Publicado en: César IZQUIERDO - José María YANGUAS, Creemos porque amamos, Fe y libertad para un tiempo nuevo, Lumen, Buenos Aires 2006, pp. 81-98.
Índice
1. Creer es "pensar con asentimiento"
4. La enseñanza de "Fides et Ratio"
El nacimiento y desarrollo de la filosofía moderna ha tenido, entre otros resultados, la separación entre lo que se conoce racionalmente y lo que se cree. Aunque ha habido vaivenes, ha sido constante la idea –que en nuestros días reverdece y se hace más fuerte– de que no se puede ser al mismo tiempo racional y creyente. La mera separación que inicialmente se afirma ha ido dando lugar paulatinamente a una minusvaloración de la fe que se ve postergada a ser una manifestación de la esfera emotiva del sujeto y a un residuo de la relación del hombre maduro con la realidad que le rodea.
Sin embargo, la autocomprensión del creyente no se identifica con ningún modelo que separe y oponga la razón y la fe. En realidad, sin razón no puede existir una fe auténtica, y viceversa: una razón que niegue la fe se ve limitada en su propia naturaleza racional. La argumentación de que no puede existir un auténtico conocimiento allí donde interviene la libertad en el acto de conocer –lo cual sucede realmente en la fe– presupone que la razón humana no puede conocer nada más que lo universal y necesario. Ahora bien, si la realidad se limita a lo que puede ser conocido de forma necesaria, la consecuencia inevitable es que la realidad se ve reducida a lo cuantificable y la razón, a su vez, sólo puede pronunciarse por lo que alcanza more geometrico. El resto recibe un estatuto de realidad inevitablemente de segundo orden.
El acto cristiano de fe se relaciona necesariamente con la razón y con la libertad. Sólo de esa manera la fe puede ser verdaderamente humana y el creer un acto éticamente perfecto, porque no supone dimisión alguna de la racionalidad sino, al contrario, perfeccionamiento.
1. Creer es "pensar con asentimiento"
La base de las relaciones entre la fe y la razón, y entre la filosofía y la teología se halla en la comprensión de lo que significa “creer” referido a la revelación cristiana. La historia es rica en ejemplos en los que fe religiosa en general, y la fe cristiana en particular, es presentada como sinónimo de explicación ingenua, cuando no de forma de pensar mítico o simplemente de superstición. De modo radical lo dejó escrito W.C. Clifford: «Es malo siempre, en cualquier parte y para cualquier persona creer algo sin evidencia suficiente». Una afirmación tan extrema no era, sin embargo, más que la conclusión lógica de algunos postulados de la razón ilustrada que, en este punto, no se ha debilitado, e incluso ha llevado su influjo hasta terrenos cercanos a la teología y a la exégesis modernas.
Refiriéndose al creer, S. Agustín lo describía como “cum assensione cogitare”, es decir, "pensar con asentimiento" En su simplicidad, esta expresión encierra una tensión muy fecunda, que ha sido puesta de relieve por Santo Tomás[1]. Pensar con asentimiento incluye opuestos como son la incondicionalidad del creer y la búsqueda de comprensión. ¿Cómo puede darse un asentimiento independientemente de la investigación racional que podría conducir a él? ¿No será la fe por eso mismo un caso de credulidad, tal vez más elaborado, pero en último término creencia sin razones? O, finalmente, ¿son el asentir y el pensar fases sucesivas que sólo una razón analítica puede discernir? En todos estos casos, la separación entre el pensar y el asentir afectaría a la unidad del acto de creer del sujeto, lo cual minaría una relación auténtica del creer y del saber en el lugar único en que se pueden dar de hecho: en el propio creyente.
El pensamiento cristiano entiende el “pensar con asentimiento” de una manera sintética, como un acto en el que los dos elementos se condicionan, y sólo de ese modo dan lugar a la fe. Un asentimiento desligado del pensar es posible, pero no es fe, lo mismo que un pensar independiente del asentimiento. Por esa razón, la fe es conocimiento, un conocimiento específico, irreducible a cualquier otro tipo, conocimiento de fe pero conocimiento verdadero. No hay ninguna dificultad, por ello, en afirmar que el que cree, sabe.
Si la fe es una forma de conocimiento, ¿cómo se comprende a sí misma y en relación con las otras formas de conocer propias del hombre? Parece claro que la fe no puede solaparse con cualquier otro modo de conocer, ni tampoco ser tan distinta de todos los demás que en nada se asemeje a ellos. Santo Tomás se ha ocupado de esta cuestión (en De Veritate, q. 14, a. 1), y ofrece un análisis de cinco modos de conocer que se articulan en torno al asentimiento y a la investigación con los que S. Agustín había caracterizado la fe. Estos cinco modos son, de menos a más, los siguientes: duda, opinión, fe, ciencia y evidencia de simple aprehensión. La posición central de la fe es al mismo tiempo expresión de su imperfección y de su grandeza.
