Divorcio, anulación y contracepción sin duda tienen cierto impacto sobre la vida familiar, pero seguramente es negativo
Este artículo de Cormac Burke[1] es una versión parcialmente modificada de un artículo publicado el 25 de agosto en la ‘Homiletic and Pastoral Review’, y que se ha vuelto a publicar aquí con la autorización de Mercatornet.
Según los informes de los medios de comunicación sobre el Sínodo extraordinario que empezó en Roma el pasado 5 de octubre, los obispos presentes se centrarán en asuntos como la concesión de la Eucaristía a las personas divorciadas o que se han vuelto a casar, la aceleración de los procesos de anulación y la posible revisión de la postura de la Iglesia con respecto a la contracepción. En la mayoría de dichos informes el dato implícito parece ser la idea de que una especie de liberalización o “relajación” por parte de la disciplina católica actual con respecto a estos asuntos podría a ayudar a aliviar la preocupación pastoral que este Sínodo está llamado a examinar. ¿Qué podría decirse al respecto?
En primer lugar, cabe recordar que se trata de un Sínodo sobre la familia y no sobre el sacramento del matrimonio. Es evidente que la salud de la familia depende en gran medida de la salud del matrimonio, de ahí que sí es cierto que los dos asuntos resultan íntimamente relacionados. Sin embargo, si se acaban discutiendo los asuntos que más atención reciben por parte de los medios de comunicación, la discusión debe realizarse bajo la perspectiva de aquello que es más saludable para la familia.
Desde este punto de vista, es indudable que el divorcio, las declaraciones de nulidad y la contracepción ejercen un impacto sobre la calidad de la vida familiar. Pero no cabe duda de que este impacto es todo menos positivo. Por lo tanto, las propuestas orientadas a hacerlos cada vez más “asequibles” o más “aceptables” parecería correr más bien en contra de las supuestas intenciones del Sínodo.
Entonces, ¿para qué se ha convocado el Sínodo?, ¿cuál es, de hecho, su propósito? El párrafo de apertura del último Instrumentum Laboris contesta así: “para que traiga consigo una nueva primavera para las familias”. Pese a lo sugerente que pueda ser este fragmento (insinuando a la vez que la familia está atravesando la intemperie del invierno), no es demasiado concreto. Se nos permita entonces enlazarnos directamente con el mismo Papa Francisco, que seguramente es quien mejor nos puede iluminar sobre lo que es central en sus preocupaciones acerca de la familia y, por lo tanto, qué quiere que se discuta en el Sínodo.
Los medios de comunicación podrían haber prestado mayor atención a la carta que el Santo Padre envió directamente a las familias católicas a principios de año, y en donde él ha expresado de forma tan sintética como hermosa su personal opinión sobre el papel de la familia y los peligros que hoy en día la amenazan.
No es un caso que, como fecha para el envío de esta carta, papa Francisco haya elegido el día 2 de Febrero, la Fiesta de la Presentación. Precisamente el Papa ha utilizado el evangelio de esa fiesta litúrgica para mostrar cómo la familia puede efectivamente hacer que las distintas generaciones estén más unidas, superen el egocentrismo y lleven la alegría a su interior mismo y al mundo. En primer lugar, se fija con detalle en cómo la presentación de Jesús relaciona una pareja de ancianos, Simón y Ana, y una de jóvenes, María y José. «Es una imagen preciosa: dos jóvenes y dos ancianos, juntados por Jesús. Él es quien los lleva juntos y quien une a las generaciones!» Y añade, «es la fuente inagotable de ese amor que derrota cualquier forma de alienación, soledad y tristeza. En vuestro camino como familias, compartís muchísimos momentos hermosos: la comida, el descanso, las tareas domésticas, el tiempo libre, la oración, viajes y peregrinaciones y momentos de ayuda mutua... Aun así, sin amor no puede haber gozo, alegría, y el amor auténtico nos llega directamente de la mano de Jesús».
Esto es muy positivo y representa un ideal y un reto, pero a la vez nos informa acerca del interés subyacente del Papa en asuntos que conciernen a la familia y de sus recomendaciones sobre lo que espera que salga del debate sinodal. Para entender esto bastaría plantearnos algunas sencillas cuestiones.
