Se observa una sociedad altamente individualizada, donde el compromiso ha desaparecido prácticamente del mapa
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La persona cree que su realización personal sólo se puede obtener dando satisfacción a los deseos y se observa un miedo atroz al compromiso, por considerarlo un estorbo para nuestra libertad
Haciendo una mirada crítica y objetiva a nuestra sociedad occidental, observamos unas ciertas patologías que, como mínimo, debiéramos reconocerlas. Se observa que la persona cree que su realización personal sólo se puede obtener dando satisfacción a los deseos. Se observa también un miedo atroz al compromiso, por considerarlo un estorbo para nuestra libertad. El resultado es una sociedad altamente individualizada, donde el compromiso ha desaparecido prácticamente del mapa.
Y todo esto, ¿a dónde nos conduce?, nos lleva a una sociedad desvinculada, con un tejido asociativo debilitado y en muchos casos inexistente. Hay como una incapacidad de hacer todo aquello que es humanamente necesario. Incapacidad de educar humanamente a los hijos, desde la infancia a la adolescencia. Incapacidad de mantener una estabilidad matrimonial, que garantice un acompañamiento armónico de los hijos, para que desde el binomio del amar y sentirse amados, aprendan a tomar sus propias decisiones.
El hombre es por definición un ser social. En una sociedad sin vínculos, el hombre se transforma en un ser movido por el egoísmo, hasta el punto de confundir su deseo con una necesidad, y esta falsa necesidad la convertimos finalmente en un derecho. Esta ideología de la desvinculación dificulta todo aquello que es necesario para iniciar un cambio. ¿Qué cambio? Un cambio que regenere el gusto por las relaciones interpersonales. Un cambio que humanice la sociedad poniendo a la persona en el lugar que le corresponde. ¿Por qué se ha producido esta indignación social? Por muchas razones. Entre otras, porque la persona tiene la impresión de haberse convertido en una mercadería barata. También por el hecho de no sentirse representados por la clase política, y también por el desencanto que produce ver unos poderes fácticos que mandan más que los gobiernos.
El cambio debiera tener distintos niveles. Un primer nivel, personal. Reafirmando los vínculos con las personas y aflojando los vínculos con las cosas. Hemos llegado al extremo de amar las cosas y usar las personas, cuando debiera ser lo contrario, usar las cosas y amar a las personas. Permitidme que os explique una experiencia que pone de manifiesto lo que acabamos de decir. Andando por la calle, doy un tropezón, y para no irme de narices al suelo, me apoyo en un coche que estaba aparcado. El propietario estaba dentro, y salió airado insultándome gravemente a mí y a los difuntos de mi familia, total porque había puesto, a su juicio, mi puerca mano sobre la excelsa plancha de su coche nuevo. Aquí vemos claramente una forma de amar más a las cosas que a las personas. Sin embargo, el cambio pasaría por convertir los encuentros interpersonales en una gran oportunidad, de establecer vínculos de diálogo, más allá de que haya o no sintonía en la forma de ver las cosas.
Pensar distinto no es ningún motivo para dejar de respetarnos. En el ámbito público también son necesarios unos cambios indispensables. No hacer de la política un deseo de poder, de fama, de revancha contra los adversarios, sino un deseo honesto de servicio al bien común. También la economía debiera cambiar de rostro. Una economía especulativa, cuyo objetivo es la acumulación de beneficios, no tiene humanamente futuro. Si verdaderamente queremos salir del hoyo en el que nos hemos metido, hace falta tener imaginación y coraje, pero por encima de todo el cambio necesario de la avaricia por la generosidad.