El encuentro personal es la máxima verdad, porque despierta las energías humanas más nobles: las que proceden de mi capacidad de dar
La naturaleza humana necesita amor y no se conforma con menos. El fin del hombre, su perfección plena, culmina en el amor. ¡Qué ojillos de emoción vi en la cara de una adolescente cuando una amiga le decía: “Fulanito está por ti”!
“A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo”[1].
Estamos transidos de deseos de amar, de despertar amor, de ser amados. No obstante, parece que el amor es algo que nace “de pronto”, lo asociamos a “un flechazo”, a algo inesperado y, por tanto, incompatible con un fin, con una orientación “necesaria”. Es decir, si estamos hechos para amar y el amor es intrínsecamente gratuito, hay una contradicción.
El juego de la libertad tiene sus reglas como cualquier juego aunque éste sea el más serio porque implica al hombre en su totalidad. La adecuación del obrar a la naturaleza humana con plenitud, a la luz de la verdad, conduce a la victoria final. De todas las reglas, sin embargo, la última es la vocación. La verdad llama, tiene voz. Es alguien que habla y al que soy capaz de oír. Es lo que algunos llaman vocación. El encuentro personal es la máxima verdad, porque despierta las energías humanas más nobles: las que proceden de mi capacidad de dar. El otro, la otra, sólo pueden ser míos si yo me doy a ellos, y viceversa. Por eso, lo más maravilloso que a uno le puede suceder en la vida es tener un encuentro personal con la verdad, encontrar una persona verdadera para mí. No cabe mayor inspiración.
La historia de la vida de la persona no está escrita de antemano, no está preestablecida. Queda en manos de su propia capacidad creativa. En vano pedirá el hombre una estrella del cielo que le guíe: la persona está, como dice la Escritura, en manos de su libertad. Dios no está lejos, no es indiferente, está frente al hombre como una amante que espera su respuesta. En este juego que es la vida humana, Dios le dice: “yo ya he movido”; ahora debes “mover” tú, es tu turno.
Junto a las determinaciones de la ley moral universal se suman los diversos aspectos en los que los hombres reconocemos las llamadas de Dios personales −una especie como de situaciones en las que la persona se encuentra imprevistamente metida− y que reclaman una respuesta personal. Esas situaciones tienen una fuerza interpelante de intensidad diversa y distinta significación vocacional, pero que siempre reclaman una respuesta libre y, por tanto, creativa, amorosa. La calidad de la respuesta que los cristianos dan al amor que Dios nos revela y a sus continuas llamadas son la defensa más eficaz de la fe cristiana.
Un fin es algo debido y si el amor es esencialmente gratuito nos encontramos con algo problemático. Problemático ya que encuentra su belleza, su sello, el amor en ser gratuito e incondicional. Ciertamente nadie puede tratar la finalidad del hombre en términos de necesidad, pero no por ello deja de tener un fin propio. Tiene un fin que no se complementa con cualquier cosa. Estamos hechos para el amor, y cuando llega el bien inmenso del amor advertimos dos cosas aparentemente contradictorias; una, que es absolutamente gratuito, que no puede reclamarse jurídicamente y, por otra parte, que lo esperábamos como algo que nos corresponde.
La felicidad o fin del hombre tiene el carácter esencial de regalo pero no por ello pierde nunca su carácter de don, ni siquiera cuando es recibido como propio. Sentirse dueño absoluto de este don equivale exactamente a haberlo perdido. No es algo que esté en su mano producirlo. Amar es, esencialmente, entregarse a los demás. Lejos de ser una inclinación instintiva, el amor es una decisión consciente de la voluntad de ir a los otros. Es fuente de equilibrio. Es un estado esencialmente relacional que en la situación concreta de la persona puede tener su materialidad, pero nadie que esté en sus cabales admitiría que le sustituyeran la relación amorosa por una “pastilla” que presuntamente provoque el mismo estado corporal y anímico que la de amar y sentirse amado. No puede darse grageas para enamorarse.
Pero el hecho de la gratuidad del amor no significa de ninguna manera provisionalidad. Regalo supone que no soy yo la causa de él, sino que me viene. Y la consistencia de un regalo no depende de quien lo recibe sino de quien lo da, por eso el amor de Dios es más seguro que si dependiera de mí pues yo sí soy voluble en mis decisiones. Dios, en cambio, es fiel siempre y para siempre. Y, desde siempre, me amó y me ama.
La perfección que llena de plenitud al hombre, es decir, el amor, lo reconocemos como algo no debido pero sí propio. Porque no se trata de una perfección sublime pero extraña, sino de algo gratuito que estábamos esperando. “Como en casa en ningún sitio” parece decir el alma al llegar el amor a nuestro ser. Al hombre no le perfecciona cualquier cosa, sólo el amor y no se conforma con menos −ya lo hemos dicho− y si recibe dones de amor sobrenatural, no les son extrañas sino que deben hacerle más humano. “De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto”[2].
El cristiano es justo no por su propia fuerza interna, sino por un libre y adorable regalo divino, que inspira y promueve su actividad, es decir, su caridad, en el vivir de cada día. La esperanza de entrar en el reino del amor divino “no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega”[3]. Nos espera el Amor en el Amor. Se trata del encuentro eterno con quien es por ser Amor su amor nos alcanza y mientras “nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto”[4].
¿Qué otra cosa es la vida tras la muerte, sino el triunfo definitivo de una indestructible y mutua comunión? Por ello vivirán cerca de Él en el amor aquellos que ya en esta existencia histórica han vivido conforme a esta meta suprema…[5]. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es realmente vida[6].
Pedro Beteta López es Teólogo y escritor
[1] Spe Salvi, 30.
[2] Spe Salvi, 31.
[3] Spe Salvi, 31.
[4] Spe Salvi, 31.
[5] Cfr. JUAN PABLO II; Homilía en un funeral, 6-IX-1979.
[6] Spe Salvi, 31.
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