En el libro-entrevista La esperanza de la familia. Diálogo con el Cardenal Gerhard-Ludwig Müller, editado en español por la BAC, el Cardenal Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, habla del de la comunión a los divorciados vueltos a casar
La entrevista fue realizada en junio por Carlos Granados, director de la Biblioteca de Autores Cristianos, y ha sido revisada por el Cardenal. Tiene como horizonte el próximo Sínodo de Obispos, dedicado al tema de la familia.
Ofrecemos la Presentación del libro, a cargo del Cardenal Fernando Sebastián, y la parte de la entrevista donde se refiere expresamente al tema en concreto.
Tenemos que agradecer a la BAC la publicación de esta entrevista. Pero, de manera especial, hemos de agradecer al cardenal Müller la claridad con la que se ha expresado acerca de los problemas que afectan actualmente a la familia cristiana.
La cuestión de la participación en los sacramentos de los casados divorciados y vueltos a casar, nos va a obligar a repensar en su conjunto la situación del sacramento del matrimonio en nuestras Iglesias y, más ampliamente, la autenticidad del proceso de Iniciación Cristiana de nuestros jóvenes.
Los sacramentos son celebraciones de fe en las que la fe de los fieles se funde con la fe tradicional y comunitaria de la Iglesia. En el sacramento del matrimonio los fieles cristianos, varón y mujer, celebran con la Iglesia la fe en el amor de Dios presente y operante en ellos como miembros de la Iglesia y colaboradores de Dios en la multiplicación de la humanidad y de la Iglesia de la salvación.
Si hubo tiempos en los que podíamos dar la fe por supuesta, hoy no podemos hacerlo porque vivimos en tiempos de secularización y de increencia. No podemos ignorar la existencia de bautizados sin fe, que no aceptan en su integridad la visión cristiana del matrimonio y de la familia.
El principal problema que tenemos en la Iglesia a propósito de la familia no es el pequeño número de los divorciados vueltos a casar que desean acercarse a la comunión eucarística. El problema más grave que tenemos es el gran número de bautizados que se casan civilmente y el gran número de bautizados y casados sacramentalmente que no viven su matrimonio ni su vida matrimonial de acuerdo con la vida cristiana y las enseñanzas de la Iglesia, como iconos vivientes del amor de Cristo a su Iglesia presente y actuante en el mundo.
Sin fe no se puede celebrar válidamente un sacramento. Por eso, en nuestro mundo, la preparación para el sacramento del matrimonio comienza en la conversión cristiana de los adolescentes y en la formación religiosa y moral de los jóvenes.
Es posible que la lectura de este pequeño libro no les resulte fácil a algunas personas. Los sacerdotes y los educadores cristianos harán bien en leerlo despacio y ponderar bien todo lo que contiene. En él, el Cardenal Müller nos da ideas y sugerencias para repensar con hondura y serenidad estas cuestiones dentro de la tradición y de la comunión de la Iglesia. Con ello nos hace un gran servicio.
Madrid, 29 de junio de 2014, Solemnidad de san Pedro y san Pablo
Cardenal Fernando Sebastián
Arzobispo emérito de Pamplona y Obispo emérito de Tudela
* * *
Últimamente, el problema de los divorciados vueltos a casar vuelve a ser centro de la opinión pública. Partiendo de una cierta interpretación de la Escritura, de la tradición patrística y de los textos del magisterio, se han sugerido soluciones que proponen innovaciones. ¿Podemos esperar un cambio doctrinal?
Ni siquiera un concilio ecuménico puede cambiar la doctrina de la Iglesia porque su fundador, Jesucristo, ha confiado la custodia fiel de sus enseñanzas y de su doctrina a los apóstoles y a sus sucesores. En lo que concierne al matrimonio tenemos una doctrina elaborada y estructurada, basada en la palabra de Jesús, que hay que ofrecer en su integridad.
La absoluta indisolubilidad de un matrimonio válido no es una mera doctrina, sino un dogma divino y definido por la Iglesia. Frente a la ruptura de hecho de un matrimonio válido, no es admisible otro “matrimonio” civil. De lo contrario, estaríamos ante una contradicción porque si la precedente unión, el “primer” matrimonio o, mejor aún, el matrimonio, es realmente un matrimonio, otra unión posterior no es “matrimonio”. Es sólo un juego de palabras hablar de primer y de segundo “matrimonio”. El segundo matrimonio sólo es posible cuando el cónyuge legítimo ha muerto, o cuando el matrimonio ha sido declarado inválido, porque en esos casos el vínculo anterior se ha disuelto[1]. En caso contrario, nos encontramos ante lo que se llama “impedimento de vínculo”.
A este propósito, deseo resaltar que el entonces Cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación que ahora presido, con la aprobación del entonces Papa San Juan Pablo II, tuvo que intervenir expresamente para rechazar una hipótesis similar a la de su pregunta.
