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La cercanía de su Beatificación esponja el alma de todos aquellos que en vida se supieron cercanos a la grandeza de este hombre y, por tanto, en absoluto vulgares
Si Chesterton definía la vulgaridad como de convivir con la grandeza ignorándola, hay que decir que pese a la falta de estilo que caracteriza a tantos y a tan numerosos colectivos, no ha sucedido así ante la figura de Juan Pablo II.
Católicos o no, ante la personalidad humana de este Papa, han reconocido que sus esquemas intelectuales se han roto y se han hecho añicos. Reconocen en él a un hombre único, irrepetible, excepcional entre los escasísimos que aparecen a lo largo de la historia alguna que otra vez.
Admiten que no sería pensable un hombre así si no hubiera, de hecho sucedido realmente y admiten que, en las circunstancias culturales, sociales, familiares, etc., en que ocurrieron era aún más impensable que emergiera una persona así.
Pero así es y es innegable lo evidente. Dada la realidad del hecho solo queda intentar describir algunas de las manifestaciones de ese misterio que la acción de Dios ha mostrado en su historia para acariciar, más que iluminar, el prodigio.
Juan Pablo II fue un filósofo y un teólogo de una extraordinaria inteligencia que no se sintió ni estuvo nunca en deuda con los modos de pensar apodícticos de la Universidad y al que todo lo humano le era sumamente importante e interesante justamente por ser humano.
Reconocido por sus colegas como filósofo sagaz no siguió un esquema clásico único ni arquetipos que le encorsetaran en esa materia. Fue un pensador que aprendió muy rápido de la experiencia y la incorporó a su pensamiento dándole forma. Supo aprender de todos con la convicción práctica de que los no instruidos también podían enseñarle, y mucho, con sus vidas tanto como cualquier otra que fuera muy instruida. Esto sucedía porque aprendía del corazón de los hombres esas lecciones y de ahí la extensión de su saber humano.
Vivió con la serenidad del místico, en sus noches oscuras de la orfandad prematura, del sometimiento a la barbarie de regímenes totalitarios durante casi 30 años —el nazi y el comunista— sin saber ni querer aprender a odiar y ganando con el amor todos los pulsos que mantuvo como sacerdote, obispo y cardenal frente a las autoridades sin hablar jamás de política.
Puso en práctica a la perfección el consejo de un sastre místico, Jan Tyranowski, devoto de San Juan de la Cruz, que le dijo durante la represión primera: «Si el amor no vence al odio nazi éste se auto-fagocitará y engendrará otro odio con otro nombre». En él el amor venció siempre la tentación del odio.
Aprendió la difícil disciplina de querer a las personas por lo que son: imagen y semejanza de Dios, y no por su ideología, religión, sexo, etc. Su sensibilidad ante las diversas religiones, su profundo respeto hacia el judaísmo y los judíos, su afecto por los enfermos y todos los que sufren, los ancianos, los niños, etc., no tuvo parangón.
Fuerte y atlético, deportista casi durante 70 años, fue un hombre siempre célibe que poseyó una perspicacia para la sexualidad humana y una especial sensibilidad para comprender a la mujer que jamás se había visto. La crítica feminista, tan exacerbada en estos años, tuvo que plegarse ante sus escritos en defensa de la mujer con argumentos que ni ellas conocían.
Con una visión de futuro que atraía a los pocos grandes estadistas coetáneos, abría inabarcables horizontes a quienes a él acudían. Era el hombre mejor informado del mundo sin apenas ojear el periódico y, por su mirada penetrante y certera sobre el futuro, era consultado por los hombres de Estado cosechando grandes éxitos que dejaba en la sombra.
Influyó en el mundo que le tocó vivir como nadie hasta ahora en la historia y esta proyección histórica todavía no ha hecho más que empezar. Pese a su enorme influjo en los asuntos mundiales no manifestó el más mínimo interés en ser reconocido. Únicamente sabía y, con ello le bastaba, en los asuntos políticos o administrativos, que cuando el hombre actúa de modo verdaderamente humano la Iglesia, cuyo camino es el hombre, encuentra el sendero adecuado.
No aspiraba a premios terrenos y el Nobel de la Paz, más que merecido, sabía que le estaba vedado por los intereses creados de quienes lo promueven. No fue jamás un teórico sino que supo vivir, yendo por delante con el ejemplo —en muchas ocasiones heroico—, lo que predicaba y con suave exigencia ponía siempre frente a sus responsabilidades a los que le confiaban su alma y le pedían consejo. «Debes decidir por ti mismo» solía decir. Esto adquiría un colorido muy especial cuando hablaba a los jóvenes, su gran pasión. En ellos está, y lo veía con nitidez, el futuro del nuevo milenio en el que introdujo a la Iglesia con el Gran Jubileo del año 2000.
Juan Pablo II reinterpretó con su magisterio certero que el Concilio Vaticano II era la “brújula” para orientarse en el vasto océano del tercer milenio. También en su testamento espiritual anotó: «Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún, las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado».
El sábado 2 de abril de 2005, a las 21,37, Juan Pablo II ">dejaba este mundo para irse a reunir con su Padre Dios. No sólo la cristiandad, sino otras muchas gentes de buena voluntad, rezaban intensamente unidas a las miles de personas que llenaban la Plaza del Vaticano. Allí había gente de todas las edades pero, sobre todo, jóvenes. A todos nos enseñó que el amor es más fuerte que la muerte y, por tanto, aquel grito inicial al comienzo de su pontificado: «No tengáis miedo», «¡Abrid las puertas de par en par a Cristo!», estaba recibiendo la respuesta universal de: “¡Santo, ya!”.
La cercanía de su Beatificación esponja el alma de todos aquellos que en vida se supieron cercanos a la grandeza de este hombre y, por tanto, en absoluto vulgares.
Pedro Beteta
Teólogo y escritor
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