El Papa Francisco, en la línea que marcó Benedicto XVI, pone de relieve la necesidad de que la Iglesia lleve a cabo una transformación interna de conversión basada en estos dos pilares: la fe y la caridad. Desde el inicio de su Pontificado, Francisco está exhortando con insistencia a toda la Iglesia a descubrir su verdadera vocación y la llamada a la esencialidad del amor a Dios y al prójimo, empezando por uno mismo, es más, empezando por él mismo
Conferencia del cardenal Robert Sarah, presidente del Pontificio Consejo ‘Cor Unum’, pronunciada el día 21 de enero de 2014 en el Aula Magna del Seminario Conciliar de Barcelona durante las 49 Jornadas de Cuestiones Pastorales de Castelldaura, que publicamos agradeciendo la autorización de sus organizadores:
Queridos amigos:
Muchas gracias por haberme invitado a estar con vosotros en Barcelona.
Me presento brevemente, para que sepáis a quien tenéis delante. Me llamo Robert Sarah. Provengo de una nación de la costa occidental de África denominada Guinea Conakry, que cuenta con un 73% de musulmanes y donde sólo el 4% de la población pertenece a la Iglesia Católica. Durante 22 años fui Arzobispo en la Archidiócesis de esta nación, y en 2001 Juan Pablo II me llamó a Roma para trabajar en Propaganda Fide como Secretario de la Congregación, donde me ocupé de la evangelización en las tierras de misión durante nueve años. Desde el año 2010 presido el Consejo pontificio Cor Unum, el Dicasterio que se ocupa de la caridad de la Iglesia.
En esta conferencia, en primer lugar, quiero hacer referencia al título elegido. El Magisterio del Papa emérito Benedicto XVI se centró en dos pilares: el problema de Dios, de la fe y la caridad. Su primera encíclica fue Deus Caritas est, Dios es caridad, amor. El Papa Francisco, que el Señor nos ha regalado, ha seguido casi naturalmente en la línea que marcó el Papa Benedicto XVI, poniendo de relieve la necesidad de que la Iglesia lleve a cabo una transformación interna de conversión basada en estos dos pilares: la fe y la caridad. Desde el inicio de su Pontificado, el Papa Francisco está exhortando con insistencia a toda la Iglesia a descubrir su verdadera vocación y la llamada a la esencialidad del amor a Dios y al prójimo, empezando por uno mismo, es más, empezando por él mismo. Creo que los acontecimientos que vivimos el año pasado son una palabra que Dios ha dirigido a todos los fieles, para que vivamos nuestra vida de fe con la alegría y la esperanza que distingue a los Hijos de Dios.
La liturgia del día de hoy me va a ayudar en mis reflexiones acerca de nuestro Dios, que es caridad. Celebramos la memoria de santa Inés, mártir romana del s. III. El testimonio del martirio es la expresión más alta de la vida de fe y del anuncio del Evangelio: la fe se trasmite con el testimonio de una vida de amor a Dios y al prójimo. Santa Inés nos recuerda que nuestra vida está llamada a dar ese testimonio en el día a día, a fin de ser sal, luz y fermento para esta generación a través de la diaconía, del servicio de la caridad.
¿Por qué hablamos de la primera encíclica de Benedicto XVI, de su magisterio sobre la caridad y de las acciones que el Papa Francisco está llevando a cabo en la Iglesia en el campo de la caridad? Antes de proponeros algunas reflexiones, me parece importante presentar el Dicasterio en el que servimos a la Iglesia: Cor Unum, o sea un solo corazón, según la expresión de los Hechos de los Apóstoles, que refiriéndose a la primera comunidad cristiana afirma: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común» (Hch 4, 32).
El Papa Pablo VI, el 15 de julio de 1971, con la carta Amoris Officio, creaba el Consejo pontificio Cor Unum para la promoción humana y cristiana.