La investigación (cogitatio) y el asentimiento (assensus), en principio se excluyen uno a otro. En tanto está pendiente la investigación, no puede haber asentimiento. Cuando tiene lugar éste último la investigación, en lo que se refiere al objeto del asentimiento, cesa porque ya se ha alcanzado la claridad que se pretendía. De este modo sucede que en la duda no hay asentimiento, y las posibilidades de investigación son totales, aunque de hecho el que duda no realice esa investigación. En el caso de la opinión, ya hay un cierto asentimiento, aunque acompañado de duda y de temor de que lo contrario sea verdadero; también en este caso la investigación está plenamente abierta, independientemente de que el que opina se interese por realizarla o no. En cuanto a la ciencia, el asentimiento es firme debido a la evidencia a la que se ha llegado por medio del razonamiento. En el caso de la ciencia hay una investigación anterior que se ve mitigada después de la evidencia de la demostración. En la evidencia de simple aprehensión el asentimiento es inmediato, como lo es la evidencia, y no hay nada de investigación.
La fe ocupa en esa estructura, como ya se ha dicho, el lugar intermedio. Por un lado, el asentimiento es firme, pero no por la evidencia del objeto, sino bajo el imperio de la voluntad que empuja a la inteligencia a cubrir el trecho que lleva de la credibilidad a la fe. Precisamente esa credibilidad es el objeto de la investigación anterior al asentimiento; después del asentimiento, la investigación continúa como búsqueda del intellectus fidei (teología). Como el asentimiento proviene todo él de la voluntad, por firme que sea no pone un término a lacogitatio, a la investigación insatisfecha.
De acuerdo con todo lo anterior, la fe no puede ser reducida ni a la opinión ni a la ciencia. El asentimiento de la fe no es, como el de la opinión, inseguro sino total y firme. Por el motivo en que se apoya —Dios revelador— el fundamento objetivo de ese asentimiento es incluso más firme que el de la ciencia del sujeto. Tampoco se funda ese asentimiento, como afirman los racionalistas, en la ciencia porque, en la fe, la inteligencia no asiente por sí misma a una verdad que no percibe directamente, sino que el asentimiento es resultado de la voluntad. En consecuencia, decimos que la fe es subjetivamente inferior a la ciencia porque de hecho la fe busca la evidencia en su conocer (fides quaerens intellectum) sin que por ello la falta de evidencia afecte a la firmeza del asentimiento. Al mismo tiempo, la fe como conocimiento, implica necesariamente la intervención de la entera persona que debe aceptar el compromiso que supone llegar a la fe. Se pone así de manifiesto el carácter especialmente humano del creer, su dimensión moral que lleva al hombre a salir al encuentro y a aceptar una verdad que no sólo ilumina su inteligencia sino que afecta a toda su existencia.
2. Entendimiento y voluntad
Creer a Dios que se revela se traduce, entre otras cosas, necesariamente en un juicio que afirma la verdad de lo revelado: “esto es así”, “amén”[2]. Hacer juicios es propio de la inteligencia, y por eso en el acto de fe la inteligencia interviene necesariamente y de forma insustituible. Concretamente, se puede afirmar que la inteligencia interviene en tres momentos: 1) La inteligencia entiende la palabra que se le dirige, y gracias a ello el sujeto sabe lo que se le propone para que lo crea; 2) La inteligencia interviene para juzgar la verosimilitud, la plausibilidad y la credibilidad de lo que se le propone; 3) La inteligencia interviene en el acto de fe, confesando la verdad de lo revelado, pronunciando el “amén” del asentimiento.
Pero la fe no es sólo asunto de la inteligencia, como pretende el racionalismo de viejo y nuevo cuño, ni el creer puede ir acompañado de evidencia. La evidencia eliminaría la oscuridad que existe en la fe, haría imposible su carácter libre y acabaría disolviendo la fe en ciencia o en filosofía (idealismo). La realidad es, sin embargo, que en el acto de fe interviene también —y esencialmente— la voluntad. No hay nada que me obligue a creer, y por tanto creo si quiero. La voluntad consiente voluntariamente a lo que la inteligencia conoce, y si no quiere creer, no cree. “En las cosas de fe consentimos con la voluntad y no por la necesidad de la razón, porque están más allá de la razón”[3]. No basta con querer para creer, porque la fe es gracia, pero sólo el que quiere creer acaba creyendo, por lo que sin la voluntad de creer la gracia es ineficaz.
Se puede, en consecuencia, decir con verdad creo porque quiero. Con ello se afirma la libertad del acto de fe, pero no sólo eso. El querer creer debe entenderse en un sentido amplio, que es el de amar. “Creo porque quiero” deriva así a creo porque amo. Este matiz, puesto de relieve con tanta claridad por Newman (“creemos porque amamos”)[4] no es sino una especificación de la fe interpersonal, del encuentro entre personas que mutuamente se reconocen: “creo en ti-te creo”.
