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La fascinación con Francisco, que va incluso más allá de su rebaño, no debía sorprender si se aprecia debidamente quién ha sido Jorge Mario Bergoglio a lo largo de sus anteriores 76 años de vida: una existencia en la que se refleja el desarrollo de un gran carisma personal en plena sintonía y casi como un fruto más del Concilio Vaticano II y de la obra de asentamiento y explicación del mismo llevada a cabo por sus dos antecesores, Juan Pablo II y Benedicto XVI
Sorprende en todo el mundo la profundidad y extensión a que pudo llegar, en apenas nueve meses, el comunicativo carisma del Papa Francisco. Las audiencias papales de los días miércoles han debido trasladarse, incluso en invierno, de la vasta Aula Pablo VI a la Plaza San Pedro. Entre una ciudadanía de agudo sentido crítico y fuertemente acosada por el laicismo secularista, como la francesa, los lectores de Le Monde desplazan a todas las personalidades locales y europeas votando por la figura del Pontífice argentino como la más importante del año. La cadena de Diarios de América hace otro tanto, en su doble calificación, regional y mundial. Periódicos norteamericanos, británicos y españoles repiten la misma preferencia.
Lo más destacable y de mayor resonancia mundial ha sido a este respecto la calificación como Person of the Year que le adjudicó la revista de divulgación internacional Time, cuyo reportaje de 34 páginas, incluida la portada, resume con objetividad los trazos del efecto Francisco, y fundamenta su elección, entre otras, en la percepción universal de una «vasta, global y ecuménica audiencia que muestra hambre de seguirlo». A juicio del conocido magazine, «la fascinación con Francisco, que va incluso más allá de su rebaño, le da una oportunidad que su predecesor, Benedicto XVI, nunca tuvo: expandir el mensaje de la Iglesia y su poder para hacer un gran bien».
Lo anterior no debía sorprender si se aprecia debidamente quién ha sido Jorge Mario Bergoglio a lo largo de sus anteriores 76 años de vida −lo cual ha podido quedar consignado en varios y muy buenos libros−: una existencia en la que se refleja el desarrollo de un gran carisma personal en plena sintonía y casi como un fruto más del Concilio Vaticano II y de la obra de asentamiento y explicación del mismo llevada a cabo por sus dos antecesores, Juan Pablo II y Benedicto XVI. El primero, como se sabe, lo nombró Arzobispo de Buenos Aires y lo creó Cardenal, en tanto que con el segundo mantuvo y mantiene siempre una estrecha cercanía, lo que el mismo Francisco se ha encargado de subrayar en palabras y gestos.
Como se apuntara en el artículo editorial de Humanitas 70 (abril-junio 2013), la intuición del Beato Juan XXIII al convocar a un Concilio que se hiciera cargo de la realidad de un mundo moderno tensionado por inmensas tragedias y enormes posibilidades, cumplía, en la primera elección de un Papa venido «del fin del mundo» −en este caso concreto, de una de las inmensas modernas urbes latinoamericanas−, un hito magnífico en su desarrollo. No es un dato menor, si se mira la historia a la luz del actuar de la Providencia, que sea ahora el mismo Papa Francisco quien vaya a canonizar el próximo 27 de abril, en ceremonia conjunta, a los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II.
Tornemos de nuevo, sin embargo, al ámbito de lo sorprendente. A la par de las mencionadas señales de empatía, entusiasmo y confianza en un designio superior, no se oculta también una suerte de temor "neo-ilustrado" −minoritario y circulante al interior de la grey católica− que desconfía del proceder de Francisco. Temen, dicen algunos −no reparando en que el catolicismo social es más antiguo que la misma Rerum novarum y que, en lo cercano, la Guerra Fría concluyó hace más de veinte años−, "que se esté ahora retrocediendo al lenguaje de los sesenta"...
