Francisco está concluyendo su primer ciclo de catequesis sobre la familia. Habló de las madres, los padres y los abuelos. En esta ocasión reflexionó sobre los niños
. Dijo que recuerdan a todos su condición de hijos, que nadie se ha dado la vida a sí mismo sino que la ha recibido. Subrayó cuánto deben aprender los adultos de la sencillez de los niños y concluyó advirtiendo que una sociedad sin hijos es "gris y triste”
Resumen de la catequesis del Papa en español
Queridos hermanos y hermanas:
De entre las figuras familiares, hoy deseo centrarme en los niños, como gran don para la humanidad. Ellos nos recuerdan que todos hemos sido totalmente dependientes de los cuidados de otros. También Jesús, como nos muestra el misterio de la Navidad. En el Evangelio se elogia a los «pequeños», a los que necesitan ayuda, especialmente a los niños.
Ellos son una riqueza para la Iglesia y para nosotros: nos hacen ver que todos somos siempre hijos, necesitados de ayuda, amor y perdón, que son las condiciones para entrar en el Reino de Dios. Desmontan la idea de creernos autónomos y autosuficientes, como si nosotros nos hubiéramos dado la vida y fuéramos los dueños, en vez de haberla recibido.
Los niños nos enseñan también el modo de ver la realidad de manera confiada y pura. Cómo se fían espontáneamente de papá y mamá, cómo se ponen sin recelos en manos de Dios y de la Virgen. Sienten con sencillez las cosas, sin ver en ellas únicamente algo que puede servirnos, que podemos aprovechar. Ellos sonríen y lloran, algo que a menudo se bloquea en los mayores.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España, México, Perú, Uruguay y Argentina. Hermanos y hermanas, los niños dan vida, alegría, esperanza.
Dan también preocupaciones y a veces problemas, pero es mejor así que una sociedad triste y gris porque se ha quedado sin niños... o no quieren niños. Pidamos que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.
Texto completo de la catequesis del Papa
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de haber repasado las diversas figuras de la vida familiar −madre, padre, hijos, hermanos, abuelos−, quisiera concluir este primer grupo de catequesis sobre la familia hablando de los niños. Lo haré en dos momentos: hoy me detendré en el gran don que son los niños para la humanidad −es cierto que son un gran don para la humanidad, pero también son los grandes excluidos porque ni los dejan nacer− y próximamente señalaré algunas heridas que desgraciadamente hacen daño a la infancia. Me vienen a la cabeza los muchos niños que encontré en mi último viaje a Asia: llenos de vida y entusiasmo, pero, por otra parte, veo que en el mundo muchos de ellos viven en condiciones indignas. Por cómo son tratados los niños se puede juzgar a la sociedad, y no solo moralmente, sino también sociológicamente: si es una sociedad libre o una sociedad esclava de intereses internacionales.
En primer lugar, los niños nos recuerdan que todos, en los primeros años de la vida, hemos sido totalmente dependientes de las atenciones y benevolencia de los demás. Y el Hijo de Dios no se ahorró ese paso. Es el misterio que contemplamos cada año, en Navidad. El Pesebre es la imagen que nos comunica esa realdad del modo más sencillo y directo. Pero es curioso: Dios no tiene dificultad para hacerse entender por los niños, y los niños no tienen problemas para entender a Dios. No por casualidad en el Evangelio hay algunas palabras muy bonitas y fuertes de Jesús sobre los “pequeños”. El término “pequeños” incluye a todas las personas que dependen de la ayuda de los demás, y en particular a los niños. Por ejemplo, Jesús dice: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños (Mt 11,25). Y también: Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos (Mt 18,10).
Así pues, los niños son en sí mismos una riqueza para la humanidad y también para la Iglesia, porque nos recuerdan constantemente la condición necesaria para entrar en el Reino de Dios: la de no considerarnos autosuficientes, sino necesitados de ayuda, de amor, de perdón. ¡Y todos necesitamos ayuda, amor y perdón!
