¿Habrá algo más necesitado de custodia y atención que la vida humana en el declive de la existencia?<br />
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Me descubro ante quienes saben profesionalizar a diario la ternura que tanto agradecen quienes saborean con alegría los últimos días de su vida
Video: " target="_blank">Donde no llega la medicina, llega el cariño
El Papa Francisco glosó, en su primera homilía en la plaza de san Pedro, una gran faceta de la figura de san José: de acuerdo con el relato de Mateo, Dios le confió la misión de ser ‘custos’, custodio: de María y Jesús; y de toda la Iglesia, como señaló el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo» (Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1).
Custodiar, cuidar, servir. Cuando escuchaba esas palabras del obispo de Roma, me vinieron a la cabeza tantos profesionales cuyo oficio es precisamente atender a los demás: en concreto, el Centro de Cuidados Laguna de Madrid, donde murió mi hermano José Luis hace dos años (un día como hoy −escribo el sábado 23− habría cumplido 74); allí llegó desde el Clínico, donde se le había diagnosticado un extendido cáncer de pulmón, que no tenía ya posibilidad de tratamiento alguno.
Justo el día en que el Papa comenzaba formalmente su ministerio, leí dos cosas complementarias, que muestran la actualidad de las palabras de Francisco. La Croix y Le Monde se hacían eco del segundo informe anual del Observatorio francés sobre el fin de la vida (aquíy aquí, respectivamente). Y en Aceprensa, José Ignacio Moreno daba noticia sobre la durísima evolución de Bélgica en materia de eutanasia (aquí).
Aparte de razones ideológicas, la eutanasia tiende a imponerse allí donde prevalece una fundamentación económica de la medicina: esa solución será siempre mucho más "eficiente" y barata que la dedicación de recursos a los cuidados paliativos. ¿Y habrá algo más necesitado de custodia y atención que la vida humana en el declive de la existencia?
No me importa