Inteligencia y voluntad intervienen, en consecuencia, armónicamente en el acto de fe: la inteligencia conoce y juzga, sin llegar nunca a la evidencia subjetiva frente a la cual no podría resistirse, y —ante el bien que se le presenta— la voluntad decide creer. Si no interviniera la inteligencia, el acto de fe sería ciego e irracional; si no interviniera la voluntad, o no se llegaría nunca a prestar el acto de fe, o la fe desaparecería como tal por haberse disuelto en ciencia.
La cooperación de inteligencia y voluntad para el acto de fe no tiene lugar a través de momentos sucesivos, sino mutuamente implicados y situados en la unidad del acto del entero ser personal. El modo concreto como se relacionan lo pone en claro el estudio de la credibilidad de revelación y de la racionabilidad de la fe. Aquí, sin embargo, es necesario insistir en el carácter personal —es decir, que afecta a toda la persona— del acto de fe. Creer a Dios es no sólo asentir a su palabra, sino entregarse totalmente a El, dejándose afectar en toda la hondura del ser, en la totalidad de lo que se es y se tiene, de forma que de todo se hace entrega intencional, y se está dispuesto a supeditarlo todo a la fe.
3. Los “misterios” de la fe
¿Cómo se justifica un conocimiento como el de la fe? Se justifica porque sólo mediante ella es posible acceder a la realidad-verdad a que se refiere, la cual, en su ser íntimo, no pertenece a este mundo. De este modo, reencontramos la cuestión esencial que se halla presente, aunque sea implícitamente, en toda referencia a la fe: la revelación de Dios. La fe no es una autoposición del sujeto, ni mero postulado de su obrar moral, ni siquiera, podría decirse, una realidad en sí misma, o un acto sustantivo, sino respuesta del hombre a la autocomunicación de Dios en Cristo. Es la intervención humana radical en el diálogo abierto por la iniciativa reveladora de Dios.
La revelación implica la trascendencia de la verdad no sólo respecto al propio conocimiento actual, sino incluso respecto a toda posibilidad de conocimiento futuro. Esta verdad trascendente recibe el nombre de “misterio”. Ahora bien, parte de las dificultades que se oponen al carácter racional de la fe proceden de una interpretación reductiva de su naturaleza, entendida en ocasiones como puro asentimiento a una verdad. Es, por eso, especialmente oportuno recordar la célebre afirmación de S. Tomás según la cual el acto de fe no se dirige a la proposición, sino a la realidad (“actus fidei non terminatur ad enuntiabile sed ad rem”). La fe se dirige a una realidad, y concretamente a una realidad personal: al “misterio de Cristo” reconocido en su verdad mediante el asentimiento (“oboedientia fidei”), y acogido en su realidad entregada través de la adhesión (“oboedientia amoris”).
Las relaciones entre verdad y misterio dependen también de la comprensión de la revelación y de su relación con la razón. El intento idealista de someter la revelación a la razón priva de importancia y seriedad a la revelación –que no sería más que la forma histórica como tiene lugar el descubrimiento dialéctico de la verdad– y anula el misterio, reducido a ser un momento transitivo para la formación de la idea. Por otro lado, el racionalismo niega a la revelación –como ya se visto anteriormente– el valor de conocimiento, y confina al misterio a la región de lo irracional, a ser mito o superstición (cf. Fides et Ratio, 48).
Desde un punto de vista formal, revelación y misterio son nociones correlativas, que se exigen mutuamente, y entre las cuales hay una cierta relación dialéctica: hay revelación porque existe el misterio, pero al mismo tiempo en la medida en que no es totalmente misterio; y sabemos del misterio porque ha sido revelado, pero esa revelación deja el misterio intocado. Misterio y revelación son, por tanto, correlativos, pero no se oponen. Así, por ejemplo, no se trata de que cuanta menor sea la revelación, mayor será el misterio, y cuanto más clara la revelación, menor sea el misterio.
Más allá del plano formal, ¿qué es propiamente el misterio? En sentido teológico estricto, el misterio se refiere a la realidad misma de Dios y al orden de lo divino. Cualquier otra realidad, por impenetrable que sea, no puede compararse de ninguna manera con la densidad de la realidad única de Dios. Por eso se dice que el contenido de la revelación es el misterio de Dios, y más concretamente el misterio del Padre: el Deus absconditus, a quien nadie vió jamás, que nos ha sido revelado por el Hijo único, “que está en el seno del Padre” (Jn 1, 18). Este es el misterio mantenido escondido durante siglos eternos y manifestado ahora a los gentiles, a los apóstoles y profetas (cfr. Ro 16, 26; Ef 3, 5; Col 1, 26). Este misterio que Dios da a conocer en su revelación no es la sola manifestación de lo que el hombre no puede llegar a conocer, sino que es principalmente el “misterio de su voluntad” (Ef 1, 9). Este misterio es, en último término, el “misterio de Cristo” (Ef. 3, 4) o, como afirma el Vaticano II refiriéndose a lo que Cristo manifiesta al hombre, “el misterio del Padre y de su amor” (Gaudium et Spes 22).
