De golpe, sin previo aviso, me dice Carmen: «Tú no te vas a morir nunca, ¿verdad, papá?»
Noqueado, todavía tengo que pensar, y rápido, y bien, qué le contesto. Pasaron por mi cabeza, que daba vueltas, estas cuatro opciones, como en un examen tipo test:
A - Ni tú tampoco, cariño. Somos inmortales, por la gracia de Dios.
B - Sí me voy a morir, aunque no te preocupes, que será cuando Dios quiera, y entonces nada malo podrá pasarme ni pasarte.
C - Sí, pero dentro de muchísimo tiempo.
D - ¡¿De dónde has sacado esa idea?!
Descartada la D, por escapista, y la C, por incierta, mi duda estaba entre la A y la B, ambas verdaderas. Opté por la B, porque la A no respondía talmente a su pregunta y porque esa respuesta ya la tiene al final de un poema mío llamado Epitafio que es de suponer que leerá alguna vez después del deceso:
[…]
Esperanza, compañeros,
las almas viven y, encima,
resucitarán los muertos.
Como yo iba conduciendo, no pude −so pena de precipitar el acontecimiento− volverme a ver la cara que puso ante la respuesta B, pero pasó a otro tema, con voz tranquila, sin preguntarme −oh, milagro− «¿por qué?». Parece que le pareció bien. Durante el resto del día estuvo especialmente cariñosa conmigo, como mimándome.