. Al profundizar en el sentido de la Celebración dominical para la vida del cristiano, se plantea espontáneamente el problema de las comunidades cristianas en las que falta el sacerdote y donde, por consiguiente, no es posible celebrar la santa Misa en el día del Señor. A este respecto, se ha de reconocer que nos encontramos ante situaciones bastante diferentes entre sí. El Sínodo, ante todo, ha recomendado a los fieles acercarse a una de las iglesias de la diócesis en que esté garantizada la presencia del sacerdote, aún cuando eso requiera un cierto sacrificio [211]. En cambio, allí donde las grandes distancias hacen prácticamente imposible la participación en la Eucaristía dominical, es importante que las comunidades cristianas se reúnan igualmente para alabar al Señor y hacer memoria del día dedicado a Él. Sin embargo, esto debe realizarse en el contexto de una adecuada instrucción acerca de la diferencia entre la santa Misa y las asambleas dominicales en ausencia de sacerdote.
La atención pastoral de la Iglesia se expresa en este caso vigilando que la liturgia de la Palabra, organizada bajo la dirección de un diácono o de un responsable de la comunidad, al que se le haya confiado debidamente este ministerio por la autoridad competente, se cumpla según un ritual específico elaborado por las Conferencias episcopales y aprobado por ellas para este fin [212]. Recuerdo que corresponde a los Ordinarios conceder la facultad de distribuir la comunión en dichas liturgias, valorando cuidadosamente la conveniencia de la opción. Además, se ha de evitar que dichas asambleas provoquen confusión sobre el papel central del sacerdote y la dimensión sacramental en la vida de la Iglesia. La importancia del papel de los laicos, a los que se ha de agradecer su generosidad al servicio de las comunidades cristianas, nunca ha de ocultar el ministerio insustituible de los sacerdotes para la vida de la Iglesia [213].
Así pues, se ha de vigilar atentamente que las asambleas sin sacerdote no den lugar a puntos de vista eclesiológicos en contraste con la verdad del Evangelio y la tradición de la Iglesia. Es más, deberían ser ocasiones privilegiadas para pedir a Dios que mande santos sacerdotes según su corazón. A este respecto, es conmovedor lo que escribía el Papa Juan Pablo II en la Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979, recordando aquellos lugares en los que la gente, privada del sacerdote por parte del régimen dictatorial, se reunía en una iglesia o santuario, ponía sobre el altar la estola que conservaba todavía y recitaba las oraciones de la liturgia eucarística, haciendo silencio «en el momento que corresponde a la transustanciación», dando así testimonio del ardor con que «desean escuchar las palabras, que sólo los labios de un sacerdote pueden pronunciar eficazmente» [214].
Precisamente en esta perspectiva, teniendo en cuenta el bien incomparable que se deriva de la celebración del Sacrificio eucarístico, pido a todos los sacerdotes una activa y concreta disponibilidad para visitar lo más a menudo posible las comunidades confiadas a su atención pastoral, para que no permanezcan demasiado tiempo sin el Sacramento de la caridad.
Una forma eucarística de la vida cristiana, la pertenencia eclesial
76. La importancia del domingo como dies Ecclesiae nos lleva a la relación intrínseca entre la victoria de Jesús sobre el mal y sobre la muerte y nuestra pertenencia a su Cuerpo eclesial. En efecto, en el Día del Señor todo cristiano descubre también la dimensión comunitaria de la propia existencia redimida. Participar en la acción litúrgica, comulgar con el Cuerpo y la Sangre de Cristo quiere decir, al mismo tiempo, hacer cada vez más íntima y profunda la propia pertenencia a Él, que ha muerto por nosotros (cf. 1 Co 6,19 s.; 7,23). Verdaderamente, quién se alimenta de Cristo vive por Él.
El sentido profundo de la communio sanctorum se entiende en relación con el Misterio eucarístico. La comunión tiene siempre y de modo inseparable una connotación vertical y una horizontal: comunión con Dios y comunión con los hermanos y hermanas. Las dos dimensiones se encuentran misteriosamente en el don eucarístico. «Donde se destruye la comunión con Dios, que es comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el manantial de la comunión con nosotros. Y donde no se vive la comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión con el Dios Trinitario» [215]. Así pues, llamados a ser miembros de Cristo y, por tanto, miembros los unos de los otros (cf. 1 Co 12,27), formamos una realidad fundada ontológicamente en el Bautismo y alimentada por la Eucaristía, una realidad que requiere una respuesta sensible en la vida de nuestras comunidades.
La forma eucarística de la vida cristiana es sin duda una forma eclesial y comunitaria. El modo concreto en que cada fiel puede experimentar su pertenencia al Cuerpo de Cristo se realiza a través de la diócesis y las parroquias, como estructuras fundamentales de la Iglesia en un territorio particular. Asociaciones, movimientos eclesiales y nuevas comunidades con la vitalidad de sus carismas concedidos por el Espíritu Santo para nuestro tiempo, así como también los Institutos de vida consagrada, tienen el deber de ofrecer su contribución específica para favorecer en los fieles la percepción de pertenecer al Señor (cf. Rm 14,8). El fenómeno de la secularización, que comporta aspectos marcadamente individualistas, ocasiona sus efectos deletéreos sobre todo en las personas que se aíslan, y por el escaso sentido de pertenencia. El cristianismo, desde sus comienzos, supone siempre una compañía, una red de relaciones vivificadas continuamente por la escucha de la Palabra, la Celebración eucarística y animadas por el Espíritu Santo.
Espiritualidad y cultura eucarística
77. Es significativo que los Padres sinodales hayan afirmado que «los fieles cristianos necesitan una comprensión más profunda de las relaciones entre la Eucaristía y la vida cotidiana. La espiritualidad eucarística no es solamente participación en la Misa y devoción al Santísimo Sacramento. Abarca la vida entera» [216]. Esta consideración tiene hoy un particular significado para todos nosotros. Se ha de reconocer que uno de los efectos más graves de la secularización, mencionada antes, consiste en haber relegado la fe cristiana al margen de la existencia, como si fuera algo inútil respecto al desarrollo concreto de la vida de los hombres. El fracaso de este modo de vivir «como si Dios no existiera» está ahora a la vista de todos.
Hoy se necesita redescubrir que Jesucristo no es una simple convicción privada o una doctrina abstracta, sino una persona real cuya entrada en la historia es capaz de renovar la vida de todos. Por eso la Eucaristía, como fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, se tiene que traducir en espiritualidad, en vida «según el Espíritu» (cf. Rm 8,4 s.;. Ga 5,16.25). Resulta significativo que san Pablo, en el pasaje de la Carta a los Romanos en que invita a vivir el nuevo culto espiritual, menciona al mismo tiempo la necesidad de cambiar el propio modo de vivir y pensar: «Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto» (12,2). De esta manera, el Apóstol de las gentes subraya la relación entre el verdadero culto espiritual y la necesidad de entender de un modo nuevo la vida y vivirla. La renovación de la mentalidad es parte integrante de la forma eucarística de la vida cristiana, «para que ya no seamos niños sacudidos por las olas y llevados al retortero por todo viento de doctrina» (Ef 4,14).