La revelación cristiana da a conocer el misterio como misterio salvador. Por eso, el misterio comporta siempre una llamada al hombre para que conozca y se introduzca en esa acción de Dios en la que El se entrega a los hombres. Dios no llama sólo a la inteligencia, sino al hombre entero. El misterio, de este modo, que existe originariamente en Dios, acaba instalándose en el mismo hombre. La acción de Dios en los hombres da lugar en ellos al misterio de la gracia.
Aunque el misterio es una realidad más rica que la mera comunicación de una verdad, tiene también ese aspecto de verdad sobrenatural que supera la posibilidad de comprensión de la razón humana. Nunca, sin embargo, el misterio es algo absurdo o contradictorio. Al contrario, el misterio encierra una concentración de verdad y de sentido que el hombre no puede comprender intrínsecamente, pero que ilumina la reflexión y el conocimiento de la realidad. Como se ha dicho, “el misterio es una verdad oculta en sí misma que ilumina todas las demás “(A. Frossard). El hecho de que los misterios –en los que se manifiesta y especifica el único misterio, el misterio de Dios revelado en Cristo– no sean “demostrables” es el resultado de su trascendencia respecto del pensamiento humano actual o posible. Los misterios expresan la libertad y soberanía del Dios vivo que no permite que se le reduzca a una realidad disponible, o ser “demostrado”. También en este punto sería incompleto, sin embargo, pensar en los misterios simplemente como conocimiento oculto o reservado. La soberanía y libertad de Dios preservada por el misterio es la condición de “su revelación como libertad que se abre y se vuelve a nosotros, como libertad en el amor. El misterio de la revelación de Dios es, pues, su libre autocomunicación en el amor”[5]. Pero aunque los misterios transciendan a cualquier horizonte humano de comprensión, no son contradictorios: no se pueden demostrar en sí mismos, pero se puede demostrar que no encierran una contradicción.
4. La enseñanza de "Fides et Ratio"
Juan Pablo II publicó en 1998 la encíclica "Fides et Ratio" en la que aborda de manera, hasta la fecha, la más desarrollada en enseñanzas pontificias, toda la problemática en torno a las relaciones entre la fe y la racionalidad. En lo que sigue, se ofrece una síntesis ordenada y razonada de las enseñanzas nucleares del Papa sobre la comprensión y la libertad de la fe cristiana.
Frente a quienes excluyen a la revelación y a la fe del campo del verdadero conocimiento, Fides et Ratio afirma de nuevo el valor de la revelación como medio de llegar a la verdad, así como la densidad ontológica del misterio que se acepta por la fe. Para la razón que se muestra celosa de su pura autonomía y recelosa del carácter cognoscitivo de lo creído, la separación de la fe trae consecuencias ruinosas para la misma razón y concretamente la de no poder recorrer sino “caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final” (48). Separarse de la revelación y de los misterios conduce a una razón truncada y débil, cerrada a la búsqueda metafísica de las preguntas últimas del hombre, y concentrada “en los problemas particulares y regionales, a veces incluso puramente formales” (61).
La apertura a la fe, o al menos el reconocimiento de la legitimidad racional del creer afecta, por tanto, a la comprensión misma de la razón. Y así, Fides et Ratio relaciona el inagotable deseo de conocer que tiene el hombre, con su “constante apertura al misterio” (71). Esa apertura puede ser confirmada o negada por la razón, con efectos consiguientes sobre la misma razón. Por eso, la encíclica anima a la reflexión filosófica “para que no se cierre el camino que conduce al reconocimiento del misterio” (51).
Se tiende a pensar que los misterios se refieren al ser íntimo de Dios. Es innegable que así es. En Dios se da la “plenitud del misterio” (17). Misterios que suponen verdaderos retos para la reflexión filosófica son la Encarnación (93), y la kénosis, la Cruz de Cristo (23, 93). Pero el misterio de Dios tiene su prolongación en el misterio del hombre. En este punto se hace necesario precisar, una vez más. El misterio del hombre no parece que se pueda plantear en el mismo nivel del misterio de Dios, y por ello algunos proponen que se evite el término misterio para referirse al hombre, y se acuda más bien a “enigma”, “problema” u otra expresión semejante. El enigma del hombre vendría a ser el conjunto de preguntas que acompañan inevitablemente a la existencia humana y cuya respuesta se presenta, al menos, como problemática. Se trataría de la versión fenomenológica del problema del sentido, tal como la presenta también Fides et Ratio en varios lugares.