¿Hoy en día las familias cristianas están unidas entre sí y con los demás? ¿Se apoyan mutuamente para salir del egoísmo? ¿Dan ejemplo de amor generoso y desinteresado a quienes las rodean?
Hay un ideal de familia cristiana; hay un papel que es menester que ésta juegue en la venidera evangelización del mundo y, sin embargo, parece que la gran mayoría de las familias hoy en día no perciba la importancia de este ideal y tampoco sepa cómo vivirlo; o no están lo suficientemente motivadas como para empeñarse en este rol privilegiado de evangelización. Si esto es cierto, he aquí entonces los asuntos principales que tendrían que abordarse en el Sínodo de este año y en el de 2015.
A lo largo de casi sesenta años que llevo de sacerdocio me he interesado ampliamente por el matrimonio y por la familia bajo distintos puntos de vista: teológico, moral, jurídico y pastoral. A pesar de no ser pesimista por naturaleza, tengo que decir que nos estamos mofando de la realidad si no nos enfrentamos con el hecho de que, a partir de la década de los 50 del siglo pasado, el matrimonio y la familia, fuera y dentro de la Iglesia, han sido inundados por una crisis en constante crecimiento, hasta el punto que su naturaleza, e incluso su mera existencia, se ven amenazadas por un colapso total.
Si tuviera que resumir las causas de esta crisis en un solo factor, sin duda sería éste: el matrimonio se ha dejado de considerar como un proyecto de familia y se ha vuelto básicamente en un asunto entre los dos cónyuges. Es esencialmente una promesa (intentada) entre dos personas, el uno para el otro, pero ya no es un compromiso de amor total, donde la unión sexual se supone que lleve a, y se consolide mediante, los hijos que dicha unión naturalmente debería generar.
Desde una perspectiva secularizada (que se ha venido difundiendo también en la Iglesia), el matrimonio es básicamente un arreglo à deux, mientras la familia representa un posible anexo que puede ser añadido posteriormente… si conviene. Los hijos, en lugar de ser el fruto natural de un amor basado en el matrimonio y el pegamento que lo mantiene firme en momentos de dificultad, son reducidos a la categoría de meros accesorios para la felicidad individual de dos personas fundamentalmente aisladas entre sí, y tan prescindibles (así como el mismo matrimonio), si no sirven para el logro de esa felicidad. Desde tal perspectiva, el matrimonio abierto al divorcio o la simple convivencia se convierten en alternativas válidas e incluso preferibles.
Lo que hace falta, entonces, es una respuesta más natural, noble y generosa al ideal de familia, que debería inspirar todo proceso sano de decisión hacia el matrimonio. Lo que está ocurriendo, en cambio, y que ha venido creciendo sorprendentemente a lo largo de los últimos 50 años, es un tipo de acercamiento individualista y calculador al matrimonio y a la familia. Un tipo de aproximación que sólo puede incrementar la soledad y la tristeza, pero jamás derrotarlas.
Para mí el tema central que ha de ser afrontado en el Sínodo es la necesidad de una reflexión acerca de la formación prematrimonial que esté inspirada en argumentos antropológicos −y ya no exclusivamente teológicos− que saquen a la luz la naturaleza positiva y estimulante del matrimonio y de la familia. Digo esto porque, en mi experiencia, la formación prematrimonial peca muy a menudo en la presentación de la fuerza y del encanto del matrimonio cristiano, tanto a nivel humano como sobrenatural.
El aspecto sobrenatural: el matrimonio tiene que ser presentado como una vocación genuina y procedente del llamado de Dios a la santidad y que a la vez, al ser un sacramento, procura una gracia concreta que se ofrece constantemente para la realización fiel y feliz de dicha misión y del llamado divino.
El aspecto humano: la formación debería sacar a la luz, con profundidad, las maravillosas y positivas enseñanzas antropológicas del Concilio Vaticano II, en donde el matrimonio se presenta como un compromiso de amor, al resaltar el valor del consentimiento entre los cónyuges como un don recíproco, y que ve en los hijos tanto el resultado natural de ese amor, como la garantía de su duración en el futuro.
