Nueva Revista, la publicación de Política, Cultura y Arte que preside y edita Antonio Fontán y que dirige Rafael Llano, publicó, en su número de julio-agosto, una interesantísima entrevista de Wolfgang Küpper al prestigioso catedrático de Filosofía Robert Spaemann. Fue emitida en el canal de radio alemán Alpha (Der Bildungskanal des Bayerische Rundfunks), el 22 de diciembre de 2000; el profesor José María Barrio Maestre la ha traducido al castellano. Alfa y Omega agradece a Nueva Revista la gentileza de permitirnos su publicación.
-Nació usted en Berlín en 1927 y se crió en Colonia. Estudió en Münster, München, París y en el Friburgo suizo. ¿En qué entorno creció?
Soy berlinés, pero mis padres se marcharon de Berlín cuando yo sólo tenía tres años. Mi padre era historiador del arte y colaborador de los Cuadernos socialistas mensuales. Nos mudamos a Colonia, y la época que más marcó mi carácter fue precisamente ésa. La época nazi y todo lo que pasaba, digámoslo así, en el otro bando fue impactante para mí. Mi vida transcurrió normalmente. Primero fui corrector de pruebas en la editorial Kohlhammer, de Stuttgart. Antes me había doctorado en Filosofía. Estudié Filosofía y, como materias complementarias, Romanística, Historia y Teología. En 1962, me habilité para enseñar Filosofía y Pedagogía. El mismo año obtuve una Cátedra en Stuttgart. Más tarde, sucedí a Gadamer en Heidelberg. Finalmente, fui, durante 20 años, profesor de Filosofía en München.
-Siempre me interesa comprender cómo encuentra alguien su camino hacia la filosofía. ¿De qué forma lo encontró usted? ¿Cómo consiguió armonizar la teología y la filosofía? ¿Por qué no se hizo teólogo?
También se podría plantear la pregunta a la inversa: ¿por qué razón debiera haber sido teólogo? Pero usted no deja de tener razón. En realidad, estuve pensando durante mucho tiempo en la posibilidad de ser teólogo. Sin embargo, quedé enganchado a la filosofía. Ya en mi época de Bachillerato, comencé a orientar mi interés en este sentido. Leía yo entonces las obras de Platón. Me influyó mucho cierto profesor de Colonia, que enseñaba alemán, griego y latín. En realidad, representó para mí la primera imagen del filósofo. Era un hombre que consiguió inmunizar a toda nuestra clase contra la ideología nazi. En aquel tiempo, tuve la ocasión de leer principalmente a Platón y a Kierkegaard. Fueron esos dos autores los primeros que estudié en el campo filosófico.
-¿Me equivoco al ver que en su filosofía ha asumido la tesis central que establece que el hombre ha sido instalado en la trascendencia?
Bueno, cada filósofo elabora su pensamiento a partir de determinadas experiencias básicas. La filosofía no comienza de la nada, sino que cada planteamiento se alimenta de experiencias. Naturalmente, también esto vale en mi caso. Si tales experiencias previas están marcadas por lo religioso, no puede evitarse que sean visibles de algún modo en la propia filosofía. Pero esto le ocurre a todo filósofo, pues incluso el solipsista, partidario de aquella frase de Hume: «Nunca damos un paso más allá de nosotros mismos», también ha realizado, de una forma muy ostensible, determinadas experiencias fundamentales. Tales experiencias básicas, en mi opinión, surgen de vivencias incompletas. Si usted habla de trascendencia en lo que respecta a mi filosofía, puedo decirle que con ese término no pienso, en principio, en nada religioso. Más bien pienso que el hombre está llamado a descubrirse a sí mismo en el otro; es decir, está situado en el mundo de manera que puede captar al otro, al mundo o a sí mismo como realidades extrasubjetivas. Yo no vivo solo en mi propia concha ni en el mundo de mis construcciones mentales, es decir, en una realidad virtual. En lugar de eso, yo diría que la apertura a la realidad es constitutiva para la razón. Esto es lo que, en primer término, entiendo por trascendencia.
-Pero si esos pensamientos se prolongan en dirección a una ética filosófica, se llega a la convicción de que el hombre no es capaz de autonomía moral, sino que debe recurrir a algo que está fuera de él mismo. ¿No estaría en tal caso esa trascendencia orientada más decididamente hacia la trascendencia teológica?