Eucaristía y evangelización de las culturas
78. De todo lo expuesto se desprende que el Misterio eucarístico nos hace entrar en diálogo con las diferentes culturas, aunque en cierto sentido también las desafía [217]. Se ha de reconocer el carácter intercultural de este nuevo culto, de esta logiké latreía. La presencia de Jesucristo y la efusión del Espíritu Santo son acontecimientos que pueden confrontarse siempre con cada realidad cultural, para fermentarla evangélicamente. Por consiguiente, esto comporta el compromiso de promover con convicción la evangelización de las culturas, con la conciencia de que el mismo Cristo es la verdad de todo hombre y de toda la historia humana. La Eucaristía se convierte en criterio de valorización de todo lo que el cristiano encuentra en las diferentes expresiones culturales. En este importante proceso podemos escuchar las muy significativas palabras de san Pablo que, en su primera Carta a los Tesalonicenses, exhorta: «examinadlo todo, quedándoos con lo bueno» (5,21).
Eucaristía y fieles laicos
79. En Cristo, Cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo, todos los cristianos forman «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa» (1 P 2,9). La Eucaristía, como misterio que se ha de vivir, se ofrece a cada persona en la condición en que se encuentra, haciendo que viva cotidianamente la novedad cristiana en su situación existencial. Puesto que el Sacrificio eucarístico alimenta y acrecienta en nosotros lo que ya se nos ha dado en el Bautismo, por el cual todos estamos llamados a la santidad [218], esto debería aflorar y manifestarse también en las situaciones o estados de vida en que se encuentra cada cristiano. Éste, viviendo la propia vida como vocación, se convierte día tras día en culto agradable a Dios. Ya desde la reunión litúrgica, el Sacramento de la Eucaristía nos compromete en la realidad cotidiana para que todo se haga para gloria de Dios.
Puesto que el mundo es «el campo» (Mt 13,38) en el que Dios pone a sus hijos como buena semilla, los laicos cristianos, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, y fortalecidos por la Eucaristía, están llamados a vivir la novedad radical traída por Cristo precisamente en las condiciones comunes de la vida [219]. Han de cultivar el deseo de que la Eucaristía influya cada vez más profundamente en su vida cotidiana, convirtiéndolos en testigos visibles en su propio ambiente de trabajo y en toda la sociedad [220]. Animo de modo particular a las familias para que este Sacramento sea fuente de fuerza e inspiración. El amor entre el hombre y la mujer, la acogida de la vida y la tarea educativa se revelan como ámbitos privilegiados en los que la Eucaristía puede mostrar su capacidad de transformar la existencia y llenarla de sentido [221]. Los Pastores siempre han de apoyar, educar y animar a los fieles laicos a vivir plenamente su propia vocación a la santidad en el mundo, al que Dios ha amado tanto que le ha entregado a su Hijo para que se salve por Él (cf. Jn 3,16).
Eucaristía y espiritualidad sacerdotal
80. La forma eucarística de la existencia cristiana se manifiesta de modo particular en el estado de vida sacerdotal. La espiritualidad sacerdotal es intrínsecamente eucarística. La semilla de esta espiritualidad se puede encontrar ya en las palabras que el Obispo pronuncia en la liturgia de la Ordenación: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor» [222]. El sacerdote, para dar a su vida una forma eucarística cada vez más plena, ya en el período de formación y luego en los años sucesivos, ha de dedicar tiempo a la vida espiritual [223]. Él está llamado a ser siempre un auténtico buscador de Dios, permaneciendo al mismo tiempo cercano a las preocupaciones de los hombres. Una vida espiritual intensa le permitirá entrar más profundamente en comunión con el Señor y le ayudará a dejarse ganar por el amor de Dios, siendo su testigo en todas las circunstancias, aunque sean difíciles y sombrías. Por esto, junto con los Padres del Sínodo, recomiendo a los sacerdotes «la celebración cotidiana de la santa Misa, aun cuando no hubiera participación de fieles» [224]. Esta recomendación está en consonancia ante todo con el valor objetivamente infinito de cada Celebración eucarística; y, además, está motivado por su singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la conformación con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación.
Eucaristía y vida consagrada
81. En el contexto de la relación entre la Eucaristía y las diversas vocaciones eclesiales resplandece de modo particular «el testimonio profético de las consagradas y de los consagrados, que encuentran en la Celebración eucarística y en la adoración la fuerza para el seguimiento radical de Cristo obediente, pobre y casto» [225]. Los consagrados y las consagradas, incluso desempeñando muchos servicios en el campo de la formación humana y en la atención a los pobres, en la enseñanza o en la asistencia a los enfermos, saben que el objetivo principal de su vida es «la contemplación de las cosas divinas y la unión asidua con Dios» [226]. La contribución esencial que la Iglesia espera de la vida consagrada es más en el orden del ser que en el del hacer. En este contexto, quisiera subrayar la importancia del testimonio virginal precisamente en relación con el misterio de la Eucaristía. En efecto, además de la relación con el celibato sacerdotal, el Misterio eucarístico manifiesta una relación intrínseca con la virginidad consagrada, ya que es expresión de la consagración exclusiva de la Iglesia a Cristo, que ella con fidelidad radical y fecunda acoge como a su Esposo [227]. La virginidad consagrada encuentra en la Eucaristía inspiración y alimento para su entrega total a Cristo. Además, en la Eucaristía obtiene consuelo e impulso para ser, también en nuestro tiempo, signo del amor gratuito y fecundo de Dios para con la humanidad. A través de su testimonio específico, la vida consagrada se convierte objetivamente en referencia y anticipación de aquellas «bodas del Cordero» (Ap 19,7-9), meta de toda la historia de la salvación. En este sentido, es una llamada eficaz al horizonte escatológico que todo hombre necesita para poder orientar sus propias opciones y decisiones de vida.
Eucaristía y transformación moral
82. Descubrir la belleza de la forma eucarística de la vida cristiana nos lleva a reflexionar también sobre la fuerza moral que dicha forma produce para defender la auténtica libertad de los hijos de Dios. Con esto deseo recordar una temática surgida en el Sínodo sobre la relación entre forma eucarística de la vida y transformación moral. El Papa Juan Pablo II afirmaba que la vida moral «posee el valor de un culto espiritual'' (Rm 12,1; cf. Flp 3,3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de santidad y glorificación de Dios que son los sacramentos, especialmente la Eucaristía; en efecto, participando en el sacrificio de la Cruz, el cristiano comulga con el amor de donación de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida» [228]. En definitiva, «en el culto'' mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amado y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma» [229].
Esta referencia al valor moral del culto espiritual no se ha de interpretar en clave moralista. Es ante todo el gozoso descubrimiento del dinamismo del amor en el corazón que acoge el don del Señor, se abandona a Él y encuentra la verdadera libertad. La transformación moral que comporta el nuevo culto instituido por Cristo, es una tensión y un deseo cordial de corresponder al amor del Señor con todo el propio ser, no obstante la conciencia de la propia fragilidad. Todo esto está bien reflejado en el relato evangélico de Zaqueo (cf. Lc 19,1-10). Después de haber hospedado a Jesús en su casa, el publicano se ve completamente transformado: decide dar la mitad de sus bienes a los pobres y devuelve cuatro veces más a quienes había robado. El impulso moral, que nace de acoger a Jesús en nuestra vida, brota de la gratitud por haber experimentado la inmerecida cercanía del Señor.
