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Todo lo que es fruto del amor alimenta el amor: la preocupación por los demás con detalles concretos, la coherencia entre la fe y la vida, el “estilo cristiano” del hogar, el tiempo dedicado a los hijos
Ni las conveniencias sociales ni el atractivo físico son garantías del verdadero amor. Kitty, londinense y protagonista de la película El velo pintado (John Curran, 2006), lo experimentó pronto en carne propia tras su matrimonio, como si fuera irremediable. Hacia 1920 se había casado sin convencimiento con Walter, bacteriólogo, y le había sido infiel poco después. Forzada por las circunstancias, acepta acompañarle en una aventura de trabajo y de dolor, luchando contra una epidemia de cólera en un remoto pueblo de China.
La vida, ¿un velo de apariencias?
Esta película se basa en una novela que tiene el mismo título: “El velo pintado”, escrita por Somerset Maugham en 1925. Tras la portada de la novela aparece una frase misteriosa: “…El velo pintado al que quienes viven llaman Vida”. Pues bien, esa frase, que da el título al libro, pertenece a un soneto del poeta romántico inglés P.B. Shelley (1792-1822). En el soneto se dice que tras el velo de las apariencias, la vida no esconde amor, sino sólo miedo y oscuridad. Pero en la novela de Maugham, tras el velo de la vida y del amor se puede descubrir un horizonte más profundo y cristiano. Esta novela se llevó al cine primero en 1934 (protagonizada por Greta Garbo) y por segunda vez en nuestros días.
Enfoquemos ahora la figura de Kitty, tal como se presenta y se desarrolla en la película. Ella lucha durante largo tiempo por arrancarse el velo que la encierra dentro de sí. Lo consigue cuando va descubriendo que puede ser útil a los que sufren. Al contacto con el dolor, el amor entre los esposos se purifica, también con el testimonio de las religiosas católicas que cuidan de los enfermos en nombre del Evangelio. Kitty aparece así como una nueva Verónica (=verdadero rostro), la mujer que en la devoción cristiana del via crucis interviene (aunque no se cita en el Evangelio) para enjugar el rostro doliente del Nazareno, y recibe a cambio la imagen de la Santa Faz en su lienzo. Emilia Pardo Bazán recreó esta figura de Berenice en un hermoso relato.
Kitty vence las meras conveniencias sociales (los respetos humanos) y se vence a sí misma para darse a los demás. Al abrir sus compuertas, ese corazón desvela su anhelo más profundo. “Da la cara” y en el velo de su vida queda impreso el “Rostro” del amor. En ella se cumple a la letra lo que Benedicto XVI explica en su primera encíclica: que en la perspectiva cristiana, el eros, sin destruirse, se transforma por el sacrificio en agapé y se diviniza, poniéndose a la altura del único Redentor; pues él ha redimido, de una vez por todas, el sentido del auténtico amor humano, especialmente del amor matrimonial.
* * *
Los griegos llamaron eros al amor entre hombre y mujer. Lo describieron como un arrebato, una “locura divina”, que lleva a un “éxtasis” por encima de la razón.
Considerado más en general, el amor es ante todo para vivirlo, para vivir de él y en él, para dejarse conquistar por él y para conquistarlo día a día. Pero también es un gran tema para reflexionar y dialogar.
La primera encíclica de Benedicto XVI “Deus caritas est” (25-XII-2005) recoge la crítica de que el cristianismo ha matado el eros, el amor, y la rebate, dentro de su propósito global: «Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta Encíclica» (n. 39).
Se trata, por tanto, de poner el amor en el centro de la existencia personal, en el centro de la vida cristiana y de la Iglesia. El amor, que es comunión entre las personas y que se realiza respetando la diversidad de cada uno y contando también con las dificultades.
Quien lee la encíclica sin prejuicios puede encontrarse con tres sorpresas, por lo que respecta al “extasis divino” del amor.
El “eros”, ¿modelo y origen del amor?
Primera sorpresa: el eros puede presentarse como modelo y origen de todo amor. Así lo hace la Biblia al emplear la metáfora del amor esponsal para hablar del amor de Dios por la humanidad.