No, puesto que en primer lugar se trata del otro como otro, es decir, del otro como real. Yo no soy solamente mi idea o mi construcción mental de mí mismo. Supongamos que estamos navegando por el mar, y surge en el lejano horizonte otro barco, o un avión diminuto, tan minúsculo que parece casi no existir; sin embargo, razonablemente uno se da cuenta de que allá hay hombres, cada uno con su propio mundo interior. La ética consiste justamente en tomar nota práctica de esa realidad.
-¿Cómo ve usted lo que afirman los filósofos analíticos y empiristas: en concreto, la negación completa de la trascendencia y su marginación del discurso filosófico? Dicen que, aun cuando a alguien le pudiera personalmente ayudar la idea de la trascendencia, se le podría responder que, a pesar de ello, tal idea no juega papel alguno en el trabajo científico, ya que hay que proceder de manera puramente empírica y decididamente racional. ¿Cómo delimita usted su filosofía frente a esta actitud?
Yo diría que sólo están procediendo de manera empírica y no racional. Empíricos sí lo son en realidad: quienes están muy lejos son empíricamente muy pequeños, pero como ser racional sé que son igual de grandes que yo. Esta afirmación no es una afirmación empírica: esto lo sé de antemano, pero puedo posteriormente verificarlo de modo empírico: según me voy acercando a ellos, se me antojan más grandes. Pero aún sigue siendo verdad que se diferencian de mí. Mire, si usted tiene dolores, eso nunca será empírico para mí, porque son sus dolores y no los míos. Su dolor de muelas no me duele a mí. Si usted me lo cuenta, o yo me hago cargo de que usted tiene dolor de muelas, y si me tomo igualmente en serio el dolor de muelas de otra persona que el mío propio, aunque para mí no sea empírico, entonces estoy actuando como un ser responsable y racional, un ser que trasciende, que asimila como propio algo ajeno a sí mismo. Yo diría que los empiristas partidarios de la mencionada frase de Hume reducen la realidad a lo que puede percibirse inmediatamente por los sentidos. Esto no es racional ni responsable.
-Naturalmente, los empiristas saben, y al mismo tiempo se lo echan en cara a los teólogos, que, con su concepto de Dios, éstos abren un vacío teórico y lo utilizan, por así decirlo, únicamente como tabla de salvación. ¿Qué dice al respecto?
En primer término, deseo subrayar que las reflexiones que he hecho anteriormente no incluyen el concepto de Dios. La realidad del dolor o de la alegría del prójimo también puede ser real si soy un ateo. Alguien puede decir que para él eso no existe, y asegurar: Para mí sólo existe lo que vivo y experimento. Entonces yo diría: una persona que fuese consecuente con ese planteamiento resultaría tan amoral que sería preferible no tener nada que ver con ella. Si no puedo representar nada real para él, y si el mundo sólo se le antoja un sueño, entonces se excluye deliberadamente de la sociedad humana. Yo diría que la afirmación de la razón, básicamente, es la afirmación del mundo desde el punto de vista de la ley natural. Cualquier persona normal, de la calle, piensa así, gracias a Dios.
Un origen divino
-Usted diría, entonces, que la razón del hombre podría tener un origen divino...
Sí. Incluso pienso que estamos finalmente abocados a una alternativa: o se afirma que esa posición natural ante el mundo en la que lo otro y el otro son reales nos ha de llevar, en último término, a reconocer la existencia de Dios, precisamente en la experiencia del otro; o bien se destruye esa actitud natural desde la posición atea. Quizás debería explicar esto con más detalle. Cierto que el hombre es un ser natural: también él es animal o, aquilatando más, un mamífero. Igualmente podemos asumir que el hombre surgió en un determinado momento de la historia de los vivientes. En el desarrollo natural de la vida, no obstante, cada ser vivo es el centro de su propio mundo; se puede afirmar que se propaga y quizás, incluso, son los propios genes lo realmente egoísta. Pero el egoísmo es, en todo caso, lo que la razón ve en primer término. La cuestión es cómo se ha podido llegar a esto. ¿Se introduce en el hombre la razón súbitamente desde fuera? Aristóteles así lo estableció. Pero si queremos pensar en la razón como un producto de la evolución, y en la evolución como un proceso tras el cual se encontraría ya la razón -a saber, una razón divina-, entonces nos encontramos ante un enigma. Estamos ante la cuestión de cómo puede surgir de repente, en un proceso evolutivo, algo que ya no puede explicarse en modo alguno de forma evolutiva.
-¿Entonces sería ésta una cuestión que habría que dejar abierta?
Sí.