Coherencia eucarística
83. Es importante notar lo que los Padres sinodales han denominado coherencia eucarística, a la cual está llamada objetivamente nuestra vida. En efecto, el culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas [230]. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana [231]. Esto tiene además una relación objetiva con la Eucaristía (cf. 1 Co 11,27-29). Los Obispos han de llamar constantemente la atención sobre estos valores. Ello es parte de su responsabilidad para con la grey que se les ha confiado [232].
Eucaristía, misterio que se ha de anunciar
Eucaristía y misión
84. En la homilía durante la Celebración eucarística con la que he iniciado solemnemente mi ministerio en la Cátedra de Pedro, decía: «Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él» [233]. Esta afirmación asume una mayor intensidad si pensamos en el Misterio eucarístico. En efecto, no podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión: «Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera» [234].
También nosotros podemos decir a nuestros hermanos con convicción: «Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros» (1 Jn 1,3). Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a los demás. Además, la institución misma de la Eucaristía anticipa lo que es el corazón de la misión de Jesús: Él es el enviado del Padre para la redención del mundo (cf. Jn 3,16-17; Rm 8,32). En la última Cena Jesús confía a sus discípulos el Sacramento que actualiza el sacrificio que Él ha hecho de sí mismo en obediencia al Padre para la salvación de todos nosotros. No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana.
Eucaristía y testimonio
85. La misión primera y fundamental que recibimos de los santos Misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra vida. El asombro por el don que Dios nos ha hecho en Cristo imprime en nuestra vida un dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el testimonio es el medio con el que la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical. En el testimonio Dios, por así decir, se expone al riesgo de la libertad del hombre. Jesús mismo es el testigo fiel y veraz (cf. Ap 1,5; 3,14); ha venido para dar testimonio de la verdad (cf. Jn 18,37). Con estas reflexiones deseo recordar un concepto muy querido por los primeros cristianos, pero que también nos afecta a nosotros, cristianos de hoy: el testimonio hasta el don de sí mismos, hasta el martirio, ha sido considerado siempre en la historia de la Iglesia como la cumbre del nuevo culto espiritual: «Presentar vuestros cuerpos» (Rm 12,1). Se puede recordar, por ejemplo, el relato del martirio de san Policarpo de Esmirna, discípulo de san Juan: todo el acontecimiento dramático es descrito como una liturgia, más aún como si el mártir mismo se convirtiera en Eucaristía [235]. Pensemos también en la conciencia eucarística que Ignacio de Antioquía expresa ante su martirio: él se considera « trigo de Dios » y desea llegar a ser en el martirio «pan puro de Cristo» [236]. El cristiano que ofrece su vida en el martirio entra en plena comunión con la Pascua de Jesucristo y así se convierte con Él en Eucaristía. Tampoco faltan hoy en la Iglesia mártires en los que se manifiesta de modo supremo el amor de Dios. Sin embargo, aun cuando no se requiera la prueba del martirio, sabemos que el culto agradable a Dios implica también interiormente esta disponibilidad [237], y se manifiesta en el testimonio alegre y convencido ante el mundo de una vida cristiana coherente allí donde el Señor nos llama a anunciarlo.
Jesucristo, único Salvador
86. Subrayar la relación intrínseca entre Eucaristía y misión nos ayuda a redescubrir también el contenido último de nuestro anuncio. Cuanto más vivo sea el amor por la Eucaristía en el corazón del pueblo cristiano, tanto más clara tendrá la tarea de la misión: llevar a Cristo. No es sólo una idea o una ética inspirada en Él, sino el don de su misma Persona. Quien no comunica la verdad del Amor al hermano no ha dado todavía bastante. La Eucaristía, como sacramento de nuestra salvación, nos lleva a considerar de modo ineludible la unicidad de Cristo y de la salvación realizada por Él a precio de su sangre. Por tanto, la exigencia de educar constantemente a todos al trabajo misionero, cuyo centro es el anuncio de Jesús, único Salvador, surge del Misterio eucarístico, creído y celebrado [238]. Así se evitará que se reduzca a una interpretación meramente sociológica la decisiva obra de promoción humana que comporta siempre todo auténtico proceso de evangelización.
Libertad de culto
87. En este contexto, deseo hablar de lo que los Padres han afirmado durante la asamblea sinodal sobre las graves dificultades que afectan a la misión de aquellas comunidades cristianas que viven en condiciones de minoría o incluso privadas de la libertad religiosa [239]. Realmente debemos dar gracias al Señor por todos los Obispos, sacerdotes, personas consagradas y laicos, que se esfuerzan por anunciar el Evangelio y viven su fe arriesgando la propia vida. En muchas regiones del mundo el mero hecho de ir a la Iglesia es un testimonio heroico que expone a las personas a la marginación y a la violencia. En esta ocasión, deseo confirmar también la solidaridad de toda la Iglesia con los que sufren por la falta de libertad de culto. Allí dónde falta la libertad religiosa, lo sabemos, falta en definitiva la libertad más significativa, ya que en la fe el hombre expresa su íntima convicción sobre el sentido último de su propia vida. Pidamos, pues, que aumenten los espacios de libertad religiosa en todos los Estados, para que los cristianos, así como también los miembros de otras religiones, puedan vivir personal y comunitariamente sus convicciones libremente.
Eucaristía, misterio que se ha de ofrecer al mundo
Eucaristía: pan partido para la vida del mundo
88. «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,51). Con estas palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de la propia vida por todos los hombres y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene por cada persona. En efecto, los Evangelios nos narran muchas veces los sentimientos de Jesús por los hombres, de modo especial por los que sufren y los pecadores (cf. Mt 20,34; Mc 6,54; Lc 9,41). Mediante un sentimiento profundamente humano, Él expresa la intención salvadora de Dios para todos los hombres, a fin de que lleguen a la vida verdadera.
Cada celebración eucarística actualiza sacramentalmente el don de la propia vida que Jesús ha hecho en la Cruz por nosotros y por el mundo entero. Al mismo tiempo, en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo, que «consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo» [240].
De ese modo, en las personas que encuentro reconozco a hermanos y hermanas por los que el Señor ha dado su vida amándolos «hasta el extremo» (Jn 13,1). Por consiguiente, nuestras comunidades, cuando celebran la Eucaristía, han de ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos y que, por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse «pan partido» para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno. Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona: «dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). En verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo.
Implicaciones sociales del Misterio eucarístico
89. La unión con Cristo que se realiza en el Sacramento nos capacita también para nuevos tipos de relaciones sociales: «la mística'' del Sacramento tiene un carácter social». En efecto, «la unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán» [241]. A este respecto, hay que explicitar la relación entre Misterio eucarístico y compromiso social. La Eucaristía es sacramento de comunión entre hermanos y hermanas que aceptan reconciliarse en Cristo, el cual ha hecho de judíos y paganos un pueblo solo, derribando el muro de enemistad que los separaba (cf. Ef 2,14). Sólo esta constante tensión hacia la reconciliación permite comulgar dignamente con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (cf. Mt 5,23- 24) [242]. Cristo, por el memorial de su sacrificio, refuerza la comunión entre los hermanos y, de modo particular, apremia a los que están enfrentados para que aceleren su reconciliación abriéndose al diálogo y al compromiso por la justicia. No hay duda de que las condiciones para establecer una paz verdadera son la restauración de la justicia, la reconciliación y el perdón [243]. De esta toma de conciencia nace la voluntad de transformar también las estructuras injustas para restablecer el respeto de la dignidad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. La Eucaristía, a través de la puesta en práctica de este compromiso, transforma en vida lo que ella significa en la celebración. Como he tenido ocasión de afirmar, la Iglesia no tiene como tarea propia emprender una batalla política para realizar la sociedad más justa posible; sin embargo, tampoco puede ni debe quedarse al margen de la lucha por la justicia. La Iglesia «debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar» [244].