Pablo VI quiso crear este nuevo Dicasterio en una fase de gran cambio en la Iglesia —que había vivido el Concilio Vaticano II— y en el mundo. Es preciso subrayar que en la base de la fundación del Consejo pontificio se halla la actividad secular de la Iglesia en el sector de la caridad. Los años que siguieron a la publicación de la encíclica Populorum progressio (1967) y la Carta Octogesima Adveniens (1971) vieron en la Iglesia una atención cada vez mayor a las cuestiones sociales, mientras que la cultura occidental vivía la contestación de modelos culturales considerados del pasado. Mientras que, por una parte, gracias a un Concilio que había propuesto de nuevo el tema de la relación entre la Iglesia y el mundo, se aceptaba el entusiasmo de crear un mundo más a la medida del hombre, por otra, se podía caer en el engaño de absolutizar esta perspectiva horizontal. Esta tendencia podía conllevar un oscurecimiento del testimonio evangélico y de los procesos de evangelización por la desmesurada atención a la realidad terrena. Por lo tanto, en un clima marcado por los interrogantes acerca de la naturaleza del ser cristiano en el mundo tuvo lugar la fundación de Cor Unum, un Dicasterio que debía favorecer el testimonio de caridad en la Iglesia, creando, ante la Sede Apostólica, un lugar de encuentro, de diálogo y de coordinación entre los numerosos organismos de caridad de la Iglesia nacidos sobre todo a lo largo del siglo XX. El Papa eligió el nombre de Cor Unum: el concepto se tomó del versículo de los Hechos de los Apóstoles que describe la vida de la primera comunidad cristiana, comprometida en el anuncio de la Palabra de Dios, en la oración y en el ejercicio de la caridad (cfr. Hch 4, 32).
Esta simple observación contiene varias indicaciones: la comunión de la Iglesia es el inicio del testimonio de caridad; esta, antes que un hacer, es un ser; la atención por los distintos miembros del mismo cuerpo se alimenta de la comunión entre ellos, de la solicitud recíproca (cfr. 1Cor 12, 25). Es significativo que ya entonces Pablo VI identificase las respuestas a algunos malentendidos que minaban la comprensión correcta de la caridad en la Iglesia y que lamentablemente más tarde se confirmarían: el testimonio de la caridad encuentra su fundamento en Cristo; la búsqueda de la justicia no agota la tarea de la caridad; el anuncio del Evangelio es parte integrante de la actividad caritativa y forma, junto a la acción litúrgica, una unidad en la única misión de la Iglesia, que consiste en llevar los hombres al más pleno conocimiento de la verdad que Cristo ha revelado. De esta triple misión, hablaremos más adelante.
Durante el pontificado de Juan Pablo II, se asiste a una multiplicación de las organizaciones caritativas y de sus actividades. El mundo es cada vez más sensible a las necesidades de los demás hombres, sobre todo por la influencia de los medios de comunicación. El 28 de noviembre de 1978, poco más de un mes después de su elección, Juan Pablo II mantuvo su primer encuentro con Cor Unum. Es significativo que, ya en aquella sede, quisiera recalcar el vínculo entre Evangelio y caridad: «Asimismo tenemos que vigilar para encuadrar bien la promoción en el contexto de la evangelización, que es la plenitud de la promoción humana puesto que anuncia y ofrece la salvación plena del hombre» (Discurso de Juan Pablo II en la Asamblea Plenaria de Cor Unum, 28.11.1978).
El beato Juan Pablo II durante su largo Pontificado reforzó las competencias de Cor Unum, que ya realizaba donaciones en caso de emergencias naturales en su nombre, encomendándole dos nuevas Fundaciones que el Papa deseó crear para dar testimonio de la preocupación de la Santa Sede por las numerosas poblaciones del mundo afligidas por la pobreza, la miseria y los desastres naturales. Primero instituyó la fundación Juan Pablo II para el Sahel y, en 1992, en el marco del quinto centenario de la evangelización de América Latina, quiso dar vida a una Fundación que mostrara el interés del Papa por las franjas más pobres de la población de aquel continente. Así nació la Fundación Populorum Progressio.
