Los primeros Padres de la Iglesia acuñaron el principio de que "no hay dificultad en rechazar el error y, al tiempo, tratar benignamente al que yerra"
El origen de la Inquisición se remonta al siglo XIII. El primer tribunal para juzgar delitos contra la fe nació en Sicilia en el año 1223. Por aquella época surgieron en Europa diversas herejías que pronto alcanzaron bastante difusión. Inicialmente se intentó que cambiaran de postura mediante la predicación pacífica, pero después se les combatió formalmente. En esas circunstancias nacieron los primeros tribunales de la Inquisición.
¿Y no es un contrasentido perseguir la herejía de esa manera?
Lo es. Pero no debe olvidarse la estrecha vinculación que hubo a lo largo de muchos siglos entre el poder civil y el eclesiástico. Si se perseguía con esa contundencia la herejía era sobre todo por la fuerte perturbación de la paz social que causaba.
¿Y cómo pudo durar tanto tiempo un error así?
Cada época se caracteriza tanto por sus intuiciones como por sus ofuscaciones. La historia muestra cómo pueblos enteros han permanecido durante períodos muy largos sumidos en errores sorprendentes. Basta recordar, por ejemplo, que durante siglos se ha considerado normal la esclavitud, la segregación racial o la tortura, y que, por desgracia, en algunas zonas del planeta se siguen aún hoy practicando y defendiendo. La historia tiene sus tiempos y hay que acercarse a ella teniendo en cuenta la mentalidad de cada época.
La Inquisición utilizó los sistemas que eran habituales en la sociedad de entonces, aunque lo hizo ordinariamente de un modo más benigno que sus contemporáneos. Con el tiempo, los cristianos fueron profundizando en las exigencias de su fe, hasta que comprendieron que tales métodos no eran compatibles con el Evangelio.
Hay que reconocer que se cometieron todos esos tristes errores por parte de aquellas personas en aquella época. Sin embargo, la defensa de la libertad religiosa estuvo bien patente ya en los orígenes del cristianismo. Para los primeros cristianos, la convicción de estar en la verdad no les hacía pensar en imponerla coactivamente. Como sabían que el acto de fe es libre, eran tolerantes, y eso no por simple conveniencia social, sino por coherencia con la raíz misma de su fe. Los primeros Padres de la Iglesia acuñaron el principio de que "no hay dificultad en rechazar el error y, al tiempo, tratar benignamente al que yerra".
Sin embargo, parece que con el paso de los siglos fueron los católicos quienes más olvidaron la libertad religiosa.
No fue así. El empleo de la fuerza para combatir a los disidentes religiosos ha sido algo lamentablemente corriente en todas las culturas y confesiones hasta bien entrado nuestro tiempo. Basta pensar en la intolerancia de Lutero contra los campesinos alemanes, que produjo decenas de miles de víctimas; o en las leyes inglesas contra los católicos, cuyo número era aún muy elevado al comienzo de la Iglesia Anglicana; o en la suerte de Miguel Servet y sus compañeros quemados en la hoguera por los calvinistas en Ginebra.
Hay que decir, para ser justos, que ese era el trato normal que se daba en aquella época a casi todos los delitos, y el de herejía era considerado como el más grave, sobre todo por la alteración social que provocaba. En esto coincidían tanto Lutero como Calvino, Enrique VIII y Carlos V o Felipe II. Y fuera de Occidente ocurría algo muy parecido.
En una época en la que todo el mundo occidental se sentía y proclamaba cristiano, y en la que la unidad de la fe constituía uno de los principales elementos integradores de la sociedad civil, fraguó la mentalidad de que la herejía, al ser un grave atentado contra la fe, era también un grave atentado "de lesa majestad". Es decir, pasó a considerarse un delito comparable al de quien atenta contra la vida del rey, un crimen castigado entonces con la muerte en la hoguera.
No puede olvidarse que, para bien o para mal −probablemente, para mal−, los campos propios de la política y la religión no estuvieron debidamente delimitados durante bastantes siglos. Además, las autoridades civiles temían el indudable peligro social que entrañaban las disidencias religiosas, que solían ser origen de guerras y desórdenes sociales, pues las posturas heréticas buscaban habitualmente la conquista del poder. Así sucedió, por ejemplo, con el luteranismo, cuyo rápido avance se debió en buena parte a la habilidad con que Lutero logró el apoyo de algunos príncipes alemanes que, de ese modo, mantenían distancias respecto al emperador Carlos V.
En los primeros siglos, los cristianos fueron muy tolerantes en materia religiosa. Más adelante, hubo épocas de bastante confusión en este punto, pero teológicamente nunca estuvo cerrado el camino de la tolerancia. Y desde hace ya más de dos siglos son raras las manifestaciones de intolerancia religiosa en países de mayoría cristiana.
Es más, echando un vistazo a la situación mundial de los últimos cien años, puede decirse que la tolerancia religiosa se ha desarrollado fundamentalmente en los países de mayor tradición cristiana.
Por el contrario, la intolerancia religiosa se ha mostrado con gran crudeza en los países gobernados por ideologías ateas sistemáticas (Tercer Reich nazi, la URSS y todos los países que estuvieron bajo su dominio, la revolución China de Mao, el régimen de Pol Pot en Camboya, etc.). También ha crecido la violencia del integrismo islámico en los países donde su religión aún no ha alcanzado el poder político (Senegal, Níger, Mauritania, Chad, Egipto, Tanzania, Argelia, etc.); y donde ya lo ha alcanzado (Arabia, Irán, Afganistán, etc.), la tolerancia religiosa es casi inexistente. Y otros países asiáticos no islámicos (India, China, Vietnam, etc.), no parecen mejorar mucho la situación. Sin embargo, curiosamente, se sigue hablando mucho más de la Inquisición, desaparecida hace ya mucho tiempo, que de otras persecuciones religiosas dolorosamente actuales.
Alfonso Aguiló
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