Ahora bien, si se piensa que todo el problema reside en ofrecer unas respuestas a preguntas e interrogantes del hombre, se caería en un error. No se llega verdaderamente al sentido simplemente porque ya no haya más preguntas. El esquema pregunta-respuesta; inquietud-quietud; estímulo-satisfacción, u otros semejantes, dejan intocado el problema real del sentido del hombre. Se puede lograr tener narcotizada a toda la humanidad, en un estado de satisfacción y quietud, y sin embargo no atisbar ni de lejos el sentido. Al afirmar que el hombre es un buscador de la verdad, se desata un poder saber que empuja en la dirección del misterio de Dios. Cabe ciertamente ofrecer explicaciones reduccionistas del hombre, al que sólo le interesaría el dominio, el placer o el tener, lo cual arrojaría a la inquietud por saber a un rincón en la evolución de los sueños de la humanidad. Esta sería la vida entendida como juego, como el “divertissement” pascaliano. En ese sentido, no habría más enigma humano que el de lograr una versión económica adecuada para garantizar una ordenación de relaciones y bienes que fueran suficientes y abundantes para todos.
La realidad, sin embargo, es otra. La pregunta por el sentido es radical, en la línea del interrogarse heideggeriano de por qué el ser en lugar de la nada; o como la plantea Fides et Ratio “en la pregunta metafísica radical: «¿Por qué existe algo?»” (76). Y para esta pregunta no existe más respuesta satisfactoria que la que viene de la revelación, y concretamente de la encarnación de Dios y de la Cruz de Cristo. Y así es como el misterio revelado (de Dios, de Cristo) da a conocer el misterio del hombre, que cuenta también con dimensiones reveladas, a las que solamente se llega a partir de lo creído. Este es, a mi entender, el sentido profundo de la afirmación del Vaticano II, citada en tan numerosas ocasiones por Juan Pablo II: “En verdad, el misterio del hombre sólo se ilumina a la luz del misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et Spes22). A lo cual se podría añadir que el misterio del hombre es también camino para conocer mejor el misterio de Dios.
Si se admite lo anterior, no habrá inconveniente en aceptar que la “constante apertura (del hombre) al misterio y su inagotable deseo de conocer” (71) le sitúan en una disposición abierta para enfrentarse con un horizonte de realidad al que solamente se accede por fe. Es cierto que esa aceptación va acompañada necesariamente de un, digamos, sacrificio de la inteligencia; pero sería una visión unilateral si se considerara que ese sacrificio sólo tiene una valor negativo. Difícilmente se encontraría hoy alguien que compartiera plenamente la afirmación de Clifford recogida en las páginas anteriores (“es malo siempre, en cualquier parte y para cualquier persona creer algo sin evidencia suficiente”). En toda creencia –y las creencias son el origen de la mayor parte de las certezas humanas, y desde luego de las más “interesantes”– hay una sumisión de la inteligencia, una “obediencia” en terminología paulina. No por ello deja de tener relación con el conocimiento. Así lo ponen de relieve en nuestro tiempo diversas instancias, como la filosofía de la ciencia, que reconoce un papel fundamental a las hipótesis; la antropología existencial que encuentra en las creencias fundamento e impulso para la vida humana que solamente se puede realizar en la medida en que se proyecta en un futuro en que se cree; y la filosofía personalista que ha insistido, por su parte, en la importancia que tiene el creer como modo de relación de la persona con la realidad, y de las personas entre sí.
La relación de la razón con la fe tiene lugar en el propio itinerario hacia la fe, en el que la razón tiene un papel insustituible, así como en el acto por el que la fe busca entender (teología). Pero además, la razón se encuentra de otras maneras con la verdad revelada. Dos al menos son posibles. La primera cuando a la razón se le presentan afirmaciones cuyo origen es la revelación. Frente a este tipo de conocimientos se puede reaccionar de diversas maneras, pero la menos racional es la que lleva al rechazo prejudicial, a priori, sencillamente porque no procede de la razón. La posibilidad –opción– más lógica es el examen de esas afirmaciones, el pesarlas desde el punto de vista de la razón para determinar su consistencia ante el juicio racional. “El filósofo —dejó escrito Gilson— puede especular a partir de un mito, o de una fe religiosa, o de un sueño, o de una experiencia personal afectiva, o de una experiencia social colectiva, poco importa; lo único que cuenta es lo que justifica su razón”[6].