-O a la que puede intentarse una respuesta, como la que ofrecen, por ejemplo, los escritos de la Revelación contenidos en la Biblia. ¿Pueden constituir estos escritos para usted una ayuda como filósofo?
No creo que en este caso haya que recurrir a los escritos de la Revelación. Desde la Antigüedad griega existe una teología llamada natural. Esto quiere decir que la idea de Dios no llegó al mundo desde el principio a través de los escritos bíblicos. Tales escritos, por el contrario, enlazan con una tal conciencia natural de Dios. Basta recordar cómo, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, Pablo expone en el Areópago de Atenas un discurso sobre Cristo a los gentiles. Comienza enlazando con lo que los griegos ya sabían: «Yo os hablo de Aquel de quien vuestros poetas dijeron: En él vivimos, nos movemos y existimos». Pablo presupone que la gente tenía una idea clara de aquello que les hablaba. Después anuncia: «Y ese Dios se ha revelado...» Entonces, por primera vez, empieza la auténtica historia de la Revelación. Pero esto ya no quieren escucharlo los griegos, y le despiden. Por tanto, si la idea de Dios no existiera desde antes en el hombre, entonces los escritos de la Revelación caerían en el vacío, puesto que estarían hablando de la revelación de un ser del que nadie sabría lo que realmente significa.
-Existen, sin embargo, filósofos que a esa cuestión de la noción de Dios responden simplemente negando su posibilidad, o dejándola en suspenso, al sostener que sobre ella nada puede decirse, ya que no existen puntos de apoyo racionales que pudieran inducir a hablar de ese Dios. ¿Es para usted aceptable esta tesis, o se inclinaría por otra respuesta?
Estoy persuadido de la opinión contraria. En todo caso, creo que el discurso racional para llegar a la idea de Dios presenta hoy un camino distinto del que se daba en la Edad Media y en la Antigüedad. Las pruebas medievales de la existencia de Dios -por ejemplo, las famosas vías de Tomás de Aquino- albergan un supuesto tácito: presuponen todas la racionalidad, la inteligibilidad del mundo. Dan por sentado que el mundo posee una estructura racional que, por ejemplo, establece que nada sucede sin una causa suficiente. Sin embargo, este supuesto ha sido cuestionado en la Modernidad, en cierto modo por Kant, pero sobre todo por Nietzsche. Por eso Nietzsche es un pensador tan importante e interesante, ya que ha señalado que tal pensamiento de la racionalidad del mundo, es decir, la idea de que el mundo es accesible a la razón, posee un fundamento teológico. La Edad Media no lo había visto todavía de ese modo. Había afirmado que cada hombre puede darse cuenta de que el mundo es accesible a la razón y que de tal racionalidad del mundo puede deducirse la existencia de una razón original, y con ello la de un creador. Ahora bien, Nietzsche dice que esa idea de la racionalidad del mundo constituye ya de por sí un pensamiento teológico. Después de Nietzsche toda esta cuestión se ha reiterado. Tome usted como representante actual de esta tendencia a Michel Foucault, a quien cabe situar en esa línea, y que dijo en una ocasión: «No tenemos derecho a creer que el mundo pueda proporcionarnos un semblante legible». Pero si el mundo no nos proporciona una faz inteligible, entonces el discurso racional, pensándolo bien, no tiene sitio en el mundo de ninguna manera. Esto quiere decir que, cuando los hombres mantienen un diálogo racional, sólo entonces imaginan que lo hacen racionalmente. Lo mismo piensa Foucault cuando afirma que todo diálogo constituye un juego de poder. Según eso, cada cual intenta ser más fuerte que el otro. El pensamiento de que la razón sea un intermediario por el cual podemos informarnos de la realidad, de modo que uno pueda realmente comprender lo que el otro piensa, es rechazado por Foucault. Estas ideas también las rechaza Nietzsche, con el argumento de que tal teoría es exclusivamente teológica. Hay un pasaje de Nietzsche que dice lo siguiente: también los racionalistas, los librepensadores del siglo XIX, recibían sus luces de la fe de Platón, que igualmente era la de los cristianos, es decir, que Dios es la verdad y que la verdad tiene origen divino. Por el contrario, Nietzsche opina que eso es una fe de la que hemos de despedirnos. Así, Nietzsche no sólo niega la idea de Dios, sino también la idea de la razón. Por eso tenemos que renunciar, según él, a la idea de Dios y, al mismo tiempo, a la de la causalidad, la persona, e incluso a la idea de las cosas, puesto que las cosas son para él representaciones antropomórficas, representan unidades que en modo alguno existen en la realidad.