En la perspectiva de la responsabilidad social de todos los cristianos, los Padres sinodales han recordado que el sacrificio de Cristo es misterio de liberación que nos interpela y provoca continuamente. Dirijo por tanto una llamada a todos los fieles para que sean realmente operadores de paz y de justicia: «En efecto, quien participa en la Eucaristía ha de empeñarse en construir la paz en nuestro mundo marcado por tantas violencias y guerras, y de modo particular hoy, por el terrorismo, la corrupción económica y la explotación sexual» [245]. Todos estos problemas, que a su vez engendran otros fenómenos degradantes, son los que despiertan viva preocupación. Sabemos que estas situaciones no se pueden afrontar de un manera superficial. Precisamente, gracias al Misterio que celebramos, deben denunciarse las circunstancias que van contra la dignidad del hombre, por el cual Cristo ha derramado su sangre, afirmando así el valor tan alto de cada persona.
El alimento de la verdad y la indigencia del hombre
90. No podemos permanecer pasivos ante ciertos procesos de globalización que con frecuencia hacen crecer desmesuradamente en todo el mundo la diferencia entre ricos y pobres. Debemos denunciar a quien derrocha las riquezas de la tierra, provocando desigualdades que claman al cielo (cf. St 5,4). Por ejemplo, es imposible permanecer callados ante «las imágenes sobrecogedoras de los grandes campos de prófugos o de refugiados en muchas partes del mundo acogidos en precarias condiciones para librarse de una suerte peor, pero necesitados de todo. Estos seres humanos, ¿no son nuestros hermanos y hermanas? ¿Acaso sus hijos no vienen al mundo con las mismas esperanzas legítimas de felicidad que los demás?» [246]. El Señor Jesús, Pan de vida eterna, nos apremia y nos hace estar atentos a las situaciones de pobreza en que se halla todavía gran parte de la humanidad: son situaciones cuya causa implica a menudo un clara e inquietante responsabilidad por parte de los hombres. En efecto, «se puede afirmar, sobre la base de datos estadísticos disponibles, que menos de la mitad de las ingentes sumas destinadas globalmente a armamento sería más que suficiente para sacar de manera estable de la indigencia al inmenso ejército de los pobres. Esto interpela a la conciencia humana. Nuestro común compromiso por la verdad puede y tiene que dar nueva esperanza a estas poblaciones que viven bajo el umbral de la pobreza, mucho más a causa de situaciones que dependen de las relaciones internacionales políticas, comerciales y culturales, que por circunstancias incontroladas» [247].
El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las situaciones indignas del hombre, en las que a causa de la injusticia y la explotación se muere por falta de comida, y nos da nueva fuerza y ánimo para trabajar sin descanso en la construcción de la civilización del amor. Los cristianos han procurado desde el principio compartir sus bienes (cf. Hch 4,32) y ayudar a los pobres (cf. Rm 15,26). La colecta en las asambleas litúrgicas no sólo nos lo recuerda expresamente, sino que es también una necesidad muy actual. Las instituciones eclesiales de beneficencia, en particular Caritas en sus diversos ámbitos, desarrollan el precioso servicio de ayudar a las personas necesitadas, sobre todo a los más pobres. Estas instituciones, inspirándose en la Eucaristía, que es el sacramento de la caridad, se convierten en su expresión concreta; por ello merecen todo encomio y estímulo por su compromiso solidario en el mundo.
Doctrina social de la Iglesia
91. El misterio de la Eucaristía nos capacita e impulsa a un trabajo audaz en las estructuras de este mundo para llevarles aquel tipo de relaciones nuevas, que tiene su fuente inagotable en el don de Dios. La oración que repetimos en cada santa Misa: «Danos hoy nuestro pan de cada día», nos obliga a hacer todo lo posible, en colaboración con las instituciones internacionales, estatales o privadas, para que cese o al menos disminuya en el mundo el escándalo del hambre y de la desnutrición que sufren tantos millones de personas, especialmente en los países en vías de desarrollo. El cristiano laico en particular, formado en la escuela de la Eucaristía, está llamado a asumir directamente la propia responsabilidad política y social. Para que pueda desempeñar adecuadamente sus cometidos hay que prepararlo mediante una educación concreta a la caridad y a la justicia. Por eso, como ha pedido el Sínodo, es necesario promover la doctrina social de la Iglesia y darla a conocer en las diócesis y en las comunidades cristianas [248]. En este precioso patrimonio, procedente de la más antigua tradición eclesial, encontramos los elementos que orientan con profunda sabiduría el comportamiento de los cristianos ante las cuestiones sociales candentes. Esta doctrina, madurada durante toda la historia de la Iglesia, se caracteriza por el realismo y el equilibrio, ayudando así a evitar compromisos equívocos o utopías ilusorias.
Santificación del mundo y salvaguardia de la creación
92. Para desarrollar una profunda espiritualidad eucarística que pueda incidir también de manera significativa en el campo social, se requiere que el pueblo cristiano tenga conciencia de que, al dar gracias por medio de la Eucaristía, lo hace en nombre de toda la creación, aspirando así a la santificación del mundo y trabajando intensamente para tal fin [249]. La Eucaristía misma proyecta una luz intensa sobre la historia humana y sobre todo el cosmos. En esta perspectiva sacramental aprendemos, día a día, que todo acontecimiento eclesial tiene carácter de signo, mediante el cual Dios se comunica a sí mismo y nos interpela. De esta manera, la forma eucarística de la vida puede favorecer verdaderamente un auténtico cambio de mentalidad en el modo de ver la historia y el mundo. La liturgia misma nos educa a todo esto cuando, durante la presentación de las ofrendas, el sacerdote dirige a Dios una oración de bendición y de petición sobre el pan y el vino, «fruto de la tierra», «de la vid» y del «trabajo del hombre». Con estas palabras, además de incluir en la ofrenda a Dios toda la actividad y el esfuerzo humano, el rito nos lleva a considerar la tierra como creación de Dios, que produce todo lo necesario para nuestro sustento. La creación no es una realidad neutral, mera materia que se puede utilizar indiferentemente siguiendo el instinto humano. Más bien forma parte del plan bondadoso de Dios, por el que todos nosotros estamos llamados a ser hijos e hijas en el Unigénito de Dios, Jesucristo (cf. Ef 1,4-12). La fundada preocupación por las condiciones ecológicas en que se encuentra la creación en muchas partes del mundo encuentra motivos de tranquilidad en la perspectiva de la esperanza cristiana, que nos compromete a actuar responsablemente en defensa de la creación [250]. En efecto, en la relación entre la Eucaristía y el universo descubrimos la unidad del plan de Dios y se nos invita a descubrir la relación profunda entre la creación y la «nueva creación», inaugurada con la resurrección de Cristo, nuevo Adán. En ella participamos ya desde ahora en virtud del Bautismo (cf. Col 2,12 s.), y así se le abre a nuestra vida cristiana, alimentada por la Eucaristía, la perspectiva del mundo nuevo, del nuevo cielo y de la nueva tierra, donde la nueva Jerusalén baja del cielo, desde Dios, «ataviada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21,2).
