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¿Es la fe una luz “ilusoria”, es decir, irreal, engañosa e inútil, un sentimiento meramente subjetivo y oscuro, que no tiene valor de conocimiento ni proporciona certezas? ¿Es la fe cristiana algo que arrebata la novedad y la aventura a la vida? ¿Es un espejismo que nos impide avanzar con libertad hacia el futuro?
He aquí algunas de las preguntas a las que responde, desde su introducción, la encíclica Lumen fidei (29-VI-2013), primera del Papa Francisco.
En ella se plantea la fe como un don que ilumina toda la realidad humana, dándole pleno sentido, y que atraviesa incluso las sombras de la muerte. «Deseo –escribe el Papa– hablar precisamente de esta luz de la fe para que crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene especialmente necesidad de luz» (n. 4).
Alimentar y robustecer la fe, proponerla a todos
El objetivo primero de la encíclica es alimentar y robustecer la fe en los cristianos. A la vez quiere proponer la fe a todos las personas de buena voluntad en la perspectiva del Concilio: «El Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille dentro de la experiencia humana, recorriendo así los caminos del hombre contemporáneo. De este modo, se ha visto cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones» (n. 6).
Como se ha puesto de relieve (A. Tornielli), el hecho de que gran parte del texto proceda de Benedicto XVI y a la vez toda ella está firmada por el Papa reinante, Francisco, subraya que lo más importante no es éste o aquél Papa, sino el ministerio del Sucesor de Pedro en cada momento, cuyo papel es confirmar la fe. Así lo dice el texto mismo: «El Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a “confirmar a sus hermanos” en el inconmensurable tesoro de la fe» (n. 7).
La encíclica expresa que en la fe cristiana esencialmente «se nos ha dado un gran Amor» (ibid.), el de Dios Padre por medio de su Palabra encarnada, Jesucristo; y que si acogemos esa Palabra, el Espíritu Santo «nos transforma, ilumina el camino y hace crecer en nosotros las alas de la esperanza para poder recorrerlo con alegría» (Ibid.). En conjunto, «fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios» (Ibid.). Por ello, la encíclica, que desarrolla lo esencial de la fe, explica también en qué consiste la vida cristiana, caracterizada por las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.
La fe se nos ha dado en una historia
A la introducción le siguen cuatro capítulos. En el primero se explica que la fe se nos dado en una historia, que arranca de Abrahán, pasa por la historia de Israel y se cumple plenamente en Jesucristo, en quien se encuentra la salvación que se nos ofrece actualmente por medio de la Iglesia. «Si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido» (n. 8); pues la fe «es un conocimiento que se aprende sólo en un camino de seguimiento» (n. 29). Y esto sirve desde luego para la fe personal, pero, ante todo, para penetrar la fe cristiana en su conjunto.
Fe, verdad y amor
El capítulo segundo muestra las relaciones entre la fe, la verdad y el amor. Al hacerlo, se detiene en las dimensiones principales de la fe. Pone de relieve que la fe tiene que ver centralmente con el conocimiento de la verdad. La fe se abre al amor y así puede ayudar a ensanchar la razón. La fe no es algo meramente subjetivo o sentimental, pues «el amor tiene necesidad de verdad», y el amor mismo es fuente de conocimiento. La fe es tanto «escucha» como «visión». Y, por su conexión con la verdad y el amor, puede entrar fructuosamente en diálogo con la razón. Un diálogo beneficioso, tanto para la razón (por la luz del amor que le aporta la fe) como para la fe (que se inserta en la experiencia humana para comprender y participar el amor de Dios por nosotros). La fe cristiana ilumina el camino de todos los que buscan sinceramente a Dios, e impulsa a acogerlo y buscarlo cada vez mejor y con más consecuencias para la vida.
Se manifiestan así aspectos fundamentales de la fe, como son sus dimensiones histórica y personal (contra una visión de la fe que fuera intelectualista o, por otra parte, voluntarista o moralista), así como su dimensión eclesial (frente a una visión individualista), pues «quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a difundirse, a compartir su alegría con otros» (n. 39).
La transmisión de la fe
El capítulo tercero se dedica a la transmisión de la fe como «tradición (entrega) viva». Esto acontece en la Iglesia principalmente por medio de una vida, la de los cristianos, que se testimonia con autenticidad. Los cuatro pilares de esa transmisión de la vida cristiana son la confesión de la fe (el Credo), los sacramentos, el decálogo (los Mandamientos) y la oración. Así aparecen en el Catecismo de la Iglesia Católica, «instrumento fundamental para aquel acto unitario con el que la Iglesia comunica el contenido completo de la fe, “todo lo que ella es, todo lo que cree”», usando palabras del Concilio Vaticano II. Por la relación entre fe y amor cabe vivir una misma e íntegra fe, que es católica porque como un organismo vivo posee «capacidad de asimilar todo lo que encuentra (Newman), purificándolo y llevándolo a su mejor expresión», gracias al servicio del Magisterio de la Iglesia.
La capacidad transformadora de la fe
Finalmente, el capítulo cuarto desarrolla el dinamismo de la fe en la sociedad. «La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo». La fe posee capacidad transformadora para la vida social (las relaciones humanas, la búsqueda del bien común), la familia y la relación con la naturaleza, y ayuda a superar y dar sentido al sufrimiento propio y ajeno. La fe es luz que los creyentes proponen, con su testimonio y diálogo, para edificar la ciudad terrena, en apertura a la libertad y a la justicia, al derecho y la paz. Juntas, la fe, la esperanza y la caridad permiten integrar las preocupaciones de todos en el camino hacia Dios, impulsando, al mismo tiempo y con fuerza nueva, el vivir de cada día.
Esta relación entre fe y vida se expresa con clara cercanía en la siguiente frase: «La fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades» (n. 53). Ciertamente, «la luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar» (n. 57).
La encíclica propone a María, que «conservaba en su corazón todo lo que escuchaba y veía, de modo que la Palabra diese fruto en su vida» (n. 58), como icono perfecto de la fe cristiana en sus dimensiones totales.
El mensaje central de la encíclica puede verse concentrado en expresiones como esta: «La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra» (n. 18)
De esta manera la encíclica Lumen fidei se ofrece a los cristianos como profundización en la fe, en la línea de la solidaridad que Cristo ha manifestado con cada hombre, y del consuelo y del compromiso que de ahí se derivan para vivir con más intensidad su camino. Y se ofrece también a todas las personas de buena voluntad, como invitación y propuesta de sentido pleno de la vida.
Ramiro Pellitero
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