En septiembre de 2004, con el Quirógrafo Durante la Última Cena, Juan Pablo II confirmó que era competencia del Consejo pontificio Cor Unum “seguir y acompañar” a Caritas Internationalis, la red de casi 170 Caritas nacionales, que desde los años cincuenta, por iniciativa de la Santa Sede, se dotaron de una coordinación internacional para hacer frente a las emergencias internacionales más graves. Caritas Internationalis es una Confederación de Caritas Nacionales, las cuales conservan, guiadas por los respectivos Obispos, su autonomía de gestión y de gobierno.
Sorprendió a todos que el Papa Benedicto XVI iniciase su magisterio con una encíclica sobre la caridad, en la cual se hacía explícita mención al Dicasterio Cor Unum. Benedicto XVI, que identificó en la ausencia de Dios el problema más dramático que asila y debilita la cultura moderna, nos indicó al mismo tiempo el modo para volver a encontrar un camino hacia Él: Dios es caridad y la caridad de la Iglesia es un testimonio irrenunciable para ayudar al hombre de hoy a conocer, encontrar y amar a Dios, que es amor. Esta gran visión del Santo Padre en los últimos años se ha ido convirtiendo, cada vez más, en la fuente de inspiración para la actividad de Cor Unum. No se trata sólo de manifestar con gestos concretos o con iniciativas específicas la compasión y la proximidad de la Sede Apostólica a las necesidades humanas, se trata de imprimir a toda la pastoral de la caridad de la Iglesia este horizonte evangelizador. La caridad es el camino mediante el cual el hombre puede conocer quién es Dios. A los discípulos de Cristo se les reconocerá por el amor que se tengan entre ellos y la unidad que muestren: «En esto reconocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13, 35); «como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).
Nos preguntamos, ahora, cuáles son los principales desafíos que debemos afrontar. En primer lugar, se trata de mantenerse fieles al Evangelio, a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia, siguiendo las enseñanzas y las orientaciones de Benedicto XVI en su primera encíclica. Si Dios es caridad, toda la pastoral de caridad de la Iglesia debe volver a inspirarse en esta fuente del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia. Existen numerosas iniciativas filantrópicas, pero las instituciones católicas en este ámbito tienen algo más: manifiestan a Dios, ese Dios que en su Hijo nos enseñó la verdadera caridad, que es don de sí mismos. Precisamente esta especificidad nos recuerda un segundo gran desafío: unir Evangelio y caridad. El Evangelio inspira la caridad y la caridad testimonia el Evangelio; el Evangelio motiva la caridad y la caridad confirma la verdad del Evangelio. Un tercer desafío radica en la dimensión eclesial de la caridad. Benedicto XVI nos enseñó que la Iglesia es el sujeto de la actividad caritativa (cfr. DCE 32) y, por tanto, Cor Unum debe ayudar a mantener la comunión en el gran testimonio que representa la caridad de la Iglesia: favorecer el vínculo de los organismos de caridad con los Obispos y con la Sede Apostólica. El cuarto desafío, determinante, es la preocupación por una formación humana y cristiana, una “formación del corazón”, cada vez más adecuada a los tiempos, de aquellos que trabajan para la caridad en la Iglesia.
Precisamente esta inspiración cristiana nos ayuda a ver las necesidades de los pobres más en profundidad. Confirmar la dimensión divina de la caridad y, por tanto, su vínculo con la evangelización no significa cerrar los ojos ante la pobreza humana, sino al contrario, significa ahondar la mirada hasta la raíz de la necesidad del hombre, como ya enseñaba Pablo VI en su encíclica Populorum Progressio (n. 21). Significa mirar al corazón de su sufrimiento, de su soledad y de su abandono, para anunciarle, allí, la presencia de Cristo que lo ama. Creo que precisamente esta mirada profunda hace que la actividad de la Iglesia en este sector haya obtenido numerosos resultados y habitualmente sea tan apreciada. Así, en una sociedad que a menudo no lo conoce, podemos hacer que se experimente concretamente que Dios es amor y cuida de sus hijos.