Utilidad de un Compendio eucarístico
93. Al final de estas reflexiones, en las que he querido fijarme en las orientaciones surgidas en el Sínodo, deseo acoger también una petición que hicieron los Padres para ayudar al pueblo cristiano a creer, celebrar y vivir cada vez mejor el Misterio eucarístico. Preparado por los Dicasterios competentes se publicará un Compendio que recogerá textos del Catecismo de la Iglesia Católica, oraciones y explicaciones de las Plegarias Eucarísticas del Misal, así como todo lo que pueda ser útil para la correcta comprensión, celebración y adoración del Sacramento del altar [251]. Espero que este instrumento ayude a que el memorial de la Pascua del Señor se convierta cada vez más en fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia. Esto impulsará a cada fiel a hacer de su propia vida un verdadero culto espiritual.
CONCLUSIÓN
94. Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es el origen de toda forma de santidad, y todos nosotros estamos llamados a la plenitud de vida en el Espíritu Santo. ¡Cuántos santos han hecho auténtica la propia vida gracias a su piedad eucarística! Desde san Ignacio de Antioquía a san Agustín, de san Antonio Abad a san Benito, de san Francisco de Asís a santo Tomás de Aquino, de santa Clara de Asís a santa Catalina de Siena, de san Pascual Bailón a san Pedro Julián Eymard, de san Alfonso María de Ligorio al beato Carlos de Foucauld, de san Juan María Vianney a santa Teresa de Lisieux, de san Pío de Pietrelcina a la beata Teresa de Calcuta, del beato Piergiorgio Frassati al beato Iván Mertz, sólo por citar algunos de los numerosos nombres. La santidad ha tenido siempre su centro en el sacramento de la Eucaristía.
Por eso, es necesario que en la Iglesia se crea realmente, se celebre con devoción y se viva intensamente este santo Misterio. El don de sí mismo que Jesús hace en el Sacramento memorial de su pasión, nos asegura que el culmen de nuestra vida está en la participación en la vida trinitaria, que en Él se nos ofrece de manera definitiva y eficaz. La celebración y adoración de la Eucaristía nos permiten acercarnos al amor de Dios y adherirnos personalmente a él hasta unirnos con el Señor amado. El ofrecimiento de nuestra vida, la comunión con toda la comunidad de los creyentes y la solidaridad con cada hombre, son aspectos imprescindibles de la logiké latreía, del culto espiritual, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1), en el que toda nuestra realidad humana concreta se transforma para su gloria. Invito, pues, a todos los pastores a poner la máxima atención en la promoción de una espiritualidad cristiana auténticamente eucarística. Que los presbíteros, los diáconos y todos los que desempeñan un ministerio eucarístico, reciban siempre de estos mismos servicios, realizados con esmero y preparación constante, fuerza y estímulo para el propio camino personal y comunitario de santificación. Exhorto a todos los laicos, en particular a las familias, a encontrar continuamente en el Sacramento del amor de Cristo la fuerza para transformar la propia vida en un signo auténtico de la presencia del Señor resucitado. Pido a todos los consagrados y consagradas que manifiesten con su propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer totalmente al Señor.
95. A principios del s. IV, el culto cristiano estaba todavía prohibido por las autoridades imperiales. Algunos cristianos del Norte de África, que se sentían en la obligación de celebrar el día del Señor, desafiaron la prohibición. Fueron martirizados mientras declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: sine dominico non possumus [252]. Que estos mártires de Abitinia, junto con muchos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el centro de su vida, intercedan por nosotros y nos enseñen la fidelidad al encuentro con Cristo resucitado. Nosotros tampoco podemos vivir sin participar en el Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día del Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva. ¿Qué tiene de extraño que deseemos vivir cada día según la novedad introducida por Cristo con el misterio de la Eucaristía?
96. Que María Santísima, Virgen inmaculada, arca de la nueva y eterna alianza, nos acompañe en este camino al encuentro del Señor que viene. En Ella encontramos la esencia de la Iglesia realizada del modo más perfecto. La Iglesia ve en María, «Mujer eucarística» como la ha llamado el Siervo de Dios Juan Pablo II [253], su icono más logrado, y la contempla como modelo insustituible de vida eucarística. Por eso, en presencia del «verum Corpus natum de Maria Virgine» sobre el altar, el sacerdote, en nombre de la asamblea litúrgica, afirma con las palabras del canon: «Veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor» [254]. Su santo nombre se invoca y venera también en los cánones de las tradiciones cristianas orientales. Los fieles, por su parte, «encomiendan a María, Madre de la Iglesia, su vida y su trabajo. Esforzándose por tener los mismos sentimientos de María, ayudan a toda la comunidad a vivir como ofrenda viva, agradable al Padre» [255]. Ella es la Tota pulchra, Toda hermosa, ya que en Ella brilla el resplandor de la gloria de Dios. La belleza de la liturgia celestial, que debe reflejarse también en nuestras asambleas, tiene un fiel espejo en Ella. De Ella hemos de aprender a convertirnos en personas eucarísticas y eclesiales para poder presentarnos también nosotros, según la expresión de san Pablo, «inmaculados» ante el Señor, tal como Él nos ha querido desde el principio (cf. Col 1,21; Ef 1,4) [256].
97. Que el Espíritu Santo, por intercesión de la Santísima Virgen María, encienda en nosotros el mismo ardor que sintieron los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35), y renueve en nuestra vida el asombro eucarístico por el resplandor y la belleza que brillan en el rito litúrgico, signo eficaz de la belleza infinita propia del misterio santo de Dios. Aquellos discípulos se levantaron y volvieron de prisa a Jerusalén para compartir la alegría con los hermanos y hermanas en la fe. En efecto, la verdadera alegría está en reconocer que el Señor se queda entre nosotros, compañero fiel de nuestro camino. La Eucaristía nos hace descubrir que Cristo muerto y resucitado, se hace contemporáneo nuestro en el misterio de la Iglesia, su Cuerpo. Hemos sido hechos testigos de este misterio de amor. Deseemos ir llenos de alegría y admiración al encuentro de la santa Eucaristía, para experimentar y anunciar a los demás la verdad de la palabra con la que Jesús se despidió de sus discípulos: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta al fin del mundo» (Mt 28,20).
En Roma, junto a san Pedro, el 22 de Febrero, fiesta de la Cátedra del Apóstol san Pedro, del año 2007, segundo de mi Pontificado.
Notas
[1] Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 73, a. 3.
[2] In Iohannis Evangelium Tractatus, 26,5: PL 35, 1609.
[3] A los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe (10 febrero 2006): AAS 98 (2006), 255.
[4] Discurso a los participantes en la III reunión del XI Consejo Ordinario del Sínodo de los Obispos (1 junio 2006): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (9 junio 2006), p. 18.
[5] Cf. Propositio 2.
[6] Me refiero a la necesidad de una hermenéutica de la continuidad con referencia también a una correcta lectura del desarrollo litúrgico después del Concilio Vaticano II: cf. Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 44-45.
[7] Cf. AAS 97(2005), 337-352.
[8] Cf. Año de la Eucaristía. Sugerencias y propuestas (14 octubre 2004): L'Osservatore Romano (15 octubre 2004), Suplemento.
[9] Cf. AAS 95(2003), 433-475. Recuérdese también la Instrucción de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Redemptionis Sacramentum (25 marzo 2004): AAS 96 (2004), 549-601, querida expresamente por Juan Pablo II.
