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Consuela saber que Chesterton publicó ‘La esfera y la cruz’ en 1911… La furia iconoclasta no ha triunfado sobre la cruz de Cristo
El 14 de junio de 1936 —mañana se cumplen 75 años— fallecía en su casa de Beaconsfiled el escritor inglés Gilbert K. Chesterton. Con motivo de este aniversario, he desempolvado este artículo que publiqué aquí hace más de un año. Plantea la cuestión de si debemos arrancar o no las cruces de las escuelas públicas. Y lo hace recordando un pasaje de La esfera y la cruz: un buen modo de rendir homenaje a tan fecundo pensador.
Chesterton vivió a caballo entre los siglos XIX y XX. Sus novelas detectivescas del Padre Brown son un prodigio de ingenio, porque ese sacerdote humilde y bondadoso resuelve los casos no siguiendo pistas o huellas, sino gracias a su profundo conocimiento del alma humana. Esas historias han sido llevadas al cine en dos ocasiones: en 1934 y 1954, con Walter Connolly y Alec Guinness —respectivamente— en el papel principal. También han sido objeto de dos series televisivas: una en Alemania, de 39 capítulos (1966-72), y otra en Inglaterra, con 13 episodios (1974); esta segunda tuvo mucho más alcance.
También se estudió la posibilidad de llevar al cine La esfera y la cruz, tal vez la novela que mejor refleja la confrontación entre una cultura cristiana y una mentalidad laicista que ya entonces trataba de sofocarla. Al final, el proyecto cinematográfico se abandonó. Pero traigo a colación su recuerdo porque algunas medidas que hoy quieren imponerse (como la de quitar los crucifijos de las escuelas, por ejemplo) hacen que esa novela resulte plenamente actual; muy especialmente, su escena inicial.
En ella, el profesor Lucifer y el monje Miguel sobrevuelan Londres en una avioneta. Al divisar la catedral, coronada por la esfera (del mundo) y la cruz encima, Lucifer profiere una blasfemia contra la cruz y afirma airado que habría que arrancarlas de todos los sitios. Tras un momento de silencio, Miguel cuenta esta historia:
«Conocí a un hombre como tú; él también odiaba al crucifijo: lo eliminó de su casa, del cuello de su mujer, hasta de los cuadros; decía que era feo, símbolo de barbarie, contrario al gozo y a la vida. Pero su furia llegó a más todavía: un día trepó al campanario de una iglesia, arrancó la cruz y la arrojó desde lo alto.
Este odio acabó transformándose primero en delirio y después en locura furiosa. Una tarde de verano se detuvo ante una larguísima empalizada; no brillaba ninguna luz, no se movía ni una hoja, pero creyó ver la larga empalizada transformada en un ejército de cruces, unidas entre sí colina arriba y valle abajo. Entonces, blandiendo el bastón, arremetió contra la empalizada, como contra un batallón enemigo.
A lo largo de todo el camino fue destrozando y arrancando los palos que encontraba a su paso. Odiaba la cruz, y cada palo era para él una cruz. Al llegar a casa seguía viendo cruces por todas partes, pateó los muebles, les prendió fuego, y a la mañana siguiente lo encontraron cadáver en el río».
El profesor Lucifer, al oír el relato, mordiéndose los labios, mira al anciano monje y le dice:
— Esta historia te la has inventado tú.
— Sí, responde Miguel, acabo de inventarla; pero expresa muy bien lo que estáis haciendo tú y tus amigos incrédulos. Comenzáis por despedazar la cruz y termináis por destruir el mundo.
¿Qué destruiremos cuando hayamos eliminado todas las cruces? ¿Quemaremos las pinturas religiosas de Murillo, de Zurbarán, de Velázquez? ¿Dejaremos vacíos todos los museos? ¿Prohibiremos las procesiones de Semana Santa? ¿Inventaremos un calendario que no diga “antes de Cristo” y “después de Cristo”? En definitiva: ¿quedará algo de nuestra cultura, si arrancamos todas las cruces y todo vestigio de cristianismo?
Consuela saber que Chesterton publicó La esfera y la cruz en 1911. Porque ahora se cumplen cien años, y a la vuelta de todo un siglo las cosas están como antes: la furia iconoclasta no ha triunfado sobre la cruz de Cristo. Tampoco lo hará dentro de otro siglo, aunque en todas las épocas hará falta que los cristianos alcemos la cruz en nuestra existencia (en nuestro trabajo, en nuestra familia). Y no para oponerla a nadie, sino para recordar el mensaje de amor de quien dio su vida por todos los hombres. Una actitud, por cierto, bien distinta de la que advertimos en el protagonista de este cuento.
Alfonso Méndiz
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