Publicado en: Un bicho que busca a Dios, Grafite Ediciones, Bilbao 2003, pp. 91-116.
Índice:
1. El proceso de crecimiento
2. La necesidad de un entrenamiento espiritual
3. Aprender a conocer el bien: la prudencia
4. Memoria: la aceptación sincera de la experiencia
5. Intuición: conocer lo que es bueno aquí y ahora.
6. Ciencia moral: la necesidad de formar la conciencia
7. Docilidad: la necesidad de pedir consejo
8. Imperio: la responsabilidad de tomar decisiones
9. Audacia: la diferencia entre lo bueno y lo mínimo
10. Libertad y tiempo: la fortaleza
11. El ejercicio de la libertad: responsabilidad
12. Voluntad y tiempo: fidelidad y magnanimidad
13. La superación del tiempo mediante la fidelidad
1. El proceso de crecimiento
Para ser cristianos, primero ser humanos
Dios quiere que lleguemos a ser buenos cristianos, santos de verdad. Pero para eso, hay que ser, primero, hombres de verdad. Si alguno pretende llegar a ser cristiano sin esforzarse antes por ser un hombre de verdad, pronto fracasaría.
Los demás hombres deben ver, a través de las cualidades humanas de los cristianos, la fuerza de la gracia de Dios que tienen en el alma. Las virtudes humanas del cristiano han de manifestarse audazmente, sin miedo a lo que puedan decir (sean alabanzas o críticas). Y hay que vivirlas con sencillez, sin querer aparentar nada. No se trata de ir de buenos por la vida. Sino de procurar ser verdaderamente buenos, como hombres y como cristianos.
El proceso de madurez, tarea de la libertad
Ahora bien, como hemos apuntado antes, el hombre es un ser temporal, no es “de golpe”, sino que va desarrollando su naturaleza y su vida poco a poco. Si, como hemos dicho antes, la meta consiste en llevar a plenitud esa imagen de Dios que llevamos en lo hondo de nuestro ser, eso no se consigue sino poco a poco, luchando por ir alcanzando cada una de las virtudes.
Para entender bien este proceso, esta necesidad de luchar por alcanzar las virtudes, hay que tener en cuenta dos factores distintos. Primero, la imperfección o inmadurez natural del hombre al comienzo de su vida, tanto en lo físico y lo intelectual, como en lo afectivo y lo espiritual. Segundo, las heridas que el pecado deja en la naturaleza. El pecado, el original y el personal, hiere la naturaleza. Estas heridas se resumen en la ignorancia o dificultad para conocer el bien, la debilidad para llevarlo a cabo, la malicia o tendencia de la voluntad al mal, y la concupiscencia o desordenado afecto a las cosas placenteras.
Por su propia constitución, nuestra naturaleza tiene necesidad de un perfeccionamiento progresivo. En efecto, como sucede con todos los seres vivos, el niño no es todavía un ser humano plenamente desarrollado. Además, la naturaleza humana es una naturaleza libre. Y esto quiere decir que no alcanza su desarrollo natural sino a través del ejercicio de la propia libertad.
Los animales nacen ya con casi todo el bagaje de instintos y habilidades prácticamente desarrollado, pues tienen una naturaleza no libre. Sus acciones no brotan de la libertad, sino de los instintos naturales prefijados. Para que la libertad humana pueda desarrollarse y desplegar su infinita variedad de posibilidades, es necesario que la persona humana nazca indeterminada, sin terminar todavía. Eso significa que alcanzar la madurez no es un proceso automático y biológico, no es algo que sale solo. Es una tarea para la propia libertad del sujeto. Y esa tarea supone esfuerzo, como cuesta esfuerzo desarrollar la inteligencia o los músculos.
Como no nos gusta el esfuerzo, muchas veces nos preguntamos por qué cuesta trabajo obrar bien, por qué tenemos por esforzarnos para alcanzar las virtudes. Suele responderse que esto es debido a las heridas del pecado original. Pero esta respuesta no es suficiente, ya que la misma naturaleza humana, al margen de las heridas del pecado, tiene una situación natural de indeterminación, de imperfección, que requiere un trabajo de desarrollo que es tarea de la libertad.
La imperfección inicial y las heridas del pecado
A veces, el pecado original nos sirve como fácil recurso, le echamos la culpa de defectos que son culpa nuestra. Hay que tener en cuenta que las heridas del pecado original son sanadas por la gracia recibida en el Bautismo, y que esa gracia que proviene de la Pasión de Cristo es tan poderosa y sobreabundante que nos pone en una situación incluso mejor de la que tenían Adán y Eva, aunque no tenemos los dones preternaturales, que incluían el desarrollo de las virtudes y la fuerza y facilidad consiguientes para hacer el bien.
La fuerza de la gracia que recibimos sobrepasa con mucho la debilidad de las cicatrices que las heridas del pecado original dejan en nuestra naturaleza[1]. El verdadero problema es que esas heridas se reabren y agravan como resultado de nuestros pecados personales. Pero, además, el ser humano, al margen de la caída y la regeneración, tiene una inicial situación de imperfección que ha de ser superada mediante la libertad.