[10] Por recordar sólo los principales: Conc. Ecum. de Trento, Doctrina et canones de ss. Missae sacrificio, DS 1738-1759; León XIII, Carta enc. Mirae Caritatis (28 mayo 1902): ASS (1903), 115- 136, 115-136; Pío XII, Carta enc. Mediator Dei (20 noviembre 1947): AAS 39 (1947), 521-595; Pablo VI, Carta enc. Mysterium Fidei (3 septiembre 1965): AAS 57 (1965), 753-774; Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003): AAS 95(2003), 433-475; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Eucharisticum mysterium (25 mayo 1967): AAS 59 (1967), 539-573; Instr. Liturgiam authenticam (28 marzo 2001): AAS 93 (2001), 685-726.
[11] Cf. Propositio 1.
[12] N. 14: AAS 98 (2006), 229.
[13] Catecismo de la Iglesia Católica, 1327.
[14] Propositio 16.
[15] Homilía en la Misa de toma de posesión de la Cátedra de Roma (7 mayo 2005): AAS 97 (2005), 752.
[16] Cf. Propositio 4.
[17] De Trinitate, VIII, 8, 12: CCL 50, 287.
[18] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 12: AAS 98 (2006), 228.
[19] Cf. Propositio 3.
[20] Breviario Romano, Himno en el Oficio de lectura de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
[21] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 13: AAS 98 (2006), 228.
[22] Homilía en la explanada de Marienfeld (21 agosto 2005): AAS 97 (2005), 891-892.
[23] Cf. Propositio 3.
[24] Cf. Misal Romano, Plegaria Eucarística IV.
[25] Catequesis XXIII, 7: PG 33, 1114s.
[26] Cf. Sobre el sacerdocio, VI, 4: PG 48, 681.
[27] Ibíd., III, 4: PG 48, 642.
[28] Propositio 22.
[29] Cf. Propositio 42: « Este encuentro eucarístico se realiza en el Espíritu Santo que nos transforma y santifica. Él despierta en el discípulo la decidida voluntad de anunciar con audacia a los demás lo que se ha escuchado y vivido, para acompañarlos al mismo encuentro con Cristo. De este modo, el discípulo, enviado por la Iglesia, se abre a una misión sin fronteras ».
[30] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 3; véase, por ejemplo, S. Juan Crisóstomo, Catequesis 3,13-19: SC 50,174-177.
[31] Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 1: AAS 95(2003) 433.
[32] Ibíd., 21: AAS 95 (2003), 447.
[33] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 20: AAS 71 (1979), 309-316; Carta ap. Dominicae Cenae (24 febrero 1980), 4: AAS 72 (1980), 119-121.
[34] Cf. Propositio 5.
[35] Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 80, a. 4.
[36] N. 38: AAS 95 (2003), 458.
[37] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
[38] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, sobre algunos aspectos de la Iglesia como comunión (28 mayo 1992), 11: AAS 85 (1993), 844-845.
[39] Propositio 5: « El término "católico" expresa la universalidad que proviene de la unidad que la Eucaristía, que se celebra en cada Iglesia, favorece y edifica. En la Eucaristía, las Iglesias particulares tienen el papel de hacer visible en la Iglesia universal su propia unidad y su diversidad. Esta relación de amor fraterno deja entrever la comunión trinitaria. Los concilios y los sínodos expresan en la historia este aspecto fraterno de la Iglesia ».
[40] Cf. ibíd.
[41] Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5.
[42] Cf. Propositio 14.
[43] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
[44] De Orat. Dom., 23: PL 4, 553.
[45] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 48; cf. también ibíd., 9.
[46] Cf. Propositio 13.
[47] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 7.
[48] Cf. ibíd., 11; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 9.13.
[49] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dominicae Cenae (24 febrero 1980), 7: AAS 72 (1980), 124-127; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5.
[50] Cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 710.
[51] Cf. Rito de la iniciación cristiana de los adultos, Introd. gen., nn. 34-36.
[52] Cf. Rito del Bautismo de los niños, Introd. nn. 18-19.
[53] Cf. Propositio 15.
[54] Cf. Propositio 7. Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 36: AAS 95 (2003), 457-458.
[55] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 18: AAS 77 (1985), 224-228.
[56] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1385.
[57] A este respecto, se puede pensar en el Confiteor o en las palabras del sacerdote y de la asamblea antes de acercarse al altar: « Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme ». La liturgia prevé justamente algunas oraciones muy bellas para el sacerdote, transmitidas por la tradición y que le recuerdan la necesidad de ser perdonado, como, por ejemplo, las que se pronuncian en voz baja antes de invitar a los fieles a la comunión sacramental: « líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti ».
[58] Cf. S. Juan Damasceno, Sobre la recta fe, IV, 9: PG 94, 1124C; S. Gregorio Nacianceno, Discurso 39, 17: PG 36, 356A; Conc. Ecum. de Trento, Doctrina de sacramento paenitentiae, cap. 2: DS 1672.
[59] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 30: AAS 77 (1985), 256-257.
[60] Cf. Propositio 7.
[61]Cf. Juan Pablo II, Motu proprio Misericordia Dei (7 abril 2002): AAS 94 (2002), 452-459.
[62] Junto con los Padres sinodales, recuerdo que las celebraciones penitenciales no sacramentales, mencionadas en el ritual del sacramento de la Reconciliación, pueden ser útiles para aumentar el espíritu de conversión y de comunión en las comunidades cristianas, preparando así los corazones a la celebración del sacramento: cf. Propositio 7.
[63] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 508.
[64] Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina (1 enero 1967), Normae, n. 1: AAS 59 (1967), 21.
[65] Ibíd., 9: AAS 59 (1967), 18-19.
[66] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1499-1531.
[67] Ibíd., 1524.
[68] Cf. Propositio 44.
[69] Cf. Sínodo de los Obispos, II Asamblea General, Documento sobre el sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 noviembre 1971): AAS 63 (1971), 898-942.
[70] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 42-69: AAS 84 (1992), 729-778.
[71] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre algunas cuestiones concernientes al ministro de la Eucaristía Sacerdotium ministeriale (6 agosto 1983): AAS 75 (1983), 1001-1009.
[72] Catecismo de la Iglesia Católica, 1548.
[73] Ibíd., 1552.
[74] Cf. In Iohannis Evangelium Tractatus 123, 5: PL 35, 1967.
[75] Cf. Propositio 11.
[76] Cf. Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 16.
[77] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Sacerdotii nostri primordia (1 agosto 1959): AAS 51 (1959), 545-579; Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis coelibatus (24 junio 1967): AAS 59 (1967), 657-697; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 29: AAS 84 (1992), 703-705; Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana ( 22 diciembre 2006): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (29 diciembre 2006), p. 7.
[78] Cf. Propositio 11.
[79] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, 6; Código de Derecho Canónico, can. 241, § 1 y can. 1029; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 342, § 1 y can. 758; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992) 11.34.50: AAS 84 (1992), 673-675; 712-714; 746-748; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros Dives Ecclesiae (31 marzo 1994), 58: LEV, 1994, pp. 56-58; Congregación para la Educación Católica, Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional sobre las personas con tendencias homosexuales con vistas a su admisión al Seminario y a las Órdenes sagradas (4 noviembre 2005): AAS 97 (2005), 1007-1013.