Llegados a este punto, me parece importante hacer una distinción: amor no es igual a caridad. El término amor ya existía antes de Cristo, pero Cristo nos enseñó el ápice del amor, que es precisamente la caridad, es decir, entregarse por el otro. Lamentablemente, incluso en nuestro lenguaje cristiano, el término caridad ha decaído simplemente en el significado banal de limosna. O bien, se ve como una forma insuficiente de ayuda al otro, porque no mella las causas profundas de la injusticia. Por tanto, la comprensión de la caridad no es tan inmediata. ¡Cuántos hoy día hablan de amor sin saber lo que es! Las numerosas heridas y sufrimientos en la vida matrimonial testimonian la frágil comprensión del amor en el sentir común de la gente de hoy. Decía el Papa Benedicto en un encuentro con nuestro Dicasterio y cito: «La palabra “amor” hoy está tan devaluada, tan gastada, y se ha abusado tanto de ella, que casi se quiere evitar nombrarla. Sin embargo, es una palabra primordial, expresión de la realidad primordial; no podemos simplemente abandonarla; debemos retomarla, purificarla y devolverle su esplendor originario, para que pueda iluminar nuestra vida y guiarla por el camino recto. Esta es la convicción que me ha impulsado a escoger el amor como tema de mi primera encíclica» (23.01.2006). Por tanto, me siento en buena compañía.
No es casualidad que el documento que trata de la caridad en la Iglesia haga referencia a aquel que es el inicio de la caridad, es más, a quien se identifica con la caridad. Dios es amor, como nos enseña san Juan en su primera carta. Quizás precisamente el hecho de habernos acostumbrado al texto bíblico nos lleva a veces a olvidar cuán grandiosa es esta afirmación y la novedad que encierra: Dios es amor. Quizá no siempre tenemos claro que fue necesaria la revelación bíblica, especialmente la neotestamentaria, para que el hombre entendiese que Dios es amor. La experiencia de los pueblos que no han conocido el Evangelio no es precisamente esta. Un estudio comparado de las religiones lo demuestra de manera evidente: la experiencia de lo divino normalmente va acompañada por el miedo, el asombro, la lejanía, la indiferencia, la imposibilidad de nombrarlo. Son numerosos los pueblos que describen con expresiones de terror la aparición de lo divino y con frecuencia el ídolo se placa con la sangre, incluso humana. La experiencia primaria es de un Dios al cual pertenecemos de algún modo, pero del cual debemos también guardarnos, por su impenetrabilidad, por su indisponibilidad, por su alteridad. Además, el problema del mal lo muestra todavía más lejano. Como sintetiza bien Boezio en su De consolatione philosophiae: «Si est Deus, unde malum?».
Sin embargo, no debemos infravalorar el hecho de que la incapacidad del hombre de concebir a Dios como amor depende de que el hombre por sí mismo no conoce el amor: no es casualidad que el término griego de ágape en la acepción de caridad sea un legado del nuevo testamento. La cultura griega concebía como máximo el amor entendido como amistad. De manera que el hombre no puede producir por sí mismo una imagen de Dios con elementos que no le son propios. Por este motivo es necesaria la revelación.
Un tercer aspecto es que en nuestra historia personal de fe vemos cómo la relación de amor con Dios madura a través de otros diversos estadios, incluso a costa de sufrimientos y de crisis. Descubrir la paternidad de Dios, su amor por mí personalmente, con mis debilidades y mis pecados, no es un don inmediato, sino el fruto de una maduración y un crecimiento.