La naturaleza humana es buena, pues ha salido de las manos de Dios, pero esa bondad no está desarrollada desde el principio. El niño tiene lo que santo Tomás llama un “comienzo de virtudes”, pero no una virtud desarrollada. La virtud natural es un hábito que surge mediante el ejercicio correcto de las propias capacidades, y permite obrar bien habitualmente y con facilidad. Pero esa facilidad que da la virtud sólo surgirá del ejercicio de la libertad del sujeto. Alcanzar esta situación de madurez es una tarea que exige esfuerzo. Y esta necesidad de esfuerzo y de lucha moral es resultado de la estructura interna propia de la naturaleza humana libre, aunque luego se agudice a causa de nuestros pecados.
Es típico de nuestra comodidad echarle las culpas al pecado original con demasiada frescura. Antes de hablar de pecado, hay que asumir nuestra limitación natural, y hacerlo con alegría. No es malo ser limitado, porque ese ser limitado es fruto de un acto amoroso de Dios, que lo ha inventado así, limitado, y lo ha puesto cariñosamente a existir, para que alcance libremente la plenitud que da el amor
2. La necesidad de un entrenamiento espiritual
El hombre necesita un tiempo para madurar. Ha de desarrollar y educar su propio ser, para poder alcanzar la perfección. Del mismo modo que hay que educar el cuerpo, y aprender a andar, bailar, comer, cantar, escribir, etc., así también hay que educar el alma, y aprender a ser prudente, fuerte, justo, sobrio, casto, veraz, leal, sincero, alegre, etc.
Cuando uno se deja llevar por el vicio, sufre una desintegración, un desgarro interior del alma. Entonces, la voluntad no consigue querer de verdad. Querría hacer el bien, pero su organismo espiritual no le responde, como no responden los músculos de un cuerpo mal entrenado. Querría hacer el bien, querría querer, pero no consigue querer de verdad, se parte por dentro y no consigue hacer lo que, en el fondo, le gustaría ser capaz de querer.
Esto es un fruto característico del pecado, una consecuencia necesaria del estropicio que el mal produce en el alma. Para poder amar en plenitud, la voluntad necesita que su propio ser moral esté adecuadamente educado.
Los hábitos naturales, tanto buenos como malos ‑virtudes y vicios‑ se alcanzan a base de repetición de actos, buenos o malos. Así pasa con los músculos. Ejercitando un movimiento se refuerza el músculo, que adquiere mayor capacidad y facilidad para realizar ese movimiento. Lo mismo pasa con las facultades del alma. Cuando se hacen actos buenos, esas facultades mejoran y se robustecen, adquiriendo una facilidad mayor para hacer el bien. Y cuando se hacen actos malos, las facultades del alma se estropean, les cuesta más hacer el bien y tienden con más facilidad a hacer el mal, como cuando se coge un vicio en un deporte: cuesta más quitarlo que aprender desde cero.
A la hora de la acción concreta, no es verdad que "querer es poder", al menos de momento. Por mucho que quiera, yo no puedo correr, ahora, los cien metros en diez segundos. Quizás lo consiga con entrenamiento, pero ahora no. Ahora sólo puedo querer, de modo inmediato, entrenarme lo necesario, para ver si puedo llegar a esa marca.
Lo mismo pasa con las facultades del alma. Para querer en plenitud el bien, la voluntad necesita que las diversas facultades de su organismo espiritual estén entrenadas y perfeccionadas, si no, no puede querer. Querría, le gustaría querer, pero no lo consigue. Para llegar a conseguirlo, tiene que dedicarse a ir alcanzando poco a poco esa perfección que le falta.
Esas diversas perfecciones morales son lo que se llama virtudes. Los hábitos malos se llaman vicios. La madurez moral del hombre requiere desarrollar cada una de las virtudes. Todas ellas están conectadas entre sí, formando un organismo. Y hay que prestar atención al desarrollo de cada una de ellas. Ahora veremos las principales virtudes, y describiremos su papel dentro del organismo espiritual.
Para desarrollar esta descripción seguiremos un esquema que pretende destacar tres aspectos: el sentido positivo de cada virtud ‑su sentido real‑, el lugar que cada una de ellas ocupa en la génesis de los actos concretos, y la unidad y continuidad de lo natural y lo sobrenatural en la actividad humana.
Al realizar una acción moral, primero hay que conocer qué es lo bueno (prudencia y fe), después ejercitar la libertad, querer querer (fortaleza y esperanza), y entonces entra en juego el querer de la voluntad (justicia y caridad). Como nuestra voluntad es de hombre, voluntad de carne y hueso, para querer bien necesitamos saber querer con el cuerpo (templanza: sobriedad, desprendimiento, castidad). Este es el orden en que describiremos las diversas virtudes que componen el organismo espiritual del hombre.
Prudencia y fe
Para obrar bien, lo primero es conocer qué hay que hacer en cada caso concreto. Esto exige saber aplicar las reglas generales sobre el bien y el mal a los casos concretos. La virtud que perfecciona este conocimiento práctico del bien a nivel natural es la prudencia.
A nivel sobrenatural, la luz de la fe, que es una participación en el modo de conocer divino, arroja nueva y definitiva claridad sobre las cosas y las acciones. Por eso, si pedir consejo es parte esencial de la virtud de la prudencia, dejarse guiar por la luz de la fe que Dios nos da es la culminación y plenitud de la prudencia. El hombre más prudente es aquél que se guía por la fe. Esto da lugar a una prudencia sobrenatural.