[80] Cf. Propositio 12; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992) 41: AAS 84 (1992), 726-729.
[81] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 29.
[82] Cf. Propositio 38.
[83] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 57: AAS 74 (1982), 149-150.
[84] Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 26: AAS 80 (1988), 1715-1716.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica, 1617.
[86] Cf. Propositio 8.
[87] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
[88]Cf. Propositio 8.
[89] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988): AAS 80 (1988), 1653-1729; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y de la mujer en la Iglesia y en el mundo (31 mayo 2004): AAS 96 (2004), 671-687.
[90] Cf. Propositio 9.
[91] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1640.
[92] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 84: AAS 74 (1982), 184-186; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar Annus Internationalis Familiae (14 septiembre 1994): AAS 86 (1994), 974-979.
[93] Cf. Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, Instrucción sobre las normas que han de observarse en los tribunales eclesiásticos en las causas matrimoniales Dignitas connubii (25 enero 2005), Ciudad del Vaticano, 2005.
[94] Cf. Propositio 40.
[95] Discurso al Tribunal de la Rota Romana con ocasión de la inauguración del año judicial (28 enero 2006): AAS 98 (2006), 138.
[96] Cf. Propositio 40.
[97] Cf. ibíd.
[98] Cf. ibíd.
[99] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 48.
[100] Cf. Propositio 3.
[101] A este propósito, quisiera recordar las palabras llenas de esperanza y de consuelo de la Plegaria eucarística II: « Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos los que han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro ».
[102] Cf. Homilía (8 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 15-16.
[103] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 58.
[104] Propositio 4.
[105] Relatio post disceptationem, 4: L'Osservatore Romano (14 octubre 2005), p. 5.
[106] Cf. Serm. 1, 7; 11, 10; 22, 7; 29, 76: Sermones dominicales ad fidem codicum nunc denuo editi, Grottaferrata, 1977, pp.135, 209 s., 292 s., 337; Benedicto XVI, Mensaje a los Movimientos Eclesiales y a las Nuevas Comunidades (22 mayo 2006): AAS 98 (2006), 463.
[107] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[108] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.4.
[109] Propositio 33.
[110] Sermo 227, 1: PL 38, 1099.
[111] S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus, 21, 8: PL 35, 1568.
[112] Ibíd., 28,1: PL 35, 1622.
[113] Cf. Propositio 30. La santa Misa que la Iglesia celebra durante la semana, y a la que se invita a los fieles a participar, tiene también su paradigma en el día del Señor, el día de la resurrección de Cristo; Propositio 43.
[114] Cf. Propositio 2.
[115] Cf. Propositio 25.
[116] Cf. Propositio 19. La Propositio 25 especifica: « Una auténtica acción litúrgica expresa la sacralidad del Misterio eucarístico. Ésta debería reflejarse en las palabras y las acciones del sacerdote celebrante mientras intercede ante Dios, tanto con los fieles como por ellos ».
[117] Ordenación General del Misal Romano, 22; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 41; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo 2004), 19-25: AAS 96 (2004), 555-557.
[118] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos, 14; Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 41.
[119] Ordenación General del Misal Romano, 22.
[120] Cf. ibíd.
[121] Cf. Propositio 25.
[122] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 112-130.
[123] Cf. Propositio 27.
[124] Cf. ibíd.
[125] Con referencia a estos aspectos, es necesario atenerse fielmente a lo establecido en la Ordenación General del Misal Romano, 319-351.
[126] Cf. Ordenación General del Misal Romano, 39-41; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 112-118.
[127] Sermo 34, 1: PL 38, 210.
[128] Cf. Propositio 25: « Como todas las expresiones artísticas, también el canto debe armonizarse íntimamente con la liturgia y contribuir eficazmente a su finalidad, es decir, ha de expresar la fe, la oración, la admiración y el amor a Jesús presente en la Eucaristía ».
[129] Cf. Propositio 29.
[130] Cf. Propositio 36.
[131] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 116; Ordenación General del Misal Romano, 41.
[132] Ordenación General del Misal Romano, 28; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 56; Sagrada Congregación de Ritos, Instr. Eucharisticum Mysterium (25 mayo 1967), 3: AAS 57 (1967), 540-543.
[133] Cf. Propositio 18.
[134] Ibíd.
[135] Ordenación General del Misal Romano, 29.
[136] Cf. Juan Pablo II, Carta. enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 13: AAS 91 (1999), 15-16.
[137] S. Jerónimo, Comm. in Is., Prol.: PL 24, 17; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 25.
[138] Cf. Propositio 31.
[139] Cf. Ordenación General del Misal Romano, 29; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7.33.52.
[140] Propositio 19.
[141] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 52.
[142] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 21.
[143] Para este fin, el Sínodo ha exhortado a elaborar elementos pastorales basados en el leccionario trienal, que ayuden a unir intrínsecamente la proclamación de las lecturas previstas con la doctrina de la fe: cf. Propositio 19.
[144] Cf. Propositio 20.
[145] Ordenación General del Misal Romano, 78.
[146] Cf. ibíd. 78-79.
[147] Cf. Propositio 22.
[148] Ordenación General del Misal Romano, 79d.
[149] Ibíd. 79c.
[150] Teniendo en cuenta costumbres antiguas y venerables, así como los deseos manifestados por los Padres sinodales, he pedido a los Dicasterios competentes que estudien la posibilidad de colocar el rito de la paz en otro momento, por ejemplo, antes de la presentación de las ofrendas en el altar. Por lo demás, dicha opción recordaría de manera significativa la amonestación del Señor sobre la necesidad de reconciliarse antes de presentar cualquier ofrenda a Dios (cf. Mt 5,23 s.): cf. Propositio 23.
[151] Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo 2004), 80-96: AAS 96 (2004), 574-577.
[152] Cf. Propositio 34.
[153] Cf. Propositio 35.
[154] Cf. Propositio 24.
[155] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 14-20; 30 s.; 48 s.; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo 2004), 36-42: AAS 96 (2004), 561-564.
[156] N. 48.
[157] Ibíd.
[158] Cf. Congregación para el Clero y otros Dicasterios de la Curia Romana, Instr. Sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes, Ecclesiae de mysterio (15 agosto 1997): AAS 89 (1997), 852-877.
[159] Cf. Propositio 33.
[160] Ordenación General del Misal Romano, 92.
[161] Cf. ibíd., 94.
[162] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 24; Ordenación General del Misal Romano, nn. 95-111; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo 2004), 43-47: AAS 96 (2004), 564-566; Propositio 33: « Se han de introducir estos ministerios de acuerdo con un mandato específico y las exigencias reales de la comunidad que celebra. Las personas encargadas de estos servicios litúrgicos laicales han de ser elegidas con mucha atención, bien preparadas y acompañadas con una formación permanente. Su nombramiento ha de ser temporal. Dichas personas deben ser conocidas por la comunidad y recibir de ella el debido reconocimiento ».
[163] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 37-42.
[164] Cf. nn. 386-399.
[165] AAS 87 (1995), 288-314.
[166] Cf. Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 55-71; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America (22 enero 1999), 16.40.64.70-72: AAS 91 (1999), 752-753; 775-776; 799; 805-809; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 21s.: AAS 92 (2000), 482-487; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre 2001), 16: AAS 94 (2002), 382- 384; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Europa (28 junio 2003), 58- 60: AAS 95 (2003), 685-686.