Junto a ese encontrarse ante una verdad ya formulada cuyo origen es revelado, existe además para la razón la posibilidad de “explorar vías que por sí sola no habría siquiera sospechado poder recorrer” (73). En este sentido, la razón se encuentra en el nivel objetivo, en el que se ve impulsada a “explorar –tómese nota de la repetición del verbo– el carácter racional de algunas verdades expresadas por la Sagrada Escritura, como la posibilidad de una vocación sobrenatural del hombre e incluso el mismo pecado original” (76). Valdría la pena detenerse en estos dos ejemplos, a los que se podrían añadir otros, para examinar sus posibilidades de examen racional. Quizá entonces descubriría en ellos el filósofo principios que iluminan el problema de la libertad y del destino del hombre así como el problema del mal.
Y añade Juan Pablo II: “Son tareas que llevan a la razón a reconocer que lo verdadero racional supera los estrechos confines dentro de los que ella tendería a encerrarse. Estos temas amplían de hecho el ámbito de lo racional” (Ibidem). Una idea semejante aparece un poco después: “En este misterio los retos para la filosofía son radicales, porque la razón está llamada a asumir una lógica que derriba los muros dentro de los cuales corre el riesgo de quedar encerrada” (80).
La audacia de la razón tiene un punto de llegada, que es la apertura a la fe, la disposición a aceptar la verdad grande por la autoridad de la misma verdad conocida, ciertamente, en un encuentro interpersonal: con Cristo en la tradición de los creyentes.
5. La racionalidad teológica
Comprendida la fe en su dimensión plena, estamos en condiciones de afrontar la naturaleza de la racionalidad teológica, conscientes de que su afirmación despierta recelos en una parte de los pensadores que no logran superar la contraposición entre racionalidad y fe. Este fenómeno es nuevo para la historia del pensamiento cristiano, que se construyó precisamente en cuanto proceso de confluencia entre lo sabido y lo creído: después de la desconfianza inicial de los creyentes en relación con la filosofía, los Padres “acogieron plenamente la razón abierta a lo absoluto y en ella incorporaron la riqueza de la Revelación”, o, como afirma un poco antes la misma encíclica: “fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes filósofos antiguos” (41). Fueron, en definitiva, asimilando diversos sistemas filosóficos, con la preeminencia final del platonismo agustiniano y –ya en pleno medievo– de la filosofía aristotélica[7]. Ese edificio especulativo se vino abajo en el pensamiento moderno, que estableció la separación, como principio entre lo creído y lo sabido.
La consecuencia de esa separación afectó de lleno a la teología. La teología se vio relegada desde fuera a la condición de lo no universal, de lo particular, de lo propio de quienes tienen fe y por eso se sitúan fuera del ámbito universalizador de la razón. El resultado fue un progresivo estado de inferioridad de la teología, que experimentaba al mismo tiempo la seducción y el temor ante la razón. La verdad se fragmenta: ya no hay una única verdad que se conoce de diversos modos (por fe o por razón), sino una verdad de la razón y una “verdad” de la fe que no puede reclamar un valor necesario ni universal. Esto llevó a un fenómeno interior a la propia teología, en la que se dio un corrimiento del método y de la problemática propios hacia aspectos más formales, lo cual condujo a una cierta pérdida de su cometido específico. El esfuerzo de los teólogos perseguía situarse en el nivel de la razón, sin advertir que, al haberse separado ésta de la fe, también ella había quedado herida. Así lo muestra la evolución posterior de la misma razón, que ha debido ella sola dar cuenta del todo, oscilando entonces entre la absolutización y el reduccionismo. De este modo, Fides et Ratio puede referirse al devenir de la filosofía en el idealismo, marxismo, positivismo, nihilismo, eclecticismo, historicismo, “modernismo”, cientifismo pragmatismo, pensamiento débil (postmodernidad) (46; 86-91).
La condición para poder hablar con sentido de racionalidad teológica pasa por la relación de la fe con la verdad, y de la fe con la filosofía. De ahí la reclamación que Fides et Ratio hace a los teólogos de que no caigan en la tentación de desinteresarse por la filosofía (68). Y avisa: “Si el teólogo rechazase la ayuda de la filosofía, correría el riesgo de hacer filosofía sin darse cuenta y de encerrarse en estructuras de pensamiento poco adecuadas para la inteligencia de la fe” (77). Privada de la relación con la verdad –Fides et Ratio dice “sin un horizonte metafísico”– la teología “no conseguiría ir más allá del análisis de la experiencia religiosa”, lo cual “no permitiría al intellectus fidei expresar con coherencia el valor universal y trascendente de la verdad revelada” (83).
No puede existir, por tanto, auténtica teología sin filosofía. Y no porque sea necesario acudir a la ayuda de uno u otro sistema de pensamiento, sino, primariamente, porque la fe exige la crítica, es decir, el examen racional, con la seguridad de que puede justificarse ante ella. ¿No es demasiado atrevida esta pretensión? ¿No es precisamente la fe resultado de la aceptación, más allá de toda crítica, de una palabra de autoridad?