Fortaleza y esperanza
El bien conocido nos gusta, y atrae nuestra voluntad. Pero esa atracción no arrastra necesariamente a la voluntad. En ese momento nos damos cuenta de que ese bien no saldrá más que si nos da la gana de ponerlo en práctica. Nos damos cuenta de que somos dueños de nuestros actos. Para querer ese bien, me tiene que dar la gana de querer. Es decir, he de "querer querer". El acto de la voluntad que va a por el bien no sale solo, no es fruto automático de la atracción del bien.
Esto quiere decir que el querer es ya, en sí mismo, algo "por realizar", una tarea de mi libertad. Esta tarea requiere una virtud particular: la fortaleza. El ejercicio de la propia libertad es experimentado en ocasiones como una carga. Nos gustaría que el bien que hay que hacer saliera solo, sin tener que proponérnoslo. Y esa carga exige, ya de por sí, un ejercicio de la fortaleza.
También necesitamos la fortaleza porque, lo que queremos, no se alcanza inmediatamente, y hemos de mantener ese propósito a lo largo del tiempo, reafirmando el querer anterior hasta lograr la meta. La fortaleza es un refuerzo de la libertad que nos permite proponernos grandes metas, aunque sean difíciles de conseguir.
A nivel sobrenatural, el fin que se nos presenta es alcanzar el Cielo y la santidad. Esto es algo absolutamente imposible para nuestras fuerzas humanas. Por eso, no seríamos capaces ni siquiera de proponérnoslo si no tuviéramos la virtud de la esperanza sobrenatural, que Dios infunde con la gracia. La virtud de la esperanza es un refuerzo de nuestra libertad que nos permite experimentar como objetivo posible la santidad y el Cielo. Y por eso, nos permite quererlos. Esa esperanza da lugar a una fortaleza sobrenatural, que nos permite superar todos los obstáculos. La esperanza es la plenitud y culminación de la fortaleza.
Justicia y caridad
Una vez que el bien es conocido como posible, la voluntad lo puede querer. Para querer el bien propio no es necesaria ninguna virtud particular. Pero a veces es difícil querer el bien ajeno. Para quererlo siempre y con facilidad, la voluntad necesita ser perfeccionada por la virtud de la justicia. Si somos justos, obraremos siempre el bien (si nos da la gana).
En el ámbito sobrenatural, la justicia humana es insuficiente. Para querer a Dios como Él merece ser querido, recibimos la virtud infusa de la caridad, que es una participación del mismo amor íntimo de Dios. Mediante ella, podemos amar a Dios y a los demás de un modo sobrehumano, propiamente divino. La caridad es la plenitud de la justicia.
Templanza: sobriedad, desprendimiento y castidad
Pero la justicia y la caridad son refuerzos de la voluntad espiritual. Y nosotros no somos espíritus puros. Somos personas de carne y hueso. La voluntad espiritual del hombre no puede querer de verdad al margen del cuerpo, porque no quiere el alma sola, sino el hombre entero, que es unidad de alma y cuerpo. Por eso el cuerpo, en cuanto expresión e instrumento del alma, necesita un perfeccionamiento propio, que organice el deseo de cosas buenas propio del cuerpo, para que éste sea dócil al querer de la voluntad, y alcance la madurez, pasando de un estado menos integrado en la personalidad espiritual, a un estado de integración personal plena.
Es la virtud de la templanza, que tiene diversas manifestaciones: sobriedad, desprendimiento, castidad, etc. La templanza en general es el entrenamiento que necesita el cuerpo para poder amar en unidad plena con el alma. Si el amor humano reclama una templanza natural, el amor divino reclama una templanza aún más elevada, que lleva, por ejemplo, a la mortificación o al celibato.
Virtudes naturales y sobrenaturales
Hemos descrito el conjunto de las virtudes básicas en su unidad, pero hay que tener en cuenta que las virtudes naturales y las sobrenaturales tienen un origen distinto.
Las virtudes naturales surgen por repetición de actos. Las virtudes sobrenaturales son virtudes infusas, es decir, infundidas por Dios junto con la gracia santificante. Crecen también cuando las ejercitamos, pero como resultado de la acción de Dios, no como resultado automático y natural de nuestros actos.
La fe, esperanza y caridad se llaman virtudes teologales, porque hacen referencia directamente a Dios. Mientras que las cuatro virtudes humanas mencionadas se llaman cardinales, porque son el fundamento de otras muchas que giran a su alrededor.
Esas virtudes naturales reciben un refuerzo propio con la llegada de la vida sobrenatural, de manera que hay también una prudencia sobrenatural, etc.
Vamos a estudiar ahora las virtudes de la prudencia y la fortaleza, que hacen referencia directa al conocimiento del bien y la libertad, que son los temas que ahora estamos desarrollando.
3. Aprender a conocer el bien: la prudencia
La prudencia es la virtud que nos permite conocer el bien que hemos de hacer en concreto, aquí y ahora. Aplicar las reglas teóricas generales a las situaciones concretas de la vida. Para razonar correctamente son necesarios varios pasos:
· memoria: asumir lo que nos dice la experiencia;
· intuición: conocer lo que es bueno aquí y ahora;
· imperio: asumir la responsabilidad de tomar decisiones.
4. Memoria: la aceptación sincera de la experiencia
Para saber actuar correctamente, el primer paso es asumir la experiencia que hemos tenido en otros casos semejantes. Cuando la experiencia nos advierte de un peligro, la falta de honradez nos puede llevar a dejar de lado esa advertencia y seguir nuestro gusto, engañándonos al pensar que "no pasa nada", cuando sabemos, en el fondo, que sí pasará.
