La fe cristiana está convencida de que quien permanece fiel al “sí” pronunciado a otro ser humano, no cristalizará, sino que aprenderá de forma cada vez más profunda a abrirse al “tú” y, al hacerlo, a alcanzar la propia libertad
Conferencia del Cardenal Kurt Koch, publicada parcialmente por L’Osservatore Romano el pasado 25 de febrero, donde afronta algunos desafíos de la familia en nuestros días: miedo al compromiso, falta de hijos, incertidumbre sobre el futuro. Con reflexiones del Papa Francisco y de Benedicto XVI, analiza brevemente el origen de esas situaciones y cómo pueden abordarse en el próximo Sínodo de la familia, en octubre de 2015.
El significado de matrimonio y de familia conforme a la creación, se transparenta de forma clarísima en el hecho de que la realidad matrimonial ha sido elevada, en la fe cristiana, al rango de sacramento y se caracteriza, por tanto, por la fidelidad e indisolubilidad. Esta visión de fe, a la que se refiere el Concilio Vaticano II con el concepto clave de amor cristiano, está hoy expuesta a una erosión particular, como demuestra un número de separaciones superior a la media, y hace necesario profundizar en las causas de la actual crisis del matrimonio y la familia.
El problema más profundo hay que identificarlo en la generalizada y creciente incapacidad de las personas para tomar decisiones vinculantes y definitivas. Según esta mentalidad moderna, que el Papa Francisco llama de forma apropiada con el término de cultura de lo provisional, las decisiones definitivas y la fidelidad ya no se enumeran entre los valores primarios, porque los hombres son más inconstantes en sus relaciones y, al mismo tiempo, más deseosos de relaciones.
Parece que hoy los hombres ya no parten de querer algo definitivo; sucede más bien lo contrario, o sea que se considera, al comenzar, la eventualidad de un fracaso. La fe cristiana, en cambio, está convencida de que quien permanece fiel al “sí” pronunciado a otro ser humano, no cristalizará, sino que aprenderá de forma cada vez más profunda a abrirse al “tú” y, al hacerlo, a alcanzar la propia libertad.
Ante este fenómeno, la Iglesia debe afrontar el desafío pastoral de cómo salir al encuentro de tantos cristianos divorciados y vueltos a casar. Frente a este problema, la percepción pública respecto al sínodo de obispos se ha concentrado en la cuestión de saber si y en qué condiciones dichos cristianos pueden y deben ser admitidos a los sacramentos. Personalmente, estoy convencido de que solo se hallarán respuestas útiles a esta espinosa cuestión si se tiene el valor de llamar a las cosas por su nombre. Reflexionando, se llega a la conclusión de que la pastoral del matrimonio debe concentrarse hoy cuidadosamente en una buena preparación al matrimonio −una especie de catecumenado matrimonial−, equivalente al viejo noviazgo.
En la visión cristiana, el amor conyugal entre hombre y mujer no puede limitarse a sí mismo y girar exclusivamente en torno a sí, sino que debe salir de sí mismo a través de los hijos y para los hijos; solo a través del hijo el matrimonio se convierte en familia. El amor entre hombre y mujer y la trasmisión de la vida humana, por tanto, son inseparables. Con los hijos, a los padres se les confía la responsabilidad del futuro, de modo que el futuro de la humanidad pasa de manera fundamental por la familia. Como dice el cardenal Kasper, sin familia, no hay futuro, sino envejecimiento de la sociedad; un riesgo ante el cual se encuentran actualmente las sociedades occidentales.
Este proceso tiene lugar porque las personas, sobre todo en Europa, ya no quieren tener hijos. El motivo más profundo que está en la base de que muchos, hoy día, no quieran arriesgarse a traer hijos al mundo, es que, para ellos, el futuro es totalmente incierto, lo que les lleva a preguntarse, con preocupación, cómo es posible exponer una nueva vida a un futuro desconocido. Ciertamente, los hombres solo pueden trasmitir la vida humana con responsabilidad, si no trasmiten solo la vida biológica, sino la vida en un sentido pleno, o sea, en un sentido que resiste la crisis de la vida y lleva en sí una esperanza que se revela más fuerte que cualquier incerteza de futuro. Los hombres trasmiten la vida y la entregan a un futuro aún desconocido, solo si penetran en el misterio de la vida de modo nuevo y reconocen que el único capital confiable para el futuro es el hombre mismo.
Al considerar a sus hijos como el bien más valioso de la familia, los padres cristianos lanzan una señal profética en contra de la caída de nacimientos, que está cada vez más difundida en las sociedades europeas, y que debemos considerar un invierno demográfico, signo de falta de confianza en la vida y de esperanza en el futuro.
Parece, pues, evidente que preguntarse sobre la familia equivale a interrogarse sobre el mismo hombre, y que la actual discusión sobre la institución familiar representa también un ataque al concepto cristiano de persona humana, como justamente diagnosticó ya en los años ochenta, el entonces cardenal Joseph Ratzinger, declarando: La lucha respecto al hombre es vista hoy, en amplia medida, como lucha pro o contra la familia. O, como subrayó el Papa Francisco en su reciente visita a Filipinas: Toda amenaza a la familia es una amenaza a la sociedad misma. Precisamente el modo en que se percibe la familia revela el modo en que el hombre se percibe a sí mismo en la sociedad contemporánea.
Con la familia, la apuesta es alta para el hombre y para la sociedad. El sínodo de obispos del próximo otoño tendrá que afrontar importantes desafíos que solo podrá recoger si proclama el Evangelio del matrimonio y de la familia como el alegre anuncio de la fidelidad conyugal entre dos personas, y que el cuidado recíproco del amor y la trasmisión de la vida que se sigue no constituyen una amenaza o un límite a la libertad humana, sino su realización más auténtica. Si la más alta posibilidad de la libertad humana consiste en la capacidad de tomar decisiones definitivas, entonces logrará ser libre solo quien sepa también ser fiel, y podrá ser fiel de verdad solo el que es libre. La fidelidad es, en efecto, el precio que cuesta la libertad, y la libertad es el premio que vence la fidelidad.