Frunce, también, alguno que otro el ceño, por lo que juzga ser una "no comprensión del mercado" de parte del Papa Francisco, lo cual en verdad más parece una autodenuncia respecto de no haber leído atentamente la encíclica Caritas in veritate legada por Benedicto XVI como, asimismo, una confirmación de la oportunidad de lo escrito en la reciente exhortación apostólica Evangelii gaudium sobre la falsa confianza de muchos en mecanismos sacralizados del sistema económico imperante (n. 54).
En otros ámbitos, no tanto prácticos cuanto académicos, tal temor “neo-ilustrado” avanza su crítica a caballo de lo que se figura una capitis deminutio de la filosofía y de la teología frente a la acción pastoral, considerando que la comprensión y misericordia que el Papa Francisco enfatiza frente a la multitud de necesidades que afligen al hombre de hoy no deberían ir en desmedro del logos, cuya extensión constituyó una enseñanza central en el magisterio de sus antecesores, especialmente de Benedicto XVI a partir de su inolvidable discurso en la Universidad de Ratisbona. Se ve en esto, hay que reconocerlo, el sesgo reductivo que impone el temor "neo-ilustrado" ante la metafísica real, no axiomática, haciéndole incluso difícil ver cómo la hondura de la crisis que destruyó a la familia va hoy tras el hombre.
La crisis actual −incluida la crisis financiera− es una crisis cultural y antropológica (lo dijo el Santo Padre en Río de Janeiro ante los representantes del Celam y lo repite en el N. 55 de la Evangelii gaudium) y es por tanto de sustrato esencialmente metafísico. Se juegan en ella no unas tantas premisas discutibles, sino la premisa principal: «Lo que puede ser destruido es el hombre. ¡Pero el hombre es imagen de Dios! Por eso es una crisis tan profunda» (discurso al Celam). Rechazado el hombre, imago Dei, sobreviene el rechazo de la ética y el rechazo de Dios mismo (EG, n. 57). Es por tanto hacia allá −en mirada que aúna a Francisco, Benedicto XVI y Juan Pablo II− que apunta contemporáneamente la verdadera y más compleja cuestión del Logos: la teología y la filosofía en la dinámica de la salvación.
Una tercera manifestación de este mismo temor "neo-ilustrado" puede apreciarse en la aguda preocupación que embarga a algunos por arrojar claridad doctrinal allí donde el Pontífice pareciera no preocuparse tanto con lo que dijo y cómo lo dijo. Replicando lo que escribe el Time, el Papa Francisco no cambia el discurso, sino que cambia la música. A juzgar por los resultados −que han de enmarcarse en el énfasis con que reclama diariamente su absoluta filiación a la Iglesia−, la preocupación, más allá de algunos casos puntuales, no tiene gran fundamento. Con cierto atrevimiento, podría incluso pensarse que si al Papa le importa mucho afirmar la Palabra, sea en sus discursos o escritos oficiales, en esta sociedad virtual y mediatizada donde todo es susceptible de tergiversaciones −¡cuántas veces sufrió esto Benedicto XVI, cuya claridad superaba todo patrón!− quisiera él también que nos acostumbrásemos a relativizar el vocerío.
Quien sepa leer con devoción las palabras pronunciadas por el Papa Francisco en la iglesia del Gesu, en Roma, el 3 de enero pasado, con ocasión de la Misa de acción de gracias por la incorporación del jesuita Pedro Fabro en el catálogo de los santos (ver discurso en www.humanitas.cl), puede encontrar fundadas razones para declinar ese temor a que nos referimos. Al revés, apreciará hasta qué punto va instalándose −lo subrayamos de nuevo−, como fruto maduro del Concilio en una época de crisis y de urgente necesidad de reforma, traducida a los términos del hombre de hoy, la misma visión de Cristo y de la Iglesia del gran Íñigo de Loyola, cuyo impacto en la historia y en la espiritualidad del mundo cristiano nadie puede desconocer.
Al contrario de temer, lo anterior da con abundancia razón para pensar y vivir plenamente, según nos convidara el Santo Padre al clausurar el Año de la Fe, la verdadera alegría del Evangelio.
Jaime Antúnez Aldunate
Director Revista Humanitas
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