A veces uno tiene la impresión de que los católicos dependemos excesivamente del atractivo del obispo de Roma, de su simpatía, de su liderazgo en definitiva
En estos días de marzo, hará 216 años que Napoleón hizo montar en un coche de caballos a un viejo que contaba más de ochenta años, Pío VI, a la sazón obispo de Roma, y lo trasladó a Francia en calidad de prisionero de estado. Tuvieron que subirlo físicamente al coche. Estaba muy enfermo, no podía apenas moverse por sí mismo y tenía los Alpes por delante. Cuando llegó al presidio de Valencia de Francia (si lo prefieren, digan Valence-sur-Rhône), esperó unas semanas para morir. Se puede discutir si había gobernado bien o mal desde que lo nombraron obispo de Roma, exactamente un cuarto de siglo antes, en 1774. Pero fue un hombre íntegro. No hay nada, en su persona, que lo haga reprochable como tal (esto es: justo como persona, o sea en conjunto).
Sólo quería decir eso y ustedes pensarán que no es mucho decir. Pero van a entender perfectamente la gravedad de que ocurriera de ese modo. De su antecesor, no me atrevería a decir que fuese un hombre íntegro. Al menos tengo que pensármelo y, si lo hago, me negaré a juzgarlo. Clemente XIV había cedido a las presiones de los reyes de España y Francia para que disolviera la Compañía de Jesús. Y acabó por hacerlo en razón −alegó− de la paz.
Hombre, disolver una asociación de millares de católicos que andaban desperdigados por el mundo sin saber muchas veces dónde y cómo rehacer sus vidas (sólo estaban dispuestos a acogerlos los soberanos de Prusia y Rusia, que no eran católicos), es una forma paradójica de apostar por la paz. Es posible que aquel pontífice, Clemente XIV, fuera, con todo y eso, un hombre íntegro. Pero aun así, en la historia, mucho antes de él, hubo obispos de Roma que quedaron muy lejos de ser personas íntegras.
Desde san Pedro, han abundado los santos. Pero no ha faltado más de un depredador. Y, sin embargo, cuando gobernaron la Iglesia estos últimos, los católicos siguieron siéndolo sin más. No digo que no les importara. Digo que la mayoría de ellos no lo sabía, ni siquiera en el caso de que fueran comportamientos públicos. Y quienes lo sabían no dejaban de ser católicos por eso (por más que hubiera casos en que sí dejaran de serlo). Su fe no dependía de quién y cómo fuera el obispo de Roma.
Pues bien, la cosa es que, un día, se me ocurrió repasar la historia de los obispos de Roma de Pío VI en adelante; es decir: desde aquel que Napoleón llevó a morir en Francia en calidad de prisionero en 1799. Y no ha habido uno sólo, en estos 216 años últimos, de quien pueda decirse que no fue un hombre íntegro. Ni uno. Los ha habido mejores y peores. Unos han sido más abiertos que otros. Cada uno ha tenido una inteligencia distinta. No han faltado equivocaciones importantes.
Pero no cabe afirmar de ninguno de ellos que haya hecho nada semejante a lo que hizo Clemente XIV, por limitarme al caso que me suscita aquellas dudas. Y, la verdad, cuando me di cuenta de ese hecho, me quedé sorprendido. Es una de esas circunstancias que llamamos coloquialmente "providencial", sin lugar a dudas. Se ve que, desde hace la friolera de 216 años, las circunstancias históricas (las humanas por tanto) deciden al Espíritu a soplar sobre el colegio cardenalicio con más fuerza de convicción, él sabrá por qué.
Pero nos ha acostumbrado mal. Y esa es la moraleja que uno saca y quiere comunicar también. A veces uno tiene la impresión de que los católicos dependemos excesivamente del atractivo del obispo de Roma, de su simpatía, de su liderazgo en definitiva. No digo, claro, que todas estas cualidades sean malas. También es una suerte que, en días de carencia de líderes, justo no falta el de la Iglesia. Lo que digo que no es bueno que dependamos de ello. Estoy seguro de que mucha gente lo necesita. Y bien está que se quede tranquila con su entusiasmo.
Pero a mí me parece que no debo dejarme llevar por esos criterios. El obispo de Roma −como cualquier católico− ha de ser transparente de tal modo que lo que se consiga es que se vea a través de él a Jesucristo, que es lo que realmente importa. Llevo años pensando en eso. Pero no me importa decir que la personalidad de Francisco −con la discusión que ha seguido a algunas de sus improvisaciones (sobre todo y con diferencia, la relativa a las familias con muchos hijos)− me anima a exponerlo públicamente.
No pasa nada ni porque él diga alguna que otra cosa que le obligue luego a rectificar (e incluso a pedir perdón si hace falta) ni porque haya católicos que manifiesten su desacuerdo con sus palabras. El mío con lo de las familias con muchos hijos es taxativo. Y no pasa nada. Le pido al Espíritu que sople de manera más convincente aún sobre él y con moderación sobre mí y santas pascuas. Para mí le pido moderación precisamente porque sé cómo sopla y me puede poner en la punta del Everest. Pero, mientras no lo haga, no me andaré con prudencias que parezcan la papolatría que no profeso y −sobre todo y muy especialmente− que coarten la libertad que me inspira la propia fe católica.