Pero volvamos a su pregunta sobre la accesibilidad de la idea de Dios. Me parece que, en nuestros días, no podemos conocer cómo se comporta la estructura racional del mundo y de la realidad del modo en que se hacía en la Edad Media para alcanzar la idea de Dios. En lugar de esto, tenemos que considerar hoy una relación recíprocamente condicionada. Nietzsche afirma: «La imagen que tenemos de nosotros mismos es una ilusión sistemática». Todo lo que nos dice la razón, todo lo que nos dice el lenguaje, constituye una ilusión sistemática. Hoy estamos, en mi opinión, ante la situación siguiente: o nos tomamos en serio como personas y nos creemos que, efectivamente, somos seres libres en el mundo, lo que por otra parte implica la idea de Dios, o, a la vez que anulamos esta idea, borramos también con ella la idea del hombre. Esto último es lo que pensaba Nietzsche, pensamiento que, con seguridad, tiene una consecuencia cierta. De ahí que, en mi opinión, hoy hemos de tener incluso más claro que en la Edad Media y que en la Antigüedad, que sobre la aceptación de la idea de Dios gravita un punto de opción que no se nos presenta simplemente como la conclusión de una prueba racional. No obstante, ésta es una opción que lo es tanto para la razón como para poder tomarnos en serio a nosotros mismos.
Eclipse de la libertad
-Dicha opción sobre el concepto de persona, ¿podría actuar asimismo como correctivo? ¿Podría llegar a ser necesaria en función de este papel?
¿Qué entiende usted por correctivo? ¿Correctivo de qué?
-¿Necesita el hombre un criterio corrector contra el abuso de su libertad? ¿Necesita la idea de Dios como correctivo para confrontar con ella su autoposición como persona?
Bien. Se puede considerar en el sentido de que ha de corregirse un determinado concepto de libertad. Ante todo, pienso que el eclipse de la idea de Dios supondría al mismo tiempo el de la idea de la libertad. Por eso pienso que no se trata tanto de un corregir la idea de libertad, como de fundamentarla. También puede usted ver cómo se niega la idea de libertad en el materialismo moderno. De acuerdo con él, el hombre no es libre. Lo más sorprendente de esto es que quienes discuten la libertad del hombre en el campo de la teoría, de la ontología y de la ciencia, en la práctica proclaman con énfasis esa libertad, al tiempo que reclaman para sí una autonomía ilimitada y una ilimitada autorrealización, si bien insisten por otro lado en que el hombre no es libre. Por el contrario, me parece que la idea de Dios es la que funda la idea de libertad, es decir, la que conduce a ella y a que el hombre se reconozca como un ser libre y responsable. Así, la libertad se impregna al mismo tiempo de un determinado contenido. Esa libertad no se realiza de modo que el hombre desarrolle simplemente su inclinación natural al dominio del entorno, a la autorrealización, etc., a costa de todos los demás. En lugar de esto, sabe que reconocer la libertad del otro constituye un momento integrador de la propia libertad. Creo que esto está asentado precisamente en la idea de Dios.
-¿No residirá también ahí la clave de la crisis de la posmodernidad? Hablamos de la crisis de la idea de Dios que hoy se detecta. ¿Es ésa la clave de que hayamos llegado a tal crisis de la posmodernidad, y por qué nos peleamos tanto sobre esto, y discutimos a veces hasta perder el sentido de la medida?
Bueno, ¿qué es lo que se entiende por crisis de la posmodernidad? La posmodernidad es ella misma la crisis.
-¿Cabe pensar que una ayuda, una salida al problema estribaría en que la ciencia renuncie a esa pretensión de dominio y de totalidad?¿Cómo podemos salir de este dilema?
En la actualidad, ésta es la cuestión más difícil. Puede decirse que la creciente falta de objetividad, la sustitución de la realidad por su simulación, el intento de comprender la vida partiendo de su simulación, constituye aún un proceso natural. Desde el principio, el hombre se esfuerza por afianzarse en un mundo que le es hostil, y, como ha señalado Gehlen, frente a él se ve con pocos recursos. De ahí que trate de desarrollar instrumentos de dominio. Esto es, en cierto modo, necesario y razonable. Pero, en mi opinión, hoy hemos llegado a un punto en el que ese desarrollo natural cambia bruscamente: ya no constituye un instrumento para la liberación del hombre, sino que se convierte en un proceso en el que el hombre mismo se vuelve tan poco objetivo que ya no queda posibilidad alguna de libertad. Se pregunta qué podría hacerse en tal situación. Creo que sólo unas pocas cosas pueden seguir ayudándonos.
