El nasciturus o el enfermo en fase terminal deben ser acogidos como miembros valiosos de la sociedad
No se concibe que una persona se vea obligada a realizar comportamientos que contradigan los designios de su conciencia, salvo exigencias del orden público o de un aquilatado bien común
En los actuales debates que tienen lugar en Francia ante la reforma de la Ley Leonetti sobre el fin de la vida y la transformación de la naturaleza jurídica del aborto, se plantea −no es original− la supresión de la cláusula de conciencia de los médicos. En el país vecino es un concepto más amplio que la objeción, tipificada en normas especiales: el código de deontología médica concede a los facultativos el derecho a negar sus servicios por razones profesionales o personales, excepto en caso de emergencia o si afectase al propio deber de humanidad.
Ante el proyecto de ley sobre la sanidad, un grupo de diputadas que promueven los derechos de la mujer, presentará una enmienda destinada a suprimir la excepción que permite a los médicos negarse a realizar abortos. El código prevé que el facultativo que no presta sus servicios oriente al paciente hacia un colega que pueda atenderlo. En el caso de la interrupción del embarazo se le obligaría a intervenir sin objeción alguna. Como también en otros supuestos de entidad ética, como la esterilización con fines anticonceptivos o la participación en investigaciones con embriones.
Las organizaciones colegiales lo han rechazado netamente. Lo subraya el Dr. Jean-Marie Faroudja, presidente de la sección ética y deontológica de los médicos, en términos inequívocos: no se comprende que “el derecho fundamental de la libertad de conciencia pueda ser negado a un médico, mientras sigue formando parte de los derechos inalienables de todo ciudadano francés”.
En ese contexto, se discute la posibilidad de incluir la objeción en el proyecto de ley Claeys-Leonetti sobre el final de la vida, respecto de la aplicación de la sedación profunda. Sería tanto como reconocer −a juicio de Jean Leonetti− que se trata de una práctica eutanásica: como si buscase producir la muerte, y no sólo aliviar sufrimientos refractarios a los analgésicos más comunes.
Como escribió Ferdinando Cancelli en L’Osservatore Romano, el nasciturus o el enfermo en fase terminal, deben ser acogidos como miembros valiosos de la sociedad. El problema es que carecen de voz. Es preciso concedérsela en conciencia, superando la confusión y los egoísmos. Cuando a finales de 2014 Ayuda a la Iglesia necesitada publicó su informe anual sobre la libertad religiosa en el mundo, señaló con datos precisos cómo retrocedía en todas partes, especialmente para los cristianos: donde son minoría, piden sólo respeto a la libertad: la de todos, para así defender con más coherencia la propia. Pero sigue siendo la minoría que sufre más persecución por razón de conciencia y convicciones: en occidente, sin violencias físicas, pero con discriminaciones jurídicas y presiones psicológicas y estereotipos ideológicos.
Ciertamente, sobre la evolución jurídica y los diversos perfiles técnicos de la objeción de conciencia, gravitan serias cuestiones de filosofía del derecho, incorporadas al derecho constitucional y presentes en el moderno derecho administrativo; esos enfoques de fondo tienen incidencias múltiples, bien precisas, en la vida cotidiana de los ciudadanos y, por tanto, en las relaciones jurídicas de trabajo.
No se puede hablar propiamente de una única objeción, a modo de un derecho unitario, sino de objeciones de conciencia, en plural: diversas en su origen, significado y valor jurídico. Porque se han multiplicado, en relativamente poco tiempo, tanto los supuestos de objeción como sus fundamentos ideológicos, filosóficos o religiosos.
La confrontación entre conciencia y ley se ha agudizado cuando termina el segundo milenio. No es sólo la creciente inflación jurídica, a la que se refería ya en los años cincuenta Federico de Castro, en su magisterio oral en la Facultad de Derecho de Madrid, con una irónica regla de derecho: la abundancia de las leyes se mitiga con su incumplimiento. Los Parlamentos legislan cada vez más sobre cuestiones profundamente implicadas en la conciencia individual de cada ciudadano. Se construye así una moral de Estado, cuya observancia se exige a través de la norma jurídica.
Resulta lógico que el ciudadano exija la objeción de conciencia: no necesariamente es un fanático o extremista, opuesto a una ética civil en cuanto distinta de una ética filosófica o religiosa, sino exponente del rechazo de un estatalismo ético, que ahoga aún más el maltrecho protagonismo de la sociedad civil, y ordena obligaciones contrarias al mandato íntimo de la conciencia.
El ciudadano invoca entonces los preceptos constitucionales que garantizan la libertad ideológica y religiosa: enlaza directamente con la dignidad de la persona, que suele valorarse también como uno de los fundamentos del orden político y de la paz social (así, el artículo décimo de nuestra Constitución). Está en juego mucho más que la defensa de intereses o perspectivas individuales o corporativas: la dignidad de cada ciudadano, elemento indispensable del bien común, del justo orden colectivo. Desde esta óptica, no se concibe que una persona se vea obligada a realizar comportamientos que contradigan los designios de su conciencia, salvo exigencias del orden público o de un aquilatado bien común.