En las preguntas anteriores, en las que se hace patente el temor de que si se toma en serio la crítica los efectos sobre la fe sean destructores, opera una confusión de fondo, comprensible, pero que impide una percepción acertada de las cosas. Es correcto afirmar que la fe es un principio subjetivo distinto de la razón. Pero la fe es mucho más, y concretamente, para entenderla hay que tomar en cuenta su referente objetivo, que es la revelación. Por su dependencia de la revelación, la fe no está en inferioridad de condiciones respecto a la razón a la hora del examen crítico. Solamente la crítica radicalizada que niega la revelación afecta negativamente a la fe. En este último caso –es decir, privada de su auténtico referente–, la fe estaría condenada a expresar lo no racional.
La fe se autocomprende, por tanto, en relación con la revelación, no con la razón. La revelación es su principio, su referente, su “objeto”, su “realidad”. Por este origen la fe no está al lado de la razón a la hora de expresar lo humano, sino en la formalidad de “lo otro”, de “lo diverso” de la razón. La fe teologal es la respuesta a la revelación, y bajo este aspecto expresa lo humano, precisamente lo humano en cuanto abierto a la revelación, no en cuanto alternativo a la razón[8]. Lo que está al lado de la razón, y a lo que, por tanto se dirige la crítica, es a la expresión de la fe que tiene que mostrar su consistencia ante el ejercicio de una razón coherente y rigurosa.
El resultado de ello es la construcción de la racionalidad teológica. Y así, por ejemplo, recuerdaFides et Ratio que a la teología dogmática le compete formular “expresiones conceptuales elaboradas de modo crítico y comunicables universalmente” (66). Más aún, el trabajo teológico es “obra de la razón crítica a la luz de la fe (...), presupone y exige en toda su investigación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente” (77).
La razón teológica, en consecuencia utiliza los recursos metodológicos de la ciencia y está esencialmente abierta al diálogo. La teología no es un discurso cerrado, reservado para el cenáculo de los teólogos por exigir unas claves de interpretación accesibles a unos pocos. Sucede por el contrario que la reflexión teológica es susceptible de valoración por científicos y filósofos en la medida en que se ocupa de cuestiones comunes con los campos de éstos. Precisamente, en el diálogo vivo con ellos mostrará su consistencia como discurso susceptible de examen racional, aunque nunca podrá ser reducido a la filosofía ni a ciencia.
Para que este diálogo sea eficaz es preciso fijar claramente los respectivos puntos de partida y la mutua implicación que se da en los diversos modos de afirmar lo real. Un ejemplo de ello es lo que Fides et Ratio recuerda a los teólogos: que el intellectus fidei necesita recurrir a la filosofía del ser, la cual “debe poder replantear el problema del ser según las exigencias y las aportaciones de toda la tradición filosófica, incluida la más reciente, evitando caer en inútiles repeticiones de esquemas anticuados”(97). Al mismo tiempo, la encíclica afirma con claridad la necesidad de que “teólogos y filósofos se dejen guiar por la única autoridad de la verdad” (79). Esta autoridad de la verdad, finalmente, tiene que ver con Cristo. Y así, con una afirmación de gran audacia, Fides et Ratio ofrece el siguiente principio: “La Verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hace crecer (cf. Ef 4, 15) tanto la teología como la filosofía” (92).
Retengamos esta última afirmación: “La Verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal...”. A este respecto parece que la relación de Cristo-verdad con la filosofía y con la teología es asimétrica, ya que en realidad Cristo representa el misterio del que se ocupa cabalmente la teología, en tanto que la filosofía está como a la espera de que se le formule el misterio. Este planteamiento debe ser completado por dos cuestiones ulteriores. La primera se refiere al límite de toda consideración objetiva (filosofía-teología), lo cual obliga a ir más allá, a los sujetos concretos (filósofos, teólogos) en quienes aquellas existen, ya que son las personas las que necesitan vivir su fe y su razón en unidad. La segunda consideración nos lleva al carácter definitivo de la respuesta de la fe, la cual es dada a todos los creyentes, más allá de cualquier modo puramente racional de búsqueda de la verdad.
Si se tiene en cuenta lo que se viene diciendo, el teólogo ve aclarada e iluminada su insustituible tarea de servicio a la racionalidad de la fe. Se entiende entonces que la necesidad de la filosofía para el quehacer teológico no consiste en la incorporación extrínseca de reflexiones ajenas (filosóficas), sino en la capacidad de que el teólogo sea también filósofo, como ya se ha afirmado anteriormente. A este respecto es importante entender que la teología no es un híbrido de pensamiento filosófico y textos bíblicos. La propia razón teológica genera una reflexión que enriquece el acervo del saber y de la comprensión de la realidad. En este sentido se debe entender la referencia de Juan Pablo II a “todos los progresos importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación, directa o indirecta, de la fe cristiana” (76).