Si aceptamos lo que nos dice la experiencia, muchas veces tendremos que huir de una situación que, en otras ocasiones, nos ha llevado al pecado, aunque en sí misma no sea mala. O tendremos que poner los medios para alcanzar la meta prevista, porque si no, al final, nos pilla el toro. Por ejemplo, en el estudio.
La comodidad tiende a olvidar lo que indica la experiencia, buscando el placer inmediato. Para eso, hay que engañarse a uno mismo. Pero este engaño es muy frecuente.
Como hemos indicado en otro capítulo, incluso en el caso de que no llegue a pasar nada malo, cuando nos engañamos de esta manera, ya estamos obrando mal. Y en ocasiones, eso puede llegar a ser falta grave. Por ejemplo. Si conduzco demasiado rápido por la ciudad, sé que pueden presentarse situaciones en las que no podré evitar un accidente. Aunque, de hecho, no pase nada, habré actuado mal, por haberme puesto es una situación de peligro innecesario. Y eso mismo, ya es malo. Es una falta grave contra la virtud de la prudencia.
Ponerse, sin necesidad proporcionada, en ocasión de pecar, o dejar de poner los medios necesarios para cumplir con un deber, son fallos muy característicos contra ese aspecto de la prudencia que es la memoria: la aceptación sincera del dictamen de la experiencia. Hay que tener un cuidado especial de evitar este tipo de fallos.
5. Intuición: conocer lo que es bueno aquí y ahora
Para conocer lo bueno para mí, lo que yo tengo que hacer aquí y ahora, son necesarios tres requisitos básicos:
1. — Ciencia moral: saber, en teoría, qué es lo bueno.
2. — Rectitud de las tendencias: tener las virtudes morales, lo que permite tener un olfato moral recto.
3. — Aceptación sincera del dictamen de la experiencia.
Ya hemos hablado del tercer requisito. Vamos ahora a considerar los otros dos.
Para acertar en la búsqueda del bien, hay que tener la información teórica necesaria. Si uno no sabe, es imposible que acierte. Por eso, como ya hemos visto antes, tenemos una obligación moral grave de formar nuestra conciencia, informándonos de las leyes morales que afectan a los diversos campos de nuestra actuación social, familiar, profesional, etc. Si uno no ha puesto los medios elementales para saber esto, es culpable de los errores que comete.
Además de la teoría, para descubrir qué es lo bueno aquí y ahora, necesitamos tener nuestras tendencias rectamente orientadas. Si no, el mal que hay dentro de nosotros nos hará ver las cosas de modo equivocado. Lo veremos también más en detalle.
6. Ciencia moral: la necesidad de formar la conciencia
En la moral, como en cualquier actividad, uno no puede ponerse a actuar a lo loco, sin saber cuáles son las leyes que rigen ese aspecto de la realidad. Si alguien pretendiera dirigir una central nuclear sin tener la formación necesaria, todos le tacharíamos de loco. Lo mismo que si alguien se pusiera a operar a otra persona sin saber nada de medicina. En todos los campos de la vida, antes de actuar, hay que formarse.
Tenemos una obligación moral seria de formarnos la conciencia de modo recto, en todos aquellos campos de la vida familiar, profesional, social, etc., en los que se desarrolla nuestra actividad. Si no tuviéramos interés en saber lo que es bueno o malo, estaríamos faltando al deber de buscar la verdad. Eso querría decir que nos da igual que lo que hagamos esté bien o mal. Lo cual hace que el conjunto de nuestra actividad esté viciada de raíz: si hacemos el bien o evitamos el mal, será más por casualidad que por interés nuestro.
Este desprecio de la verdad y del bien es una grave ofensa a Dios y a los demás, porque nos llevará, necesariamente, a ofenderles en diversas ocasiones y en distintas materias, y ni siquiera podremos ser conscientes de ello, ni podremos arreglar el asunto. Esta falta de interés por la verdad es uno de los pecados más graves contra la virtud de la prudencia.
Tenemos obligación de seguir siempre lo que nos dicta nuestra conciencia. Por eso tenemos obligación de formarla bien.
La ignorancia y su calificación moral
Se llama ignorancia a la carencia de ciencia moral. Es decir, a no saber lo que es bueno o malo. El error moral se equipara a la ignorancia. Se pueden dar tres tipos de ignorancia, que tienen significados morales muy diversos: ignorancia inculpable, ignorancia crasa e ignorancia afectada. Estas dos últimas son culpables. Veámoslo.
a) Ignorancia inculpable
Puede suceder que una persona no tenga la culpa de no saber qué es lo bueno en un asunto concreto. Sea porque le han engañado, sea porque es una cuestión difícil, o por una deformación cultural de la que no es responsable.
En estos casos, esa persona, cuando siga lo que le dicta su conciencia, se equivocará y hará algo objetivamente malo. Pero ese mal no es culpa suya, no se le puede imputar a ella. Ella ha seguido honradamente su conciencia, y el error de la conciencia no es tampoco culpa suya. Por eso, la ignorancia inculpable excusa de pecado. Esto supone, evidentemente, que esa persona ha puesto los medios que la prudencia exige para conocer lo bueno. Si no, su error sería culpable.
b) Ignorancia crasa
Se le llama también ignorancia supina. Es la que tiene el que no ha puesto ni los medios más elementales que la prudencia exige para conocer qué es lo bueno. Es, por eso, ignorancia culpable: esa persona debería tener la ciencia moral mínima, pero por comodidad, o desinterés por la verdad, no ha puesto los medios para formarse.
