Hergé podría habernos sorprendido con el enamoramiento de su gran personaje
Época
De moda ahora por la película de Spielberg, los talibanes de pensamiento único y los "intelectuales" afectos al régimen de la “Nueva Tiranía” han removido las heces del sistema para pringar al joven eterno
Asocio a Tintín con los bocadillos de después del colegio. Porque los niños de antes merendábamos bocatas y un vaso de leche, nada que ver con las delicatessen que ahora degustan nuestros hijos, que a fuerza de sibaritismos van a perder el gozo de darle un mordisco al bocatachorizo, manjar de dioses frente a la pastaflora de las galletitas con formas de tamagochi. Los álbumes del reportero del mechón enhiesto iban pasando por mis manos una y otra vez, de lo que dan fe las migas fosilizadas por Sildavia, los manchurrones de fuagrás en la república de Los Dópicos, el aceite de queso en la cubierta del Sirius o la huella de chocolate que sombrea al pelma de Serafín Latón.
Tintín es el prototipo del héroe moderno: dueño de una juventud eterna, sin obligaciones laborales ni dinero en los bolsillos, sólido en la fidelidad a sus ideales, ajeno a las musculaturas de gimnasio y redentor de los oprimidos (desde los alcohólicos como el Capitán Haddock a los parias de distintos continentes). Juro que en todas las lecturas y relecturas de sus viñetas que he disfrutado a lo largo de mi vida, jamás eché de menos conocer la vida sexual del globetrotter, asunto que sin embargo preocupa —y mucho— a los escritores y periodistas que vuelven al monigote de Hergé para someterlo a un salaz tercer grado.
Nuestra sociedad, enfermizamente sexuada, no concibe que la castidad sea una virtud posible, ni siquiera en Tintín, al que no se le conoce pasión alguna y sí el virtuosismo de una vida sin tacha. Incluso de sus primeras borracheras (“La oreja rota”, “El cangrejo de las pinzas de oro”) es sujeto pasivo. El refrán “Piensa el ladrón que todos son de su condición” clava en la diana a este virus de lujuria que lo empapa todo y que a todos parece hacernos sospechosos de actitudes depravadas —incluso al noble propietario de Milú— metiéndonos en un saco de sucios tantos por ciento en el que los porcentajes se unen a conductas propias de chimpancé en celo, con perdón a nuestros parientes lejanos.
Lo siento, pero Tintín no siente otra atracción respecto al Capitán Haddock que la auténtica amistad, por más que muchos gacetilleros pretendan excusar su indisimulable lascivia echándole barro al muchacho de línea clara, de igual forma que don Archibaldo —un viejo lobo de mar— ve en el genial Tornasol a ese amigo por el que con gusto se pone la vida en juego. Y si cualquier malintencionado pretendiera descubrir en Hernández y Fernández una inclinación sodomita, insistiré que con un somero análisis físico de la pareja se descubre que son gemelos, dos gotas de agua con el mismo contenido de estupidez.
Cuando Bianca Castafiore abandone la lectura del frívolo Paris Match de los años cincuenta para entrar en los periódicos on-line de este tiempo de locos, sus agudos trinos romperán definitivamente los tímpanos del comodoro Bardok(“Haddock, señora… ¡Capitán Haddock, rayos y truenos…!”): la diva será incapaz de recuperar el tono al descubrir que no hay portal informativo sin su sección prostibularia, anzuelo en forma de blog o de noticia amarilla con el que pescar al lector que sufre calentura. Por estos motivos, no me cabe duda de que si Tintín se trasladara a España trabajaría para un grupo editorial como el nuestro, queridas lectoras, que no tiene empacho en hacer públicos sus principios editoriales, que no contemplan —por cierto— la excitación como argumento para crecer en la OJD.
Insisto, desde La Gaceta (mejor desde esta cabecera, Época) el inquilino de la calle del Labrador número 26 podría desplegar la fuerza de su imán interior para caer en una aventura detrás de otra y después contárnoslas, sin que sus compañeros permitiéramos el juego vouyerista de proyectar en el héroe por antonomasia —adalid del ser humano ecuánime, generoso, libre— esas manías patológicas que causan desorden en los afectos y falta de control sobre la voluntad. Tintín, además, sabe que el sexo ordenado por el amor resulta gozoso, unitivo y liberador.
De no haber fallecido en la preparación de “Tintín y el Arte-Alfa”, Hergé podría habernos sorprendido con el enamoramiento de su gran personaje. En el último de los álbumes (“Tintín y los Pícaros”), la melancolía del muchacho hace presumir que acaba de conocer a una muchachita de Bruselas, quien a cambio de aceptar el compromiso le ha exigido que ponga punto y final a tantos viajes repletos de peligros. Ella sabe que la apuesta de Tintín por la virtud es la mejor garantía para un matrimonio feliz.
Una vez acalladas las campanas de la boda, nuestro amigo no estaría tranquilo ante la masiva corrupción de valores y costumbres que ha llevado a Europa al despeñadero. No en vano, él proviene de otro personaje de Hergé: Totor, el scout, lo que le impide quedarse de brazos cruzados ante la expansión de este peligroso opio que inunda las calles, destroza matrimonios y se cuela en los hogares, aprovechando los horarios infantiles, a través de la televisión e internet. Él presiente que detrás de esta apestosa industria, adormidera de conciencias, no puede esconderse otro malvado que Rastapopoulos.