-¿Qué papel juegan aquí las Iglesias? Si volvemos a referirnos a la idea de Dios, ¿son precisamente ellas las competentes, en el sentido amplio de la palabra? ¿Nos ofrecen un apoyo concreto en este campo?
Es evidente que las Iglesias juegan un papel público de extensa eficacia, que, naturalmente, no es despreciable. Las manifestaciones de las Iglesias son habitualmente del tipo de aquellas que muestran ciertos límites, es decir, lo que a los hombres les está permitido hacer. Yo creo que el concepto de límite, en este contexto, es realmente importante. Pienso que el respeto constituye un concepto fundamental de lo ético. Hay determinadas acciones que, sencillamente, hay que omitir. La concreción de lo que no se debe hacer se produce, entre otros factores, a través de las Iglesias. De todos modos, su influencia ha retrocedido, por lo que no debemos basar nuestra actuación sólo en ellas. Y no debemos hacerlo así porque las personas que nada tienen que ver con una Iglesia podrían argüir la objeción siguiente: «Muy bien, para vosotros eso es válido, pero vuestras creencias cristianas no las podéis imponer a los demás». Ahora bien, si los cristianos conviven en un contexto esclavista o racista, y dicen que ese régimen es injusto, según eso podrían recibir la siguiente contestación: «Pues bien, por mi parte eso puede valer para vosotros los cristianos, y podéis entonces dejar en libertad a vuestros esclavos, pero, por favor, dejad en paz a los demás con vuestras ideas». Los cristianos tendrían que responder entonces: «No, no hablamos aquí en nombre de la Revelación; nuestra idea de los derechos humanos es válida para todos. Nosotros lucharemos contra los negreros, aunque los negreros no sean cristianos y su conciencia les permita tener esclavos. Nosotros afirmamos que, en este sentido, el negrero debe abandonar su convicción, su falsa conciencia, y dejar libres a sus esclavos». Por esta razón, entiendo que el testimonio, la convicción y la necesidad de esas limitaciones debe no solamente ser transmitida por las Iglesias.
Filosofía y Teología
Yo me he pronunciado reiteradamente sobre asuntos teológicos, y existe también una cierta rama de mis trabajos filosóficos que van en la dirección de la Filosofía de la religión; pero, en general, es cierto que ambas materias discurren juntas en mi trabajo. No se presentan contrapuestas ni por separado, pero tampoco discurren en el sentido de algo correlativo, como si mi filosofía, por así decirlo, fuera el reflejo de convicciones teológicas. El hecho de que los nombramientos que he tenido, con excepción del último para Múnich, fueran para cátedras que, tanto en Zürich como en Heidelberg o en Hamburgo, nunca fueron ocupadas por católicos, muestra que la percepción que mis colegas tenían de mi persona no fue ciertamente la de un filósofo con una impronta destacadamente teológica. En todo caso, yo había decidido manifestarme como católico y asumir una actitud consecuente en los círculos o ámbitos respectivos, independientemente de mis trabajos e inquietudes filosóficas; pero jamás mezclé, en la práctica, ambas cosas.
La idea de Dios
Se gesta la conciencia de realidad en la temprana infancia; en el contacto con la madre, se produce la conciencia de lo otro. Para el niño muy pequeño, el otro no es real como tal otro; pero llega un momento en que el niño empieza a salir hacia fuera. Por ejemplo, cuando observa que la madre llora porque padece dolores; entonces el niño los padece con ella. Se da cuenta, así, de que la madre no es sólo un ingrediente de su propio mundo, sino que es real para ella misma. En este punto se me ocurre que también los animales dependen de su pareja y se cuidan de sus crías. Existe ese sentimiento de pertenencia natural. Ahora bien, la pegatina que en ocasiones puede leerse en un camión: Piensa en tu mujer, ¡conduce con prudencia!, apela al hombre como ser racional. Despierta en su conciencia que el otro no es sólo una parte del propio mundo, sino que, además, yo soy parte del mundo del otro. Esto quiere decir que un conductor no sólo debe preocuparse por su mujer, sino que también debe velar por sí mismo, pues a su vez él es importante para su mujer. Éste es un pensamiento que un animal no puede tener. Si me pregunta por qué sucede esto, ¿qué puedo responder? Quizás entra en juego aquí la idea de Dios. Para Emmanuel Levinas, esta experiencia del otro supone una experiencia implícita de Dios. Sin embargo, hay un largo camino en esta argumentación, y además habría que ir mucho más al fondo -lo que en todo caso ahora no podríamos hacer- para mostrar lo que esto tiene que ver con la idea de Dios.