Esta ignorancia crasa, culpable, es ya, en sí misma, un pecado. Y no excusa de los pecados que se puedan cometer desde esa situación.
c) Ignorancia afectada
Se llama así a la situación de quien desconoce la verdad porque, sospechando que podía ser contraria a sus intereses egoístas, prefiere no conocerla, para poder pecar con más tranquilidad, dejando a la conciencia totalmente fuera de juego.
Este tipo de ignorancia no sólo no excusa de pecado, sino que es un agravante, pues implica malicia y desprecio formal del bien.
Necesidad de las virtudes para la intuición del bien
El bien es siempre perfección, plenitud, atractivo. Algo que nuestra naturaleza reclama de modo espontáneo. Por ser perfección, el bien es algo que nos gusta. Nuestra naturaleza es buena ‑está hecha por Dios‑ y tiende naturalmente al bien: el hombre está hecho para el bien.
Pero con el pecado, al estropearse la naturaleza, se estropea también esa inclinación espontánea hacia el bien. El mal que tenemos dentro tiende al mal. Y ya no se ve con la misma claridad lo que es bueno y malo.
A la hora de la acción concreta, no basta el conocimiento teórico del bien, necesitamos también experimentar el bien en concreto: saber que, aquí y ahora, eso es bueno para mí. Para experimentar esto, necesitamos que nuestra naturaleza esté adecuadamente dirigida hacia el bien, que no haya perdido esa rectitud original. Es decir, necesitamos las virtudes. Sólo de ésta manera podemos fiarnos de nuestro propio instinto moral.
Cuando sabemos que tenemos cosas malas dentro de nosotros, como fruto de las malas acciones anteriores, ya no podemos fiarnos de ese olfato moral: nuestro conocimiento práctico del bien está estropeado. Por eso se dice que la prudencia necesita de las demás virtudes. Un hombre vicioso no puede ser prudente, porque no puede conocer el bien en concreto con facilidad: su propia maldad interior se lo impide.
7. Docilidad: la necesidad de pedir consejo
Como se puede ver, no siempre es fácil reunir todos los elementos necesarios para emitir un juicio acertado sobre la conveniencia de una determinada decisión. Todos sabemos que, en ocasiones, nos falta la ciencia necesaria; otras veces, nuestra debilidad nos juega una mala pasada; y en otros momentos, nos faltará la rectitud interior suficiente para intuir de modo fácil y certero lo que debemos hacer.
La experiencia nos indica que, con cierta facilidad, nos equivocamos. Y, cuando algo va en contra de nuestra comodidad, ya se sabe que uno nunca es buen juez en causa propia.
Si queremos ser objetivos, sabemos que debemos buscar el punto de vista de quien lo ve fríamente, desde fuera. Por eso, el sentido común más elemental nos lleva a pedir consejo a personas que sepamos moralmente rectas y expertas en la cuestión concreta de que se trate.
El saber pedir consejo es toda una ciencia. Y es un elemento indispensable cuando se trata de tomar una decisión particularmente importante, o cuando el asunto es, de por sí, difícil de resolver.
Quien no sabe escuchar el consejo de los demás, por cazurrería y falta de docilidad, es seguro que se equivocará, porque esa actitud es fruto de la soberbia, y la soberbia ciega. Eso no significa que se equivoque en cada caso, pero, en el desarrollo de su vida moral, esa falta de docilidad le llevará al error con toda seguridad.
Ahora bien, el pedir consejo no puede ser interpretado como un modo de descargar la propia responsabilidad. Uno pide el consejo necesario a las personas adecuadas, porque así lo exige el sentido común. Pero no por eso deja de ser personalmente libre y responsable. Sea que sigamos el consejo, sea que pensemos que debemos rechazarlo, somos nosotros, con nuestra conciencia y nuestra libertad, los que decidimos. Por eso hay que evitar un peligro, presente a veces: el miedo a asumir la responsabilidad de las propias decisiones.
Hay también otro peligro: el de ir buscando distintos consejeros, hasta encontrar uno que nos dé el consejo que nuestra comodidad estaba buscando, para después tranquilizar la propia conciencia, diciéndonos que no hacemos más que seguir un consejo que nos han dado. Este modo de actuar es muy perjudicial, porque supone una gran falta de sinceridad con nosotros mismos y con Dios.
8. Imperio: la responsabilidad de tomar decisiones
Una vez que se ha visto lo que se debe hacer, llega el momento de tomar la decisión firme de realizarlo. Es la hora de ese acto que se llama imperio. La inteligencia práctica da una orden precisa que pone en marcha a la voluntad. En este momento, hay que evitar el peligro de la indecisión.
Ya hemos visto que, en la vida práctica, no siempre se puede esperar a tener una certeza plenamente absoluta. Llegado el momento, hay que asumir la responsabilidad de tomar decisiones, sabiendo y reconociendo que esas decisiones son nuestras, que nos afectan personalmente y que tendremos que dar cuenta de ellas.
Si podemos mandar y decidir algo es, precisamente, porque somos libres. Y libres significa responsables. La responsabilidad puede ser, en ocasiones, muy grande. Sin embargo, la decisión hay que tomarla. Muchas veces, la vida nos pondrá en esa situación: por el puesto que ocupamos, debemos tomar decisiones importantes, para nuestra vida, o para la vida de los demás.