Como sabemos, en cuanto cristianos hablamos de amor en Dios gracias al misterio de la Trinidad. La diversidad de las tres personas hace posible, es más, intrínseco a la Trinidad, el amor. De hecho, el amor es don de sí al otro, relación, apertura. Implica la alteridad. La persona en la Trinidad indica exactamente esta relación originaria. El Padre es padre porque se relaciona con el Hijo y viceversa. La persona, pues, en la Trinidad tiene una subjetividad que se expresa como relación: estar en relación define la esencia de la persona trinitaria y, por tanto, de Dios: “Dios es amor”. Por eso, según formuló santo Tomás de Aquino, en Dios la persona indica la relación, hasta tal punto que las personas trinitarias son «relationes ut subsistentes». La existencia de la persona divina es relación. Sabemos por la revelación que esta fuente de amor intratrinitario no se encierra en Dios, sino que se abre en búsqueda de la relación con el hombre: Dios lo crea y lo salva después de la caída de este último.
Lo que contemplamos en la trinidad, Cristo vino a decírnoslo y a vivirlo. Me gusta citar a san Juan: «En esto consiste el amor (ágape): no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10).
Y Jesús mismo, en su persona, lo demuestra. De manera que puede decir a los Apóstoles: «Nadie tiene amor (ágape) más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
De Cristo, pues, aprendemos el amor auténtico. ¿Cuál es entonces la característica del amor cristiano, es decir, de la caridad, la que aprendemos de Cristo y que es —Cristo es el Logos— el fundamento de toda la realidad? La caridad entendida como dar la vida.
Y san Pablo afina todavía más, precisando que este dar la vida acontece no para un justo sino para los pecadores, no para personas de bien, sino para quien no lo merecía: «Dios nos demostró su amor (ágape) en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5, 8).
No digo todo esto para suscitar buenos sentimientos. Tenemos que llegar al corazón del discurso si queremos ser fieles a cuanto Dios nos dice, si queremos aprender de él.
Existe, por tanto, un lugar y una persona concreta en donde se manifiesta el amor del que estamos hablando. Es Cristo, el Hijo de Dios que en la cruz da su vida por el hombre pecador. No olvidemos nunca que, sin esta medida, todo se queda a medias. Ni que si hablamos de testimonio cristiano de caridad, hablamos de esta caridad. Esta sostiene el mundo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24).
Cristo es el buen samaritano de la humanidad y se inclina sobre ella para salvarla. Así quien cree en él se acerca y se inclina sobre la persona necesitada para amarla, amando de este modo a Dios “a quien no ve”.
Vivir la caridad, pues, no puede prescindir de la catequesis sobre Dios o del anuncio de la fe. Una teología correcta forma parte esencial de nuestro modo de realizar la caridad, por tanto, evangelización y caridad forman parte de un único corazón.
Ciertamente alguien podría replicar, con razón, que parece que un planteamiento de este tipo quite la posibilidad de la caridad a quien no tiene fe. Obviamente no es así: Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza. Por consiguiente todo hombre lleva dentro la huella del amor, que es Dios. Pero sabemos que esta realidad “natural” se ve ofuscada por el pecado original. El hombre siente la necesidad del amor, pero por sí solo no es capaz de vivirlo. Por este motivo el concilio Vaticano II enseña que «Cristo nos revela que “Dios es amor” (1 Jn 4, 8) y al mismo tiempo nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los que creen en la caridad divina (‘caritas’), les da la certeza de que el camino del amor (‘dilectio’) está abierto a todos los hombres» (Const. Gaudium et spes, 38). Por lo tanto, mediante los cristianos —aquellos que creen en la caridad divina—, su estilo de vida, su testimonio y sus obras, se abre para todos los hombres la posibilidad del amor. Es lo que la historia de la Iglesia nos enseña: las numerosas obras de caridad que nacen del cristianismo se han convertido en escuela también para quien no tiene fe y forman parte de nuestra cultura, de nuestro modo de pensar y de actuar, porque corresponden a lo que el hombre es en su íntimo.