Cabría preguntar: ¿pero no es más bien el agapé, el amor que da sin esperar nada a cambio, el amor más perfecto? ¿Acaso el Antiguo Testamento no fustiga los excesos y engaños del eros? Ciertamente, pero en ningún caso se niega al eros su característica de pregustar lo infinito, lo eterno; sin olvidar, claro está, la necesidad de dominar el puro instinto, para armonizar el cuerpo y el espíritu. Ambos elementos remiten a la relación con Dios. Porque sin Dios, pretender alcanzar la eternidad en el amor sexual, ha observado Ricard María Carles, sería como buscar todas las palabras de una novela en su tapa, o apoyar un precioso capitel sobre un frágil tallo.
Parece fundamental percibir que lo que presenta la encíclica como modelo de todo amor no es el eros sin más, sino el eros que se esfuerza en convertirse en agapé. Esto, no importa repetirlo, exige ante todo el respeto por la persona y la diversidad entre varón y mujer. Con expresión de Jutta Burggraf, «la comunión goza de las diferencias».
El “eros”, llamado a perfeccionarse en el “agapé”
Segunda sorpresa: en el cristianismo el eros se mantiene y se perfecciona. No se trata de que desaparezca la vehemencia del eros cambiándose en la absoluta generosidad del agapé. En realidad, el agapé también necesita recibir; pero resulta que todo lo que recibe se va transformando en capacidad para dar. Esta dinámica sigue el ejemplo y el impulso del amor de Dios, que sin necesitar nada, ama apasionadamente de modo que en Él no hay resquicio de egoísmo.
El “eros”, icono del amor de Dios
Tercera sorpresa: el eros acaba por ser, en el cristianismo, nada menos que un icono vivo del amor de Dios por la humanidad. Los evangelios presentan a Cristo como el “esposo” de la humanidad, salvada anticipadamente en la Iglesia. Él mismo explica la esencia del amor hablando del grano de trigo que muere para dar fruto, lo que alude a su sacrificio en la Cruz. Por eso, dice la encíclica, agapé es un nombre que en el cristianismo designa la Eucaristía, que es, precisamente la actualización del sacrificio de la Cruz.
Este planteamiento sitúa al amor entre hombre y mujer en el nivel del amor de Cristo, y de la participación de su sacerdocio. Decía Josemaría Escrivá que el lecho matrimonial es como un altar. Con otras palabras: si el Evangelio afirma que el amor “vale más que todos los sacrificios y holocaustos”, es porque en unión con Cristo (sobre todo en la Eucaristía) se convierte en verdadero culto a Dios y se traduce en servicio a la humanidad. Este es el auténtico “éxtasis divino” del amor.
«Amor y siempre más amor, es la solución a cada problema que aparece», dijo una campeona de la paz y los derechos humanos (Dorothy Day).
El verdadero “éxtasis” del amor
El verdadero “éxtasis” del amor consiste en salir de sí mismo para encontrarse con el otro, y en esa comunión, abrirse a Dios y a los demás. Ante todo, la relación con Dios (la oración cada día, la Misa del domingo) es imprescindible para descubrir en el cónyuge la imagen divina. De la misma manera, la atención a las necesidades concretas de la esposa o del esposo es imprescindible para una relación auténtica con Dios.
Observa la encíclica que el amor es divino, porque proviene de Dios y a Dios nos une, superando nuestras divisiones. Con palabras de Gustave Thibon, el amor no es contemplarse y saborearse el uno al otro, sino entregarse ambos a las mismas realidades que comprenden y rebasan los límites egoístas del yo, mediante el esfuerzo y el sacrificio. Su amor transforma a los esposos en un “nosotros” cuya fecundidad se abre a la familia y a todas las personas del mundo, especialmente los más necesitados.
El amor de los esposos es, en suma, la fuente continua, el motor y la belleza de su tarea en el mundo. Y todo lo que es fruto del amor alimenta el amor: la preocupación por los demás con detalles concretos, la coherencia entre la fe y la vida, el “estilo cristiano” del hogar, el tiempo dedicado a los hijos.
Concluyendo, el amor de los esposos está llamado a abrirse a Dios y a los demás. En esta medida puede ser un “modelo” de todo amor, al irse convirtiendo en un reflejo del amor divino. Por eso en el cristianismo el amor de los esposos lleva a rezar y adorar, alcanza la categoría de un verdadero culto a Dios. Es también un servicio eficaz a la humanidad, porque contribuye a aliviar lo que para Teresa de Calcuta era la mayor ignorancia y la mayor miseria: no saber amar.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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