Es inútil pretender esconderse, como el avestruz. No podemos hacer como los niños, que cierran los ojos y dicen ‑"No estoy". Sí estamos, y debemos aceptar nuestra responsabilidad. Es el precio de nuestra libertad. Por el hecho de ser libres y estar ahí, hemos de adoptar decisiones. Pretender liberarnos a base de no tomar la decisión necesaria, es inútil. Aunque luego podamos echar la culpa a las circunstancias y a otras personas, el mal que se deriva de no haber tomado esa decisión responsable recae sobre nosotros, lo queramos o no.
El miedo a tomar decisiones es miedo a la libertad. Por eso hay que desecharlo. Lo que hay que hacer, se hace. Y, si hemos actuado con prudencia, no tendremos problema en aceptar las consecuencias, aunque a veces puedan ser duras, o podamos habernos equivocado. Si ha sido así, sabemos que lo hemos hecho sin culpa moral. Así pues, asumimos la responsabilidad. Y estamos dispuestos a rectificar siempre que haga falta. Estar dispuesto a rectificar es un factor necesario a la hora de tomar cualquier decisión.
“No es prudente el que no se equivoca nunca, sino el que sabe rectificar sus errores. Es prudente porque prefiere no acertar veinte veces, antes que dejarse llevar de un cómodo abstencionismo. No obra con alocada precipitación o con absurda temeridad, pero se asume el riesgo de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar” (S. J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 88).
9. Audacia: la diferencia entre lo bueno y lo mínimo
El hombre está hecho para Dios, y para hacer cosas grandes. Por eso, ser prudente significa ser audaz, tener grandeza de ánimo (magnanimidad). La inexperiencia de la primera juventud lleva a ser audaces por ignorancia (por no prever los obstáculos). Con la madurez, se empiezan a ver las cosas con sus dificultades reales. Entonces el peligro es encogerse, no tener la fortaleza necesaria para continuar persiguiendo los ideales de modo auténtico y realista. La cobardía se reviste de prudencia. La audacia prudente es la que, previendo los obstáculos, tiene la valentía suficiente para seguir adelante en la búsqueda del bien.
En este sentido, hay que tener en cuenta que tan imprudente es la cobardía como la temeridad. En estos momentos existe una cierta "cobardía cultural", que está bastante difundida. Es la actitud que tiende a reducir lo bueno a lo mínimo imprescindible. De modo que quien va a por lo bueno de verdad, parece exagerado.
En el estudio, por ejemplo, esa cobardía se traduce en la actitud de quien se conforma con aprobar, y sospecha que es exageración el profundizar de verdad en la materia. No dirá que es malo, pero tampoco se sentirá empujado a ello. Se considera bueno con tal de dar el mínimo exigido.
Esta actitud ha llevado a una falsa interpretación del dicho clásico “in medio virtus”, “la virtud es un punto medio”. Algunos quieren interpretar que la virtud consiste en “no exagerar” en la búsqueda del bien, en el punto medio de una “mediocridad bien entendida”.
Lo que en realidad quiere decir ese “in medio virtus” es que la virtud es una cumbre entre dos extremos que caen en el abismo del vicio. La misma prudencia es una cumbre difícil de mantener entre los extremos malos de la temeridad y la cobardía. Es difícil, a veces, descubrir y mantenerse en esa cumbre entre dos valles, pero se trata de una cumbre que coronar, no de una “dorada mediocridad” burguesa.
Si, como hemos dicho antes, las virtudes consisten en saber amar con todo nuestro ser, esta actitud, que confunde lo bueno con lo mínimo exigible, es todo lo contrario del amor. Quien ama nunca se conforma con el mínimo. Y si uno va al mínimo, es que le falta amor. Algo va muy mal dentro de esa persona. Es esa la actitud, por ejemplo, de quien se conforma con evitar el pecado mortal, pero no tiene la ilusión de evitar el venial, ni de mejorar interiormente, en su trato con Dios, y con los demás.
Una actitud semejante a ésta es la que se quiere expresar cuando se habla de la “prudencia de la carne”, que busca el propio egoísmo y comodidad, frente a la verdadera prudencia sobrenatural, que tiene en cuenta la Providencia divina, omnipotente y amorosa, que nos va llevando a la santidad.
El egoísmo se encuentra en la base de esa actitud, y ese egoísmo le llevará, en muchas ocasiones, a caer por debajo del mínimo, y a pecar. De hecho, si estamos hechos para amar, la actitud lógica es la contraria. Lo bueno no es lo mínimo, sino una meta siempre por alcanzar, cada vez más alta. Esto es lo único que llena y serena el corazón humano.
10. Libertad y tiempo: la fortaleza
El bien posible
Una vez que, con la ayuda de la prudencia y de la fe, se ha conocido el bien, podemos pasar a ponerlo en práctica. Pero no todo lo bueno en general, lo consideramos bueno para realizarlo aquí y ahora. Hay muchas cosas que son buenas pero imposibles de alcanzar, por lo menos de momento.
Para que la voluntad se proponga seriamente algún quehacer, ha de experimentarlo como inmediatamente posible. Y si se trata de una meta a largo plazo, sólo me la propongo en serio cuando veo los medios que puedo ir poniendo en estos momentos, hasta alcanzar esa meta lejana.