Eso no impide hablar del problema de la validez de muchos matrimonios en el actual contexto de secularización. Todos hemos participado en bodas en las que no se sabía bien si los contrayentes del matrimonio estaban realmente dispuestos a “hacer lo que hace la Iglesia” en el rito del matrimonio.
Benedicto XVI pidió reiteradamente que se reflexione sobre el gran desafío representado por los bautizados no creyentes. En consecuencia, la Congregación para la Doctrina de la Fe acogió la preocupación del Papa y un gran número de teólogos y otros colaboradores están trabajando para resolver el problema de la relación entre fe explícita y fe implícita.
¿Qué sucede cuando un matrimonio carece incluso de la fe implícita? Ciertamente, cuando ésta falta, aunque haya sido celebrado “libere et recte”, el matrimonio podría resultar inválido. Lo que lleva a considerar que, además de los criterios clásicos para declarar la invalidez del matrimonio, habría que reflexionar más sobre el caso en que los cónyuges excluyen la sacramentalidad del matrimonio. Actualmente aún estamos en fase de estudio, de reflexión serena pero tenaz sobre este punto.
No considero oportuno anticipar conclusiones precipitadas, ya que todavía no hemos encontrado la solución, pero no es óbice para que señale que, en nuestra Congregación, estamos dedicando muchas energías para dar una respuesta correcta al problema planteado por la fe implícita de los contrayentes.
Por consiguiente, si el sujeto excluyese la sacramentalidad del matrimonio, como hacen quienes excluyen a los hijos en el momento de casarse, eso ¿podría hacer nulo el matrimonio contraído?
La fe pertenece a la esencia del sacramento. Ciertamente, es necesario aclarar la cuestión jurídica planteada por la invalidez del sacramento a causa de una evidente falta de fe. Un célebre canonista, Eugenio Corecco, decía que el problema surge cuando es necesario concretar el grado de fe necesario para que pueda realizarse la sacramentalidad. La doctrina clásica había admitido una posición minimalista, exigiendo una simple intención implícita: “Hacer lo que hace la Iglesia”. Corecco añadió que, en el actual mundo globalizado, multicultural y secularizado, en el que la fe no es un dato que se pueda simplemente presuponer, es necesario exigir por parte de los contrayentes una fe más explícita si realmente queremos salvar el matrimonio cristiano.
Quiero repetir de nuevo que dicha cuestión está todavía en estudio. Establecer un criterio válido y universal al respecto no es ciertamente una cuestión fútil. En primer lugar, porque las personas están en constante evolución, tanto por los conocimientos que poco a poco adquieren con el paso de los años, como por su vida de fe. ¡El aprendizaje y la fe no son datos estadísticos! A veces, en el momento de contraer matrimonio, una determinada persona no era creyente; pero es también posible que en su vida se haya dado un proceso de conversión, experimentando así una “sanatio ex posteriori” de lo que en aquel momento era un grave defecto de consentimiento.
En todo caso, repito que cuando nos encontramos en presencia de un matrimonio válido, de ningún modo es posible disolver ese vínculo: ni el Papa ni ningún otro obispo tienen autoridad para hacerlo, porque se trata de una realidad que pertenece a Dios, no a ellos.
Se habla de la posibilidad de permitir a los cónyuges “rehacer su vida”. Se ha dicho también que el amor entre cónyuges cristianos puede “morir”. ¿Puede verdaderamente un cristiano emplear esta fórmula? ¿Es posible que muera el amor entre dos personas unidas por el sacramento del matrimonio?
Estas teorías son radicalmente erróneas. No se puede declarar acabado un matrimonio con el pretexto de que el amor entre los cónyuges está “muerto”. La indisolubilidad del matrimonio no depende de los sentimientos humanos, permanentes o transitorios. Esta propiedad del matrimonio ha sido querida por Dios mismo. El Señor se ha implicado en el matrimonio entre el hombre y la mujer, por lo que el vínculo existe y tiene su origen en Dios. Esa es la diferencia.
En su íntima realidad sobrenatural el matrimonio incluye tres bienes: el bien de la recíproca fidelidad personal y exclusiva (el “bonum fidei”); el bien de la acogida de los hijos y de su educación en el conocimiento de Dios (el “bonum prolis”) y el bien de la indisolubilidad o indestructibilidad del vínculo, que tiene por fundamento permanente la unión indisoluble entre Cristo y la Iglesia, sacramentalmente representada por la pareja (el “bonum sacramenti”).