Los niños nos recuerdan otra cosa bonita; nos recuerdan que siempre somos hijos: aunque uno se vuelva adulto o anciano, aunque se convierta en padre, aunque ocupe un puesto de responsabilidad, por debajo de todo eso permanece la identidad de hijo. Todos somos hijos. Y esto nos lleva siempre al hecho de que la vida no nos la hemos dado nosotros sino que la hemos recibido. El gran don de la vida es el primer regalo que hemos recibido. A veces corremos el riesgo de vivir olvidándonos de esto, como si fuésemos nosotros los dueños de nuestra existencia, cuando, por el contrario, somos radicalmente dependientes. En realidad, es motivo de gran alegría sentir que en cualquier edad de la vida, en cada situación, en toda condición social, somos y seguimos siendo hijos. Este es el principal mensaje que los niños nos dan, con su misma presencia: solo con la presencia nos recuerdan que todos y cada uno de nosotros somos hijos.
Pero hay tantos dones, tantas riquezas que los niños traen a la humanidad. Recordaré algunos.
Traen su modo de ver la realidad, con una mirada confiada y pura. El niño tiene una espontánea confianza en su padre y en su madre; tiene una espontánea confianza en Dios, en Jesús, en la Virgen. Al mismo tiempo, su mirada interior es pura, aún no contaminada por la malicia, por las dobleces, por las “costras” de la vida que endurecen el corazón. Sabemos que los niños también tienen el pecado original, que tienen sus egoísmos, pero conservan una pureza, y una sencillez interior. Pero los niños no son diplomáticos: dicen lo que sienten, dicen lo que ven, directamente. Y muchas veces ponen en dificultad a los padres, diciendo delante de otras personas: “Esto no me gusta porque es feo”. Los niños dicen lo que ven, no son personas dobles, todavía no ha aprendido esa “ciencia de la doblez” que los adultos desgraciadamente sí hemos aprendido.
Los niños además −en su sencillez interior− llevan consigo la capacidad de recibir y de dar ternura. Ternura es tener un corazón de carne y no de piedra, como dice la Biblia (cfr. Ez 36,26). La ternura es también poesía: es “sentir” las cosas y los sucesos, y no tratarlos como meros objetos, solo para usarlos porque sirven…
Los niños tienen la capacidad de sonreír y de llorar. Algunos, cuando los cojo en brazos, sonríen; otros me ven vestido de blanco y creen que soy el médico y que vengo a ponerles la vacuna, se echan a llorar espontáneamente. Los niños son así: sonríen y lloran, dos cosas que en las personas mayores a menudo “se bloquean”, ya no somos capaces… Muchas veces nuestra sonrisa es una sonrisa de cartón, algo sin vida, una sonrisa postiza, una sonrisa artificial, de payaso. Los niños sonríen espontáneamente y lloran espontáneamente. Depende siempre del corazón, y frecuentemente nuestro corazón se bloquea y pierde esa capacidad de sonreír, de llorar. Y entonces, los niños pueden enseñarnos de nuevo a sonreír y a llorar. Debemos preguntarnos: ¿sonrío espontáneamente, con frescura, con amor, o mi sonrisa es artificial? ¿Todavía lloro, o he perdido la capacidad de llorar? Dos preguntas muy humanas que nos enseñan los niños.
Por todos estos motivos, Jesús invita a sus discípulos a volverse como niños, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios (cfr. Mt 18,3; Mc 10,14).
Queridos hermanos y hermanas, los niños traen vida, alegría, esperanza, y también problemas. Pero, ¡así es la vida! Ciertamente traen también preocupaciones y, a veces, muchos problemas; pero es mejor una sociedad con esas preocupaciones y esos problemas, que una sociedad triste y gris, porque ¡se ha quedado sin niños! Y cuando vemos que el nivel de nacimientos de una sociedad llega apenas al uno por ciento, podemos decir que esa sociedad está triste, es gris, porque se ha quedado sin niños.
(*) Traducción de Luis Montoya.
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