Cuando sentimos que algo es demasiado lejano o difícil, la voluntad no lo quiere en serio. Aparece entonces la "veleidad", el querer ineficaz: me gustaría alcanzar eso, lo querría, si no fuera tan costoso, o si me sintiera capaz de hacerlo; pero en estas condiciones, aunque me gustaría quererlo, no lo quiero.
Aparece así la necesidad de la virtud de la fortaleza. Esta virtud es un refuerzo de nuestra libertad, que nos permite afrontar las tareas grandes. La virtud de la fortaleza se alcanza a base de entrenar la voluntad en pequeñas cosas que cuestan esfuerzo, metas asequibles a nuestra situación actual pero que requieren forzar un poco más la marcha. De esta manera, mediante un plano inclinado, como pasa en el entrenamiento deportivo, vamos fortaleciendo la voluntad, y lo que antes nos era inalcanzable, lo vamos viendo como posible. Pasamos del “me gustaría” al “quiero”. Sin un entrenamiento sacrificado y constante, es imposible de hecho alcanzar el desarrollo humano natural.
Hay dos elementos íntimamente ligados en esta dificultad de alcanzar el bien. Por una parte, el mismo carácter reflexivo de nuestra libertad. Por otra, su carácter temporal, el hecho de que no es la libertad de un espíritu puro, sino la de un hombre de carne y hueso, que tiene un cuerpo y está sometido al tiempo.
El bien que es objeto de mi libertad es siempre un bien que no sale solo, sino que está esperando que mi libertad se decida a realizarlo, es siempre “algo que hay que hacer”. El hecho de ser libre implica que sacar adelante mi propio ser de hombre es una tarea que no sale sola, sino que está esperando que yo me decida a ello, y eso exige esfuerzo. Entre otras cosas porque no es cosa de dos días, sino que requiere paciencia. Hay que perseverar día a día en el esfuerzo de ir diciendo que sí al bien, de ir alcanzando esa virtud que nos dará la facilidad para obrar bien de modo habitual.
El poder de decir que sí
El mero hecho de conocer el bien no es suficiente para poner en marcha nuestra voluntad. En efecto, dado que somos libres, todavía falta que me dé la gana de hacer ese bien que veo. Si no me da la gana, de poco me sirve haber visto lo que debo hacer, pues no haré nada.
El bien que conocemos atrae a nuestra voluntad, pero no la arrastra. Entre el conocimiento y el hacer se encuentra la libertad, el dominio de mis propios actos.
Un animal no posee ese ámbito intermedio: desde el conocimiento de lo que le gusta, pasa directamente a la acción. Es inmediatamente arrastrado por su instinto, que le lleva necesariamente hacia ese objeto apetitoso. A un animal no le da tiempo a pararse a pensar que algo le gusta, o a pensar que es bonito en sí mismo.
El hombre, en cambio, sí se da cuenta de que algo le gusta. Y le da tiempo de pensar si está bien o mal que le guste, porque no es arrastrado por sus propios gustos. Esto se debe a su capacidad de reflexionar sobre lo que le está pasando: se da cuenta de que eso le atrae.
En ese momento, al pararse a pensar, descubre que, para seguir adelante, le tiene que dar la gana a él, tiene que consentir en ese gusto. Si no le da la gana, por mucho que le guste, no lo hará. Ya no se mueve sólo por impulso natural, ha entrado en juego la libertad. No dominamos el que nos guste o deje de gustar, pero sí nuestros propios actos libres.
El gusto no es libre, sino natural. El querer, en cambio, es fruto de mi libertad. El gusto no es algo que yo hago, es algo que "me pasa": "me gusta". El mismo uso reflexivo del verbo muestra que no es algo que yo hago, sino algo que simplemente sucede en mí: en cuestión de gustos, yo soy más pasivo que actor. En el querer, en cambio, yo soy el que toma la iniciativa. Tengo tiempo de decir que sí, o que no. Si no digo que sí, aunque algo me guste, todo el proceso se para, no pasa nada.
Nuestra libertad radica precisamente aquí, en el hecho de poder decir que sí al bien que se nos pone delante. En ocasiones consideramos que nuestra libertad radica en el poder decir que no. Pero la posibilidad de decir que no, es posterior a la posibilidad de decir que sí. Decir que no, es decir que sí a otra cosa, aunque sea, simplemente, a mi propia pereza de decir que sí. Nuestra libertad radica en el poder de decir que sí.
11. El ejercicio de la libertad: responsabilidad
Poder decir que sí es lo mismo que tener que decir que sí. El bien está esperando. Si no estuviera esperando, no nos gustaría, y entonces no podríamos descubrir nuestra propia libertad: somos libres precisamente desde el momento en que descubrimos que nos gusta el bien. Somos libres en estricta relación con el bien.
La libertad no es indiferencia ante el bien y el mal. Es dominio del sí que el bien espera. La orientación radical al bien es el fundamento de la libertad. La libertad es imposible sin la responsabilidad: nuestra libertad tiene la forma de una respuesta.
El animal no puede decir que sí, porque no le da tiempo. En cambio el hombre sí que puede decir que sí. Es más, descubre que tiene que decir que sí, que tiene que ejercitar esa libertad. La primera tarea con la que el hombre se encuentra es, precisamente, la de ejercer su libertad. Y es una tarea ineludible.
Aunque a veces nos pesa ejercer esa libertad, aunque a veces tenemos miedo a tomar decisiones, no podemos evitar el tomarlas. Porque el mismo hecho de no tomar una decisión ya es una decisión, buena o mala. Somos libres, pero no somos libres de serlo o no serlo. No somos libres por elección nuestra, somos libres por naturaleza. No lo podemos evitar, aunque a veces nos pese.