Por lo tanto, si bien es posible para el cristiano suspender la comunión física de vida y de amor, la denominada “separación de mesa y lecho”, no es lícito contraer un nuevo matrimonio mientras viva el primer cónyuge, porque el vínculo legítimamente contraído es perpetuo. El vínculo matrimonial indisoluble corresponde de algún modo al carácter (“res et sacramentum”) impreso por el bautismo, por la confirmación, por el sacramento del orden.
A este propósito se habla también mucho de la importancia de la “misericordia”. ¿Se puede interpretar la misericordia como un “hacer excepciones” a la ley moral?
Si abrimos el Evangelio, vemos que también Jesús, dialogando con los fariseos a propósito del divorcio, alude al binomio “divorcio” y “misericordia” (cfr. Mt 19,3-12). Acusa a los fariseos de no ser misericordiosos, porque según su engañosa interpretación de la Ley habían concluido que Moisés habría concedido un supuesto permiso de repudiar a sus mujeres. Jesús les recuerda que la misericordia de Dios existe como remedio de nuestra debilidad humana. Dios nos da su gracia para que podamos serle fieles.
Esa es la verdadera dimensión de la misericordia de Dios. Dios perdona también un pecado tan grave como el adulterio; sin embargo, no permite otro matrimonio que pondría en duda un matrimonio sacramental ya existente, matrimonio que expresa la fidelidad de Dios. Hacer tal llamamiento a una presunta misericordia absoluta de Dios equivale a un juego de palabras que no ayuda a aclarar los términos del problema. En realidad, me parece que es un modo de no percibir la profundidad de la auténtica misericordia divina.
Asisto con cierto asombro al empleo, por parte de algunos teólogos, del mismo razonamiento sobre la misericordia como pretexto para favorecer la admisión a los sacramentos de los divorciados vueltos a casar civilmente. La premisa de partida es que, desde el momento en que es Jesús mismo quien ha tomado partido por los que sufren, ofreciéndoles su amor misericordioso, la misericordia es la señal especial que caracteriza todo seguimiento auténtico. Esto es verdad en parte. Sin embargo, una referencia equivocada a la misericordia comporta el grave riesgo de banalizar la imagen de Dios, según la cual Dios no sería libre, sino que estaría obligado a perdonar. Dios no se cansa nunca de ofrecernos su misericordia: el problema es que somos nosotros quienes nos cansamos de pedirla, reconociendo con humildad nuestro pecado, como ha recordado con insistencia el Papa Francisco en el primer año y medio de su pontificado.
Los datos de la Escritura revelan que, junto a la misericordia, también la santidad y la justicia pertenecen al misterio de Dios. Si ocultásemos estos atributos divinos y se banalizara la realidad del pecado, no tendría ningún sentido implorar la misericordia de Dios para las personas. Por eso se entiende que Jesús, después de haber tratado a la mujer adúltera con gran misericordia, haya añadido como expresión de su amor: “Vete y no peques más” (Jn 8,11).
La misericordia de Dios no es una dispensa de los mandamientos de Dios y de las enseñanzas de la Iglesia. Es todo lo contrario: Dios, por infinita misericordia, nos concede la fuerza de la gracia para un cumplimiento pleno de sus mandamientos y de este modo restablecer en nosotros, tras la caída, su imagen perfecta de Padre del Cielo.
Evidentemente aquí se plantea la relación entre el sacramento de la eucaristía y el sacramento del matrimonio. ¿Cómo se puede entender la relación entre ambos sacramentos?
La comunión eucarística es expresión de una relación personal y comunitaria con Jesucristo. A diferencia de nuestros hermanos protestantes y en línea con la tradición de la Iglesia, para los católicos ésta expresa la unión perfecta entre la cristología y la eclesiología. Por consiguiente, no puedo tener una relación personal con Cristo y con su verdadero Cuerpo presente en el sacramento del altar y, al mismo tiempo, contradecir al mismo Cristo en su Cuerpo místico, presente en la Iglesia y en la comunión eclesial. Por lo tanto, podemos afirmar sin error que si alguien se encuentra en situación de pecado mortal no puede y no debe acercarse a la comunión.
Esto sucede siempre, no sólo en el caso de los divorciados vueltos a casar, sino en todos los casos en los que haya una ruptura objetiva con lo que Dios quiere para nosotros. Éste es por definición el vínculo que se establece entre los diversos sacramentos.
Por eso, es necesario estar muy atentos ante una concepción inmanentista del sacramento de la eucaristía, es decir, a una comprensión fundada sobre un individualismo extremo, que subordine a las propias necesidades o a los propios gustos la recepción de los sacramentos o la participación en la comunión eclesial.
Para algunos, la clave del problema es el deseo de comulgar sacramentalmente, como si el simple deseo fuera un derecho. Para otros muchos, la comunión es sólo una manera de expresar la pertenencia a una comunidad. Ciertamente, el sacramento de la eucaristía no puede ser concebido de modo reductivo como expresión de un derecho o de una identidad comunitaria: ¡la eucaristía no puede ser un “social feeling”!