La racionalidad teológica parte de hechos, de aquellos hechos reveladores (incluyendo a este respecto la palabra como un hecho) caracterizados por la libertad y el amor de Dios, hechos, por tanto, gratuitos, independientes de toda concatenación necesaria. Una vez fracasada la tentativa racionalista de someter la revelación a una explicación apriorística, restan todavía residuos de aquella mentalidad, ante la cual la racionalidad teológica puede aparecer como algo menor y constitutivamente débil, ya que se construye a partir de esos hechos, hechos que resulta imposible integrar en un sistema regido por la ley de una coherencia necesaria y plena. En este contexto, la renuncia al control de la verdad y de los hechos que es connatural con la fe, supondría para la teología —en cuanto reflexión a posteriori de la revelación— un limitarse a la búsqueda de razones fundadas en la analogía; es decir, a la elaboración de argumentos de congruencia o de conveniencia.
Pero la teología no se limita a justificar en la medida de lo posible y desde abajo la racionalidad de la fe. Su explicación de la realidad una –y a este respecto resulta indiferente que se trate de lo racional o de lo revelado– en la medida en que ofrece una explicación última, es fuente de inteligibilidad para comprender la realidad en su sentido más profundo. A la luz de estos principios, también el filósofo creyente se ve afectado, ya que persigue un camino racional para alcanzar una verdad a la que, por la fe, ya ha llegado. Gracias a ello, está en situación de hacer el camino de vuelta y, a partir de lo creído, llegar a lo sabido; es decir, de poner en ejercicio una fides quaerens intellectum. De esta manera se completa la unidad entre filosofía y teología: no se puede ser teólogo si no se es filósofo (“nemo theologus nisi philosophus”, afirmaba el aforismo clásico); a su vez, el filósofo creyente es necesariamente también teólogo.
A los teólogos se les presenta el reto de servir a la racionalidad del misterio cristiano sin reduccionismos ni separaciones indebidas. Deben, en consecuencia, como se ha expresado anteriormente, elaborar de forma crítica una reflexión sobre la fe revelada; o, si se prefiere, deben dar cuenta de la verdad del misterio de manera consistente ante las preguntas de la razón, sin por ello convertir su discurso en filosofía. La tarea de la razón teológica es formalizar la inteligibilidad de la revelación de forma satisfactoria para la razón crítica. La razón teológica se distancia de la razón pseudo-crítica que ha liquidado la cuestión de la verdad, bien disolviéndola en sentido; bien reduciéndola a la cuestión de «evidencia experimental»”[9]. Esta razón pseudo-crítica tiende a olvidar que junto al conocimiento científico, y anterior a él, están los conocimientos fundantes que permiten una interpretación global de la realidad.
Pero al enfrentarse con hechos y palabras reveladores y salvadores, el servicio que la teología presta a la racionalidad de la fe no puede ser meramente intelectual. Su preocupación por la verdad va necesariamente acompañada de una relación con el misterio, siendo ambos, aspectos inseparables de una misma actividad. Ello significa que, además de pensado, el misterio debe ser vivido, y esa vivencia no es ajena a la racionalidad con que se comprenden los mismos misterios. La vivencia, por su parte, no debe encerrarse en sí misma, en una experiencia autofundada, sino abrirse a la comunicación y a la valoración racionales. De este modo, la fe pensada y vivida se prolonga en el diálogo y se encarna en el testimonio.
La racionalidad de la fe alcanza su coherencia suprema en el testimonio porque, para el testigo, un ejercicio inmoderado de la racionalidad siempre es equilibrado por lo que él mismo ha experimentado. Así, por ejemplo, el testigo de que Aquiles alcanza a la tortuga quizá no esté en condiciones de explicar el problema del movimiento, pero sabe que realmente la alcanza, y por tanto, que la afirmación racional de que no puede alcanzarla responde a un problema mal planteado o mal resuelto. De modo semejante, a la experiencia del límite en el examen racional de la fe le sucede otra experiencia, y ahora de superación, en el sentido de un saber, de una sabiduría que se alimenta del contacto directo con la realidad. La teología, entonces, muestra una dimensión que le es consustancial: la de ser no sólo intellectus fidei, sino también affectus fidei.
[2] J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 1969, pp. 19 ss.
[3] S. TOMAS, In Epist. ad Romanos, c.1, lect.4
[4] “We believe because we love”: J. H. NEWMAN, Oxford University Sermons, 236
[5] W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 1985, p.155
[6] E. GILSON, El filósofo y al teología, Guadarrama, Madrid 1962, p. 223
[7] Por eso puede recomendar Fides et Ratio a los teólogos que sigan el ejemplo de los Padres y de los grandes teólogos cristianos “que destacaron también como grandes filósofos” (74).
[8] Cfr. G. COLOMBO, La ragione teologica, Glossa, Milano 1995, p. 8
[9] Ibidem. p 10
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