[167] Cf. Propositio 26.
[168] Cf. Propositio 35; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 11.
[169] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1388; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 55.
[170] Cf. Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 34: AAS 95 (2003), 456.
[171] Así, por ejemplo, Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 80, a. 1,2; Sta. Teresa de Jesús, Camino de perfección, cap. 35. La doctrina ha sido confirmada con autoridad por el Concilio de Trento, sess. XIII, c. VIII.
[172] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 8: AAS 87 (1995), 925-926.
[173] Cf. Propositio 41; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 8,15; Juan Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 46: AAS 87 (1995), 948; Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 45-46: AAS 95 (2003), 463- 464; Código de Derecho Canónico, can. 844 §§ 3-4; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 671 §§ 3-4; Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, Directoire pour l'application des principes et des normes sur l'cuménisme (25 marzo 1993), 125, 129-131: AAS 85 (1993), 1087, 1088-1089.
[174] Cf. nn. 1398-1401.
[175] Cf. n. 293.
[176]Cf. Consejo Pontificio de las Comunicaciones Sociales, Instr. past. sobre las Comunicaciones Sociales en el 20º aniversario de la « Communio et progressio », Aetatis novae (22 febrero 1992): AAS 84 (1992), 447-468.
[177] Cf. Propositio 29.
[178] Cf. Propositio 44.
[179] Cf. Propositio 48.
[180] Este conocimiento se puede adquirir también en los años de formación de los candidatos al sacerdocio en el seminario mediante iniciativas apropiadas: cf. Propositio 45.
[181] Cf. Propositio 37.
[182] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 36 y 54.
[183] Propositio 36.
[184] Cf. ibíd.
[185] Cf. Propositio 32.
[186]Cf. Propositio 14.
[187] Propositio 19.
[188] Cf. Propositio 14.
[180] Cf. Homilía en las primeras Vísperas de Pentecostés (3 junio 2006): AAS 98 (2006), 509.
[190] Cf. Propositio 34.
[191] Enarrationes in Psalmos 98,9 CCL XXXIX 1385; cf. Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 44-45.
[192] Cf. Propositio 6.
[193] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 45.
[194] Cf. Propositio 6; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y liturgia (17 diciembre 2001), nn. 164-165, Ciudad del Vaticano 2002; Sagrada Congregación de Ritos, Instr. Eucharisticum Mysterium (25 mayo 1967): AAS 57 (1967), 539-573.
[195] Cf. Relatio post disceptationem, 11: L'Osservatore Romano (14 octubre 2005), p. 5.
[196]Cf. Propositio 28.
[197] Cf. n. 314.
[198] VII, 10, 16: PL 32, 742.
[199] Homilía en la Explanada de Marienfeld, (21 agosto 2005): AAS 97 (2005), 892; cf. Homilía en la Vigilia de Pentecostés (3 junio 2006): AAS 98 (2006), 505.
[200] Cf. Relatio post disceptationem, 6,47: L'Osservatore Romano (14 octubre 2005), pp. 5. 6; Propositio 43.
[201] De civitate Dei, X, 6: PL 41, 284.
[202] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1368.
[203] Cf. S. Ireneo, Contra las herejías IV, 20, 7: PG 7, 1037.
[204] A los Magnesios, 9,1-2: PG 5, 670.
[205] Cf. I Apología 67, 1-6; 66: PG 6, 430 s. 427. 430.
[206] Cf. Propositio 30.
[207] Cf. AAS 90 (1998), 713-766.
[208] Propositio 30.
[209] Homilía (19 marzo 2006): AAS 98 (2006), 324.
[210] Señala a este respecto el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 258: « El descanso abre al hombre, sujeto a la necesidad del trabajo, la perspectiva de una libertad más plena, la del Sábado eterno (cf. Hb 4,9-10). El descanso permite a los hombres recordar y revivir las obras de Dios, desde la Creación hasta la Redención, reconocerse a sí mismos como obra suya (cf. Ef 2,10), y dar gracias por su vida y su subsistencia a Él, que de ellas es el Autor ».
[211] Cf. Propositio 10.
[212] Cf. ibíd..
[213] Cf. Discurso a los obispos de la conferencia episcopal de Canadá Quebec en visita ad limina Apostolorum (11 mayo 2006): L'Osservatore Romano (12 mayo 2006), p. 5.
[214] N. 10: AAS 71(1979), 414-415.
[215] Audiencia general del 29 marzo 2006: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (31 marzo 2006), p. 16.
[216] Propositio 39.
[217] Cf. Relatio post disceptationem, 30: L'Osservatore Romano (14 octubre 2005), p. 6.
[218] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, 39-42.
[219] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 14.16: AAS 81 (1989), 409-413; 416-418.
[220] Cf. Propositio 39.
[221] Cf. ibíd.
[222] Pontifical Romano. Ordenación del Obispo, de Presbíteros y de Diáconos, Rito de la ordenación del presbítero, n. 150.
[223] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992),19-33; 70-81: AAS 84 (1992), 686-712; 778-800.
[224] Propositio 38.
[225] Propositio 39. Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 marzo 1996), 95: AAS 88 (1996), 470-471.
[226] Código de Derecho Canónico, can. 663, § 1.
[227] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 marzo 1996), 34: AAS 88 (1996), 407-408.
[228] Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 107: AAS 85 (1993), 1216-1217.
[229] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 14: AAS 98 (2006), 229.
[230] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995): AAS 87 (1995), 401-522; Benedicto XVI, Discurso a un congreso organizado por la Academia Pontificia para la vida (27 febrero 2006): AAS 98 (2006), 264-265.
[231] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunas cuestiones con respecto al comportamiento de los católicos en la vida política (24 noviembre 2002): AAS 95 (2004), 359-370.
[232] Cf. Propositio 46.
[233] AAS (2005), 711.
[234] Propositio 42.
[235] Cf. Martirio de Policarpo, XV, 1: PG 5, 1039. 1042.
[236] A los Romanos, IV,1: PG 5, 690.
[237]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, 42.
[238] Cf. Propositio 42; Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia Dominus Iesus (6 agosto 2000), 13-15: AAS 92 (2000), 754-755.
[239] Cf. Propositio 42.
[240]Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006), 232.
[241] Ibíd., n. 14.
[242] Durante la asamblea sinodal hemos escuchado conmovidos testimonios muy significativos acerca de la eficacia del sacramento en la obra de pacificación. Se afirma al respecto en la Propositio 49: « Gracias a las celebraciones eucarísticas, pueblos en conflicto se han podido reunir alrededor de la Palabra de Dios, escuchar su anuncio profético de reconciliación a través del perdón gratuito, recibir la gracia de la conversión que permite la comunión en el mismo pan y en el mismo cáliz ».
[243] Cf. Propositio 48.
[244] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006), 239.
[245] Propositio 48.
[246] Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (9 enero 2006), 28: AAS 98 (2006), 127.
[247] Ibíd.
[248] Cf. Propositio 48. A este respecto es muy útil el Compendio de la doctrina social de la Iglesia.
[249] Cf. Propositio 43.
[250] Cf. Propositio 47.
[251] Cf. Propositio 17.
[252] Acta SS. Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in Africa, 7. 9. 10: PL 8, 707.709-710.
[253] Cf. Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 53: AAS 95 (2003), 469.
[254] Plegaria Eucarística I (Canon Romano).
[255] Propositio 50.
[256] Cf. Homilía (8 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 15.
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