Nos preguntamos ahora: este Dios, que es caridad y al que hemos conocido por la encarnación de su Hijo, ¿cómo puede ser conocido por todos los hombres?
El Papa Benedicto, en su primera encíclica nos recordó que existe una triple misión confiada a la Iglesia desde su fundación: debe proclamar el Evangelio y la redención por medio del anuncio del Kerigma; dar testimonio de él con sus buenas obras en favor de la humanidad; y celebrar en la liturgia la salvación ofrecida por Cristo. Martyria, diakonia y leiturgia son, pues, las tres funciones básicas de la misión de la Iglesia. Están íntimamente relacionadas entre sí, y excluir una de ellas, podría reducir y debilitar la misión de la Iglesia. La pastoral de la Caritas es esencial para la Iglesia: antes de ser social, es eclesial, es decir, realiza la Iglesia.
Me parece muy acertado que el Papa Benedicto XVI comenzara tratando de dar una contribución al modo como deberíamos entender adecuadamente el término amor. A menudo se oye decir: “se aman, ¿qué mal hacen?” ¿De qué amor estamos hablando? Y, sobre todo, ¿cómo se enlaza este término tan devaluado con la expresión bíblica «Dios es amor» (1 Jn 4, 16) y la fuente de nuestro amor y de toda la actividad caritativa? ¿Cómo podemos relacionar esta expresión de Dios con nuestra propia comprensión del amor? Esta fue la gran cuestión que se planteó el Papa desde el principio de su encíclica. Considerando lo que la industria del entretenimiento describe como amor en sus producciones, uno debe preguntarse si tiene algo que ver con la “virtud teológica” habitualmente mencionada junto con la fe y la esperanza. Partiendo de esta distinción, se percibe la necesidad de dar a los organismos eclesiales de ayuda un fundamento teológico más amplio, y de enraizarlo en el corazón de los fieles con argumentos teológicos. La concepción cristiana del amor al prójimo, en una oleada de humanismo, corre el riesgo de perder sus raíces bíblicas y, por tanto, su inspiración original. El hombre contemporáneo muestra una disposición a ayudar al prójimo necesitado, pero, en algunos casos, esto ha causado la secularización de este aspecto central de la misión de la Iglesia entre sus mismos miembros. Las organizaciones de ayuda de la Iglesia a gran escala sienten la tentación de deshacer sus vínculos con la Iglesia y de identificarse completamente con las organizaciones no gubernamentales (ONGs).
Con frecuencia, el resultado es que se apoyan programas que ya no se diferencian del de la Cruz Roja o de las organizaciones de ayuda de las Naciones Unidas. Este enfoque contradice toda la tradición del compromiso caritativo de la Iglesia, reduciendo como consecuencia la credibilidad del mensaje cristiano. Así pues, la encíclica del Papa apunta a sostener explícita y simultáneamente las tres misiones básicas de la Iglesia: martyria, leiturgia y diakonia. Esta posición se opone a la corriente que trata de debilitar el arraigo de la caritas en Dios, reduciendo su razón de ser a mera filantropía.
El debilitamiento de la fe en quienes trabajan en el ámbito de la caridad conlleva también un lento empobrecimiento del apostolado, que perjudica necesariamente la obra de evangelización, impidiendo su desarrollo. Estoy cada vez más convencido de la necesidad de unir en nuestra vida de Iglesia la evangelización con la caridad y la santidad de vida: el Evangelio y la Caridad conducen a esta santidad de vida. La manera de vivir de la Iglesia primitiva, que conocemos a través de los Hechos de los Apóstoles, es una clara luz. Los Apóstoles no vivieron una contraposición entre estos dos aspectos de la única misión de la Iglesia, para ellos consistía en una única misión que Cristo les confiaba: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19).