El bien está esperando a nuestra libertad. El mundo, y en definitiva Dios, están esperando que digamos que sí. La responsabilidad es el precio de la libertad.
En ocasiones, el miedo a la responsabilidad nos lleva a inhibirnos, o a retrasar la toma de decisiones. Para ejercitar la libertad, hay que tener la fortaleza de asumir la propia responsabilidad.
12. Voluntad y tiempo: fidelidad y magnanimidad
Acabamos de indicar que una escapatoria posible es la de retrasar las decisiones, engañarnos a nosotros mismos, diciendo que no nos hemos negado, sino que simplemente retrasamos nuestra decisión. Pero ese retraso equivale a no cumplir con el deber. Porque nuestra libertad es una libertad temporal, que sólo dispone plenamente del presente. No sabe si va a disponer de ese otro tiempo futuro. Y, además, después habrá que tomar otras decisiones, que sólo son posibles si tomamos la decisión que ahora corresponde tomar.
Todas nuestras decisiones hemos de tomarlas en presente, ahora, pero afectan al futuro. No basta con haber decidido una vez, hay que mantener esa decisión a lo largo del tiempo. Hay que asumir la tarea de ser fieles. Si no tuviéramos la intención de ser fieles, estaríamos simplemente jugando a querer, no estaríamos queriendo de verdad.
Pero la necesidad de ser fieles significa que pueden presentarse muchos obstáculos, y que nos hemos de comprometer, desde ahora mismo, a vencerlos con esfuerzo, teniendo la paciencia que sea necesaria. Por eso, para querer en serio cualquier cosa, es necesario un mínimo de fortaleza.
La magnanimidad, la grandeza de ánimo que nos permite tener grandes ambiciones, necesita de la fortaleza. Porque el hombre no está hecho para cosas pequeñas. Su corazón necesita de cosas grandes. Sin la fortaleza, seremos incapaces de esas grandes empresas. No ya de terminarlas, ni tan siquiera de empezarlas. Como suele decirse, "sólo de pensarlo, ya cansa".
13. La superación del tiempo mediante la fidelidad
Nuestro espíritu supera el tiempo, porque en sí mismo no es temporal, y supera el tiempo cuando, al tomar una decisión, incluye en ella la fidelidad futura.
Pero sabemos que, en ese futuro, deberemos mantener esa fidelidad con un ejercicio continuo de la libertad. Y esto supone fortaleza de espíritu. Este ejercicio de fortaleza y fidelidad a las propias decisiones es lo que nos permite superar nuestra propia temporalidad.
La fidelidad es un rasgo propio y exclusivo de la madurez del espíritu. Un niño no se hace cargo de su propio futuro. El niño vive zambullido en el tiempo presente. Sabe, desde luego, que hay un futuro, pero todavía no es capaz de hacerse cargo de lo que significa para el momento presente.
La madurez se caracteriza por este dominio del propio futuro. La persona madura puede asumir la conexión entre las decisiones que se toman ahora y la fidelidad que esas decisiones exigen en el porvenir. Puede comprometerse, proyectar su vida de acuerdo con la libertad, y de esta manera se pone por encima de los vaivenes de la sensibilidad.
La persona madura no depende sólo de los sentimientos, que pueden cambiar con el tiempo, sino que asume la tarea de modelar esos mismos sentimientos, haciendo que se integren en un proyecto de vida personalizado mediante la propia libertad. Asumir esa tarea supone fortaleza. Y necesitamos de esa fortaleza, porque, sólo a través de este ejercicio de fidelidad, la libertad del espíritu domina y supera la temporalidad del cuerpo.
Mantenerse fiel permite al hombre ir enriqueciendo y ahondando su capacidad de amar. El paso del tiempo ya no le obliga a depender de mil gustos pasajeros, sino que se transforma en un enriquecimiento acumulado de la personalidad. Uno es cada vez más capaz de amar, porque cada vez vuelve a reafirmar su fidelidad al amor.
Esta es una experiencia que, poco a poco, todos vamos teniendo. Comprobamos, con el paso del tiempo, que seguimos siendo libres, que podríamos revocar las decisiones que hemos tomado, que tenemos que volver a decir que sí, porque el futuro sigue estando en nuestras manos.
Pero, con el paso del tiempo, esa entrega que hicimos en el pasado, se renueva cada vez con mayor contenido y profundidad. Es la profundidad de la propia vida, atesorada en la fidelidad mantenida a la entrega inicial. Cada día tenemos que ser fieles al amor, y cada día ese acto de amor que realizamos tiene mayor riqueza y hondura.
La exigencia de fidelidad supone que, para tomar una decisión firme, es necesaria la fortaleza. Si el espíritu no se siente lo suficientemente fuerte como para asumir la tarea de la fidelidad, le parecerá imposible tomar esa decisión. Quizá le gustaría tomarla, querría querer, pero no lo consigue. En cambio la fortaleza permite considerar posible la tarea, permite querer de verdad, y abre así el paso a la voluntad y a la fidelidad.
[1] No podemos entrar ahora a debatir una antigua discusión teológica: la exacta naturaleza de esas heridas del pecado original en la naturaleza. Es dogmático que hay herida. Es discutido de qué tipo de herida se trata. El problema es complejo, y no es del caso.
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