Inicio siempre mi exposición preguntando cuál les parece el problema más importante de la gente joven
El encerramiento sobre uno mismo, el aislamiento afectivo y efectivo, nos hace daño, nos duele, porque los seres humanos estamos hechos para querer y sentirnos queridos
Al comenzar un nuevo curso académico es relativamente frecuente que me inviten a hablar a los nuevos alumnos de la Universidad. Suelo elegir el tema de la vida intelectual −pensar, leer, escribir− porque estoy persuadido de que es lo que más necesitan y lo que mejor puede ayudarles en esa nueva etapa.
Inicio siempre mi exposición preguntando cuál les parece el problema más importante de la gente joven. Las respuestas suelen ser: la superficialidad, la comodidad, el miedo a pensar, la huida del compromiso, el vivir al día, la tecnologización excesiva, el gusto por el ruido, la dependencia de las modas y otras respuestas semejantes. Me parecen acertadas todas esas caracterizaciones de la gente joven, pero me gusta añadir que, siendo más radicales, yendo más a la raíz, el problema más acuciante para los jóvenes que me escuchan es casi siempre una dolorosa sensación de soledad, que a menudo va acompañada de un insoportable aburrimiento crónico.
Casi todos los jóvenes coinciden conmigo en este diagnóstico −al menos asienten silenciosamente con sus cabezas o se les encienden los ojos al escucharme− porque casi siempre cuadra con su experiencia personal y también porque esa explicación radical es capaz de dar cuenta de aquellos otros factores que antes ellos habían indicado: ¡cuántos se conectan a una máquina para no tener que hablar con el que está al lado o se emborrachan −dicen− para desinhibirse y poder así divertirse! Lo que quizá llama más mi atención es que con frecuencia, al terminar la sesión, se me acerca algún profesor que me ha escuchado y me dice por lo bajo que el dolor por la soledad y el aburrimiento no son solo un problema de los jóvenes, sino que sobre todo −al menos así lo siente él− es el problema de los adultos.
En el hermoso powerpoint que preparó María Guibert para ilustrar mi exposición, la afirmación sobre el aburrimiento está ilustrada con la fotografía de un viejo perro dálmata repantingado sobre un sillón destripado, como si estuviera harto de ver la televisión. Es una imagen muy gráfica de lo que les pasa a tantos, aunque quizá lo mejor sea la cita de Erasmo de Rotterdam que figura al pie: “El que conoce el arte de vivir consigo mismo ignora el aburrimiento”. Efectivamente, el secreto para que desaparezca por completo de nuestras vidas el fantasma del aburrimiento es el cultivo de la vitalidad interior, el descubrimiento de la potencia creativa del pensamiento, de la lectura, de la escritura de lo que llevamos en nuestra imaginación y nuestro corazón.
Para ilustrar esto suelo emplear una tira de Mafalda en la que le pregunta a Miguelito si no le indigna un cartel que dice “Prohibido pisar el césped” y este le contesta: “No, ¡qué me importa! Yo tengo mi propio pastito interior”.
De eso se trata, de cultivar decididamente nuestra interioridad, con libertad, con pasión, pensando por nuestra cuenta y riesgo. Solo así superaremos las modas, las tendencias opresivas dominantes en nuestra cultura consumista, que bloquean el pensamiento −”Quien piensa se raya” suele decirse entre los jóvenes−, que impiden la lectura, que nos convierten en seres superficiales que se conforman con estar entretenidos ante una insulsa pantalla.
Se dice con frecuencia que los móviles, las máquinas en general, nos acercan a los que están lejos y nos separan de los que están cerca. Quizá por eso me encantó el simpático letrero de un bar latinoamericano: “No tenemos wifi, hablen entre ustedes”. Muchas veces esto es así: la tecnología es el enmascaramiento de la soledad. Un problema creciente −tanto para jóvenes como en especial para muchos adultos− es el de una terrible soledad que nace del aislamiento, del cerramiento sobre uno mismo, quizá como consecuencia de las heridas recibidas en el trato con los demás o simplemente como efecto del paso del tiempo. Por ejemplo, quienes tenemos cierta edad a menudo comprobamos con nostalgia que aquellas personas a las que más hemos querido han muerto y no están ya a nuestro lado.
El abrirse a los demás nos hace vulnerables. Como no quiero sufrir más −se dice más o menos conscientemente− prefiero no conocer a nuevas personas, no tener nuevos amigos, no querer ya más: me basta con encerrarme en mi caparazón y resistir los embates de la soledad atesorando en mi memoria los momentos gozosos de mi vida pasada. Esto es muy comprensible, pero es una trampa, un razonamiento engañoso: el encerramiento sobre uno mismo, el aislamiento afectivo y efectivo, nos hace daño, nos duele, porque los seres humanos estamos hechos para querer y sentirnos queridos.
Si nos descubrimos solos o aburridos es que algo dentro de nosotros mismos no está bien: que no cultivamos nuestra vida intelectual −pensar lo que vivimos, decir lo que pensamos, vivir lo que decimos− o que lamentablemente hemos renunciado a querer a los demás. En ambas líneas −enriquecimiento de la cabeza y ensanchamiento del corazón− siempre se está a tiempo de recomenzar. Lo importante es no pactar con la soledad, ni con el aburrimiento.