El rostro atormentado por el dolor de una hermana o un hermano que sufren toca nuestro corazón. Todos somos capaces de esta experiencia, pero nuestra respuesta puede tener un significado que trasciende la filantropía.
Por otra parte, la responsabilidad de la misión de la Iglesia recae sobre los Obispos, a quienes se ha encomendado el gobierno de la predicación, la celebración litúrgica y la solicitud por el prójimo. Puesto que si se disolviese la unidad entre la responsabilidad última de los pastores y las obras de la Iglesia, la diaconía cristiana se vería amenazada por la secularización, es decir, su planificación y ejecución ya no se llevarían a cabo en el marco de la fe.
Por último, poco antes de presentar su renuncia, el Papa Benedicto dejó a la Iglesia un Motu proprio muy importante que habla de la naturaleza eclesial de la caridad: Intima Ecclesiae natura, del 11 de noviembre de 2012. En este Motu proprio, el Papa afirma: «El servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia (cfr. ib.); todos los fieles tienen el derecho y el deber de implicarse personalmente para vivir el mandamiento nuevo que Cristo nos dejó (cfr. Jn 15, 12), brindando al hombre contemporáneo no sólo sustento material, sino también sosiego y cuidado del alma (cfr. Carta enc. Deus caritas est, 28). Asimismo, la Iglesia está llamada a ejercer la ‘diakonia’ de la caridad en su dimensión comunitaria, desde las pequeñas comunidades parroquiales a las Iglesias particulares, hasta abarcar a la Iglesia universal; por eso, necesita también “una organización, como presupuesto para un servicio comunitario ordenado” (cfr. ib., 20), una organización que a su vez se articula mediante expresiones institucionales».
Después de la riqueza que el Papa Benedicto XVI nos dejó en herencia sobre la Caridad, el Espíritu Santo nos ha dado al Papa Francisco, que es como la otra cara de la moneda: un hombre venido casi desde el fin del mundo, que tiene un estilo de vida cristocéntrico, centrado en la persona de Cristo y que está llamando con sus palabras y gestos a esa esencialidad que sabe mucho de la caridad de la que nos había hablado el Papa Benedicto XVI en su Magisterio.
Quisiera leeros dos pasajes de la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium. En el primero de ellos, el Papa Francisco, citando el Motu proprio Intima Ecclesiae Natura, afirma: «Por eso mismo “el servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia”. Así como la Iglesia es misionera por naturaleza, también brota ineludiblemente de esa naturaleza la caridad efectiva con el prójimo, la compasión que comprende, asiste y promueve» (EG 179).
En el segundo pasaje que quiero citar de su exhortación apostólica, el Papa se refiere a la necesidad de que no se separe el servicio de la caridad de la misión de evangelización, ya que constituyen dos aspectos de la única misión de la Iglesia. Muchas veces se piensa que la ayuda material es la única forma de luchar contra la miseria en el mundo. El Papa Francisco afirma en el número 200: «Puesto que esta Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia católica quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria» (EG 200).
Tenemos un Papa especialmente sensible a esta dimensión caritativa de la Iglesia. Para el Papa, el primer anuncio del Evangelio, el Kerigma, tiene una inmediata dimensión universal y una repercusión moral, cuyo centro, afirma, es la caridad (cfr. EG 177).
El Papa, en las homilías que pronuncia todos los días durante la Misa en la capilla de Santa Marta, ha abordado con insistencia el tema de la caridad y la ayuda al prójimo. En los dos coloquios que he tenido con el Santo Padre, ha mostrado especial atención a la dimensión universal de ayuda que nuestro Dicasterio ofrece a quienes pasan necesidad a causa de alguna desgracia o calamidad natural. El cambio introducido en la figura del Limosnero apostólico ha sido para todos una agradable sorpresa, que dice mucho de cómo este Papa está siempre atento a la caridad concreta, la que está cerca de nuestros hermanos necesitados.
Card. Robert Sarah
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