A menudo se sugiere dejar la decisión de acercarse a la comunión eucarística a la conciencia personal de los divorciados vueltos a casar. También este argumento expresa un dudoso concepto de “conciencia”, que fue rechazado por la Congregación para la Fe en 1994. Antes de acercarse a recibir la comunión, los fieles saben que tienen que examinar su conciencia, lo que les obliga a formarla continuamente y, por lo tanto, a ser apasionados buscadores de la verdad. En esa dinámica tan peculiar, la obediencia al magisterio de la Iglesia no es una carga, sino una ayuda para descubrir la tan anhelada verdad sobre el propio bien y el de los otros.
Aquí surge el gran reto de la relación entre doctrina y vida. Se ha dicho que, sin tocar la doctrina, ahora es necesario adaptarla a la “realidad pastoral”. Esta adaptación supondría que la doctrina y la praxis pastoral podrían seguir, de hecho, caminos distintos.
La separación entre vida y doctrina es propia del dualismo gnóstico. Como lo es separar justicia y misericordia, Dios y Cristo, Cristo Maestro y Cristo Pastor o separar a Cristo de la Iglesia. Hay un solo Cristo. Cristo es el garante de la unidad entre la Palabra de Dios, la doctrina y el testimonio con la propia vida. Todo cristiano sabe que sólo a través de la sana doctrina podemos conseguir la vida eterna.
Las teorías que usted plantea intentan describir la doctrina católica como una especie de museo de las teorías cristianas: una especie de reserva que interesaría sólo a ciertos especialistas. La vida, por su parte, no tendría nada que ver con Jesucristo tal como Él es y como nos lo muestra la Iglesia. El cristianismo que todos juzgan tan severo se estaría convirtiendo en una nueva religión civil, políticamente correcta, reducida a algunos valores tolerados por el resto de la sociedad. De ese modo se alcanzaría el objetivo inconfesable de algunos: arrinconar la Palabra de Dios para poder dirigir ideológicamente a toda la sociedad.
Jesús no se encarnó para exponer unas simples teorías que tranquilizaran la conciencia y dejaran, en el fondo, las cosas como están. El mensaje de Jesús es una vida nueva. Si alguien razonara y viviera separando la vida de la doctrina, no sólo deformaría la doctrina de la Iglesia transformándola en una especie de pseudofilosofía idealista, sino que se engañaría a sí mismo. Vivir como cristiano comporta vivir a partir de la fe en Dios. Adulterar este esquema significa realizar el temido compromiso entre Dios y el demonio.
Para defender la posibilidad de que un cónyuge pueda “rehacer su vida” con un segundo matrimonio estando en vida aún el primer cónyuge, se ha recurrido a algunos testimonios de los Padres de la Iglesia que parecerían tender a una cierta condescendencia hacia estas nuevas uniones.
Es cierto que en el conjunto de la patrística se pueden encontrar distintas interpretaciones o adaptaciones a la vida concreta; no obstante, no hay ningún testimonio de los Padres orientado a una aceptación pacífica de un segundo matrimonio cuando el primer cónyuge está aún en vida.
Ciertamente, en el Oriente cristiano ha tenido lugar una cierta confusión entre la legislación civil del emperador y las leyes de la Iglesia, lo que ha producido una práctica distinta que, en determinados casos, ha llegado a admitir el divorcio. Pero bajo la guía del Papa, la Iglesia católica ha desarrollado en el curso de los siglos otra tradición, recogida en el Código de Derecho Canónico actual y en el resto de la normativa eclesiástica, claramente contraria a cualquier intento de secularizar el matrimonio. Lo mismo ha sucedido en varios ambientes cristianos de Oriente.
A veces he descubierto cómo se aíslan y descontextualizan algunas citas puntuales de los Padres para sostener así la posibilidad de un divorcio y de un segundo matrimonio. No creo que sea correcto, desde el punto de vista metodológico, aislar un texto, quitarlo del contexto, transformarlo en una cita aislada, desvincularlo del marco global de la tradición. Toda la tradición teológica y magisterial debe ser interpretada a la luz del Evangelio y, en lo que atañe al matrimonio, encontramos palabras del propio Jesús absolutamente claras. No creo que sea posible una interpretación distinta de la que ya ha sido señalada hasta ahora por la Tradición y el Magisterio de la Iglesia sin ser infieles a la Palabra revelada.
[1] Quizá cabría distinguir entre disolución del vínculo tras la muerte de uno de los cónyuges, ya que éste es indisoluble “hasta que la muerte los separe”, y la ausencia de vínculo cuando el matrimonio es declarado nulo; precisamente porque es nulo, nunca existió un verdadero vínculo (Nota de LM).
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