Uno de esos instantes que no se olvidan nunca: un instante mágico que marca toda una vida
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No he olvidado sus palabras, y sus consejos han iluminado mi tarea docente mucho más que todas mis clases e investigaciones: procuro atender a mis alumnos como él hizo conmigo
Esta semana se ha hecho público que el 27 de septiembre de 2014 será la Beatificación de D. Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei. Con ese motivo, he rescatado de la hemeroteca este artículo que publiqué en ‘Diario 16’ Málaga al día siguiente de su fallecimiento, el 23 de marzo de 1994.
Contaba un recuerdo muy personal, a propósito de una fotografía familiar que D. Álvaro tuvo en sus manos. Entonces lo titulé Historia de una fotografía amarillenta, y fue citado por el Obispo de Málaga en la Misa funeral que se celebró el día 24 de marzo. Hoy lo publico aquí como homenaje a alguien a quien debo todo lo que soy.
Historia de una fotografía amarillenta
Supongo que es uno de esos instantes que no se olvidan nunca: un instante mágico que marca toda una vida. Me encontraba en el vestíbulo de una residencia de estudiantes, cercana a la Universidad donde daba clase, cuando le vi aparecer con esa sonrisa tan característica. Vestía pulcramente la sotana −como solía, por deferencia a quienes le visitaban− y su andar se me antojó paternal y sencillo. Se adelantó para darme un abrazo. Me apretó fuerte, mientras me decía: «¿Qué me cuentas, hijo mío?». Y después me miró con atención, dispuesto a escuchar todo lo que yo le contase.
No sé bien qué le dije. Sólo sé que yo me encontraba allí, con un hombre al que no había visto nunca, y que me sentía perfectamente comprendido y querido. No lo había visto nunca, pero lo consideraba mi padre porque me quería como un padre.
Recuerdo que se interesó por mi familia. Yo tenía entonces veintitrés o veinticuatro años, y le hablé de mis padres y de mis hermanos. Le enseñé una fotografía que llevaba en la cartera, y me fue preguntando por cada uno con verdadero interés. Irradiaba tal paz a su alrededor, que no se me ocurrió pensar que ese hombre tenía sobre sus hombros cosas mucho más importantes que aquella fotografía amarillenta, medio carcomida por el tiempo y por las anillas de mi agenda, que estaba además descentrada y fuera de foco.
Sí, aquel hombre tenía sobre sus espaldas la preocupación de sacar adelante el Opus Dei, de ayudar a la Iglesia en su nueva tarea de evangelización, y de atender las solicitudes de más de setenta mil hijos suyos dispersos por los cinco continentes. Y resulta que yo le entretenía con esa foto deteriorada. Era como para echarme a patadas; por irresponsable, por inconsciente e inoportuno.
Pero él no lo hizo. No hizo el menor gesto de tener prisa. Escuchó con paciencia mis historias y mostró al fin una ancha sonrisa. Luego bendijo la fotografía con mucho cariño y la besó, como si se tratase de su propia familia. Le pregunté entonces, un poco abrumado, qué podía decirle de su parte a uno de mi familia para que conociera y estimase mejor la Obra. Y se echó a reír. Me dijo que no podía pretender que todos admirasen nuestra vocación: ni siquiera que todos la comprendieran, pero que la gran solución era rezar, que así resolvía los problemas el Santo Padre y también el Fundador de la Obra. Como no me quedaba tranquilo del todo, hizo la señal de la cruz sobre el rostro del interesado y añadió: «Dile, de mi parte, que le he hecho la señal de la cruz sobre su frente».
Todavía estuve un rato más con él, mientras le acompañaba hacia el coche que le iba a conducir hasta el palacio episcopal (aún me pregunto, con cierto cargo de conciencia, si mi entusiasmo juvenil no le hizo llegar tarde a su cita con el Obispo). Le dije entonces que estaba dando mis primeros pasos como profesor en la Universidad, y le pedí un consejo para realizar bien mi tarea. Volvió a sonreírme, y me dijo que procurara cultivar la paciencia con los alumnos; la paciencia y también la comprensión. Ellos no siempre reclamarían sus derechos con buen tacto y en el momento más oportuno; pero tenían el derecho a ser escuchados, a que se les prestase atención. Debía disculpar sus explosiones juveniles y descubrir la parte de razón que había en sus reclamaciones.
Esto me lo dijo con su sonrisa de siempre, mientras cerraba la portezuela del coche. Y sólo entonces me di cuenta de lo inoportuno que había sido, y de la paciencia que había tenido conmigo. También me di cuenta del bien que me habían hecho sus palabras. Aún hoy, no las he olvidado, y sus consejos han iluminado mi tarea docente mucho más que todas mis clases e investigaciones: procuro atender a mis alumnos como él hizo conmigo.
Guardé la fotografía amarillenta −que aún hoy la conservo, porque estuvo en las manos de un santo− y pensé en el Padre. Antes de conocerle, yo sabía que era un hombre de Dios. Ahora sabía, además, que era un padre realmente maravilloso.