Quiero llamar brevemente la atención sobre una causa que sí depende de nosotros
La televisión se ha “instalado” en nuestros hogares como un “miembro” más de la familia, invadiendo gratificantemente nuestra intimidad
Dado que ayer fue el “Superlunes” de la televisión, permítanme un par de reflexiones sobre la familia y la televisión. No es necesario ser psicólogo, sociólogo, o filósofo para percatarse que la familia chilena, pese a ser la “institución” mejor valorada por los chilenos, enfrenta serios problemas que tienden a debilitarla.
Algunas de las causas: las rupturas matrimoniales (según el Registro Civil cada 2 minutos se inicia un proceso judicial de separación o divorcio. De un 3,5% de rupturas matrimoniales el año 2000, se pasó a 10,6% el 2011. La tasa de divorcios en Chile es la más alta de América Latina; la gran cantidad de hogares monoparentales (casi un 28%); las bajas tasas de natalidad (1,8%); la gran cantidad de niños que nacen fuera del matrimonio (69,3% el 2012); el desistimiento de los jóvenes de casarse (en los últimos 20 años ha disminuido casi a la mitad.
De 105 mil matrimonios en 1990 hemos pasado a 66.132 el 2011); las largas jornadas laborales (entre nueve y diez horas), sumado a los largos trayectos para regresar al hogar (entre una y tres horas) que impiden a los padres estar presentes en el hogar; y un largo etcétera más. Algunas de las consecuencias: los padres chilenos pasan cada día menos con sus hijos y/o sus respectivos cónyuges o “parejas” (para utilizar un lenguaje a la page). Algunas estadísticas (Laborum 2011) revelan que diariamente un 58% de los padres chilenos no se relaciona más de dos horas con sus hijos.
Habida cuenta de que algunas de las causas acá esbozadas son ajenas a la voluntad de los padres, (este sería el precio que debemos pagar por el progreso), quiero llamar brevemente la atención sobre una causa que sí depende de nosotros. En los estudios que hemos mencionado se parte de la base que un padre o madre en el hogar es un padre “presente”. Sin embargo, la realidad nos dice otra cosa. Existen muchas familias chilenas en las cuales los padres “están”, pero no “están presentes”.
No es muy extraña la escena del padre (y a veces la madre) llegando tarde y cansado a casa, que tras los “¿cómo te fue?” / “bien gracias” de rigor, sólo desea hacer efectivo su legítimo derecho a relajarse, es decir, ver algo de farándula o alguna teleserie sin que nadie lo moleste con problemas domésticos o de otra índole. ¿Qué tiene de malo después de un arduo día laboral, regularmente de 9 horas, ver un poco de televisión light, que nos relaje, entretenga y no nos haga pensar? En esta pregunta, legítima por cierto, veo al menos dos problemas:
1) La gran influencia de la televisión en nuestras vidas. Para nadie es sorpresa que la ella ocupa cada vez más un lugar central en nuestras vidas, siendo quizá la institución más poderosa que existe en nuestra sociedad. Ella se ha “instalado” en nuestros hogares como un “miembro” más de la familia, invadiendo gratificantemente nuestra intimidad. Según algunos estudios, los niños chilenos pasan en promedio 4 horas frente a la “caja mágica” y otros incluso hasta 8 horas, y no precisamente en los horarios en que no están los padres;
2) El segundo problema que visualizo y quizá el más grave, es que el necesario diálogo entre los cónyuges, o entre padres e hijos dejó de ser una actividad agradable, o en el mejor de los casos es menos placentera que ver televisión. Es triste constatar que conversar o compartir en familia ya no nos relaja, o no nos entretiene. Por el contrario, parece ser una carga psicológica o emocional demasiado pesada de soportar. Habituados a esta situación, nuestras esposas/esposos, o nuestros hijos se van convirtiendo en ilustres desconocidos, la comunicación se reduce a lo elemental y sin darnos cuenta pasamos a engrosar la larga lista de separados y/o divorciados, o padres con hijos drogadictos o alcohólicos sin siquiera habernos enterado. Ya no somos, entonces, una familia, sino tan solo un grupo de individuos que comparten un mismo techo, unidos todavía principalmente por necesidad (económica).
Pero la culpa no la tiene la (mala calidad de la) televisión, ella se ha instalado en nuestros hogares, porque nosotros le abrimos las puertas y la instalamos en el living y los dormitorios de las casas (¡mea culpa!). Tampoco debemos culpar a los “signos de los tiempos”, ni al precio a pagar por el desarrollo. Culpables somos nosotros cada día más individualistas, encerrados en nosotros mismos, incapaces de asumir el peso de la paternidad y/o conyugalidad, y mucho menos interesados en redescubrir, aunque suene siútico o clisé, lo maravilloso de tener una familia.