Nunca ha funcionado tratar de poner simples fronteras a la ciencia. En todo caso, ha de reconocerse que la moderna ciencia natural no puede evolucionar ni desarrollarse sin la técnica. Es decir, hoy ya no se da la ciencia por un lado, y, por otro, la técnica, como aplicación de la ciencia. Más bien sucede que es la técnica la que decide lo que científicamente sea posible. Dentro de estas técnicas se encuentran algunas de las que no podemos responder. Esto afecta, por ejemplo, a los experimentos con embriones. Piense en los médicos que actuaron en los campos de concentración; lo hicieron al servicio de la ciencia. Han realizado investigaciones de congelación de presos, y después aseguraron que eso sería de utilidad para la Humanidad, pues así se obtendrían determinados conocimientos. Esto también es cierto. Sin embargo, tales conocimientos han sido logrados a un precio que no deberíamos estar dispuestos a pagar.
Esto quiere decir que la idea de que a la ciencia le está permitido todo, con tal de conseguir más avances en el conocimiento, es funesta. En reiterados programas de la Radio bávara se recogía a gente de la calle para hacer con ellos el siguiente experimento: a las personas seleccionadas se les explicaba que, en una cabina frente a ellos, estaba sentado alguien que tenía que memorizar una serie de palabras en un orden determinado. Cada vez que se equivocaba recibía una descarga eléctrica. Se les decía que, científicamente hablando, tal castigo con descargas eléctricas servía para acelerar el proceso de aprendizaje. Naturalmente, todo ello no era más que una ficción, cosa que la gente reclutada en la calle desconocía. Se les explicaba que, para realizar esa prueba, había que contar con colaboradores independientes, neutrales. Sólo tendrían que apretar el botón cuando el hombre de la cabina respondiera de forma equivocada. Las descargas eléctricas aumentarían cada vez más y el hombre de la cabina gritaría también con más fuerza cada vez que las recibiese. Cierto que todo esto era fingido. Pero la gente que estaba fuera oía realmente los gritos sin saber que eran fingidos. En todo caso, la gente colaboró: ellos apretaban el botón y eran ejecutores de lo que se les decía. Esa obediencia no era una obediencia al Estado o a la Iglesia, sino una sumisión a la Ciencia. Se les insistía en que el experimento era muy importante para las futuras generaciones. Con esta razón se dejaron convencer e intimidar. Pienso que tendríamos que llegar finalmente a un punto en el que no hagamos ya determinadas cosas, pero no porque ello lo pueda prohibir la Ciencia -la ciencia no prohíbe nada-, sino porque no lo queremos como hombres. Hemos que tener el valor de reiterar que no queremos disponer de determinadas posibilidades. Aquí ya entra en juego la política.
Dios no es dominable
En los últimos siglos, es decir, en la historia de la modernidad, se hipertrofia la tendencia humana al dominio, al control de la naturaleza. Puede decirse que el estar en el mundo del hombre está guiado por dos polos; por una parte, el hombre tiene que afirmarse en el mundo: tiene que sobrevivir, y para ello, ha de dominar su medio, su entorno, en un determinado grado. Por otra parte, el hombre también quiere encontrarse en el mundo como en su propia casa: quiere ser comprendido como parte del mundo.
En realidad, se trata de dos tendencias opuestas. Si la pretensión de controlar el mundo y someterlo a nuestras representaciones se orienta al dominio de la naturaleza, entonces el hombre mismo también se convierte en objeto de ese dominio. Hoy ya hemos llegado a esto: el pensamiento del dominio de la naturaleza por el hombre se convierte en la idea de la dominación del hombre sobre el hombre hasta llegar a la propia estructura genética. Pero entonces, ¿quién es el dominador? De este modo, el dominio soberano lo ejercen instancias completamente abstractas como, por ejemplo, la Ciencia, la Técnica, la Sociedad. En un mundo así entendido, naturalmente, no hay espacio para la idea de Dios, pues Dios en modo alguno es algo dominable. El hecho de que el hombre y el mundo puedan pensarse juntos como unidad, como ligados el uno con el otro, como cercanos, sin que el hombre quede subsumido naturalísticamente como un objeto entre objetos, implica, en mi opinión, la idea de la creación, en la que a la vez somos partes de la naturaleza y también seres racionales que están por encima de ella.
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