Ambos aspectos necesitan ser presentados, desarrollados y examinados en toda forma de catequesis; pero el segundo, siempre y cuando se destaque toda su potencialidad humana, tendría que ser el primero en plantearse. Sólo si se explica en profundidad y con un cierto compromiso personal, puede contrarrestar, y derrotar paulatinamente, la predominante mentalidad moderna que considera cualquier elección vinculante como intrínsecamente alienante, como una amenaza a la libertad individual. La misma mentalidad que tacha de locura la elección de contraer el matrimonio y tener una familia, cuando todo lo que necesita uno es tener sexo que, con tal de que sea “seguro” para ser totalmente libre.
El personalismo del Concilio Vaticano II, fuertemente arraigado en el Evangelio, con su lógica primariamente humana y su atractivo desafío, brinda una sacudida: la única verdadera respuesta a este individualismo sin salida. El egoísmo es el enemigo más temible de la felicidad y la salvación («quienquiera buscará su propia vida la perderá»). Necesitamos salir del aislamiento emocional («para el ser humano no es bueno estar solo»). Los corazones de las personas no están hechos para el egoísmo, sino para el amor. Hace falta recordarles que el egoísmo deja el corazón frío, vacío y solo; en cambio, sólo el amor puede llenarlo y ensancharlo: el amor que es verdadero, el amor que admira, el que quiere dar y respetar, ya que el verdadero amor quiere dar más que poseer.
Sin una entrega real no se puede experimentar un amor verdadero. Todos necesitamos que dicha entrega sea total para algo que valga la pena, y si la entrega no es total llega a ser, como mucho, un préstamo. Para la mayoría de las personas el matrimonio está destinado a ser un regalo: total y sin reservas. Y los que (se) nieguen dicha gratuidad quedarán cada vez más atrapados en su aislamiento y soledad.
Los hijos pueden ser vistos como −con las palabras del Concilio Vaticano II, «el don supremo del matrimonio»− un don que procede de Dios y que vincula a los cónyuges en el aspecto más noble de su proyecto común. Los hijos son lo único que enriquece cada pareja: los demás pueden tener un trabajo mejor, una casa o un coche, pero sólo esta pareja puede tener a sus hijos.
El divorcio, las nulidades del matrimonio y la contracepción nunca han favorecido el desarrollo de la felicidad, seguramente no la de los niños, pero ni siquiera la de los padres. Éstas son evidencias antropológicas más que verdades teológicas. El divorcio siempre representa el colapso de un sueño, un fracaso. Destruye a la familia; los que sufren más de una separación son los niños. Por consiguiente, todo lo que puede hacer que el divorcio parezca una opción aceptable es simplemente anti-familiar, ya que presupone una falta de asunción de responsabilidad.
Las declaraciones de nulidad, si efectivamente se basan en hechos probados, representan una cuestión de justicia entre las partes; pero si hay niños de por medio, son ellos mismos también que marcan el quiebre de la familia. Si el proceso necesario para decidir sobre una petición de anulación puede ser agilizada sin el detrimento de la verdad y la justicia, estoy totalmente a favor. No obstante, el componente anti familístico de la cuestión permanece intacto. En cuanto juez que he sido de la Rota, el tribunal de la Iglesia que gestiona estos casos, creo que los procedimientos pueden ser simplificados y, así, acelerados, aunque sólo parcialmente. De todas formas, afrontar esta cuestión −la agilidad de los procesos− no quiere decir ocuparse de los problemas a los que tienen que hacer frente las familias. Asimismo, si acelerar los tiempos se hiciera a expensas de la verdad, les dañaríamos a las personas que fundamentalmente creen en la Iglesia, así como a la institución matrimonial en sí.
Otra importante observación sobre este punto. Durante más de cincuenta años, nuestros tribunales han venido gestionando casos de anulación casi exclusivamente a causa de la incapacidad, por parte de los cónyuges, de encontrar un acuerdo consensual. Personalmente, no creo que la gran mayoría de esos matrimonios hoy en día no sean capaces de alcanzar un consentimiento. Diría, en cambio, que son bastante capaces, pero que muchos no dan con ello a causa de la exclusión de una de las propiedades más esenciales del compromiso matrimonial, cual es, por ejemplo, la indisolubilidad del vínculo. Y eso convierte esa incapacidad en mera simulación.
En mi opinión, la causa principal del extraordinario aumento de las rupturas matrimoniales, y del consiguiente quiebre de las familias, ha sido la pérdida del sentido de la sacralidad de la sexualidad humana y de cómo el significado y la dignidad del encuentro sexual deben ser respetados tanto antes como dentro del matrimonio. Una vez que la contracepción dentro del matrimonio ha cobrado legitimidad (en general a partir de la década de los '60), ha sido inevitable que llegásemos a la situación actual, en la que la única regla con respecto al sexo es que sea “seguro”.
En otra ocasión (evitando todo tipo de referencia a la teología) he intentado esclarecer las razones puramente naturales por las que la contracepción es destructiva y hasta incompatible con cualesquiera expresión de amor conyugal.
La planificación de la familia natural ha llegado a ocupar un lugar desproporcionado en la formación prematrimonial. Las parejas cristianas que han recibido una buena formación, es decir, con una apropiada comprensión de la grandeza de su misión matrimonial, siempre podrán averiguarlo en el criterio de «la generosidad propia de una genitorialidad responsable» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2368). Estas parejas ven en la planificación una especie de privación que sufren a causa de razones lo suficientemente válidas como para tener que asumirlas; no obstante, sigue siendo una privación para ellos así como, y especialmente, para los hijos que ya tienen. Cabe entonces recordarles esa incisiva observación que Juan Pablo II hizo al principio de su pontificado: «Es sin duda menos grave que una pareja les niegue a sus hijos determinadas comodidades o ventajas materiales, que los prive de la presencia de hermanas y hermanos, lo cual podría ayudarles en su desarrollo humano y a realizar la belleza de la vida en todas sus etapas y en todas sus variedades». (Homilía, Washington, D.C., 7 de Octubre 1979).
Si no se recorre a la planificación de la familia natural por razones serias, ésta acaba introduciendo ese criterio calculador dentro de la vida conyugal, y dificulta la siembra de los ideales de generosidad entre los niños. Padres generosos generan hijos generosos; padres calculadores generan hijos calculadores. Padres generosos crían hijos generosos; padres calculadores crían hijos egoístas. Aquí es justamente donde el gran declino de la vocación al sacerdocio y a la vida religiosa al que asistimos a lo largo de los últimos 50 años encuentra una parte de su explicación.
Sólo una correcta formación puede liberar a nuestrod jóvenes encaminados a la preparación del matrimonio de esta difusa mentalidad anti-familística que impregna el mundo en el que vivimos. Los ideales cristianos siempre han sido representados como “contra culturales”. Pero ahora ya no es cuestión de niños no nacidos, sino de la misma familia, primera escuela de humanidad, que se ve amenazada por una cultura de la muerte, y frente a la cual Juan Pablo II tanto se esforzó para alertarnos, en su llamado a los cristianos para que se opusieran a ella con una vigorosa cultura de la vida. «Vida para la humanidad», «vida para la familia», éstos son los lemas que deben inspirar a las familias cristianas −y, a través de ellas, al mundo−; los mismos lemas que ellas tienen que adoptar en sus vidas matrimoniales.
Un matrimonio que pierde el sentido de misión y de llamada de Dios; un miedo contraproducente al compromiso; niños vistos como “extras opcionales” que racionar o simplemente evitar −o, en cambio, como un “derecho” tanto para parejas casadas como para parejas del mismo sexo o para personas solteras; la familia considerada como una carga demasiado exigente de responsabilidad, en vez de un privilegio gratificante. Todo esto se está convirtiendo en la actitud predominante de las modernas sociedades occidentales, y es lo que afecta fuertemente a los matrimonios cristianos o a los que se están preparando para contraer el sacramento. Hay asuntos realmente considerables que el Sínodo debe encarar.
Cormarc Burke
(Traducción de Matteo Torani)
[1] CORMAC BURKE es un ex abogado civil irlandés. En 1995 fue ordenado sacerdote de la Prelatura del Opus Dei. Después de 30 años de trabajo pastoral en África, Estados Unidos e Inglaterra, fue designado juez de la Alta Corte de la Iglesia, el Tribunal de la Rota Romana (1986-1999). Tras la jubilación, ha vuelto a Nairobi, Kenya, donde sigue enseñando y escribiendo.Su último libro, The Theology of Marriage: Personalism, Doctrine and Canon Law, será publicado a finales de 2014 por la Catholic University of American Press. Su página web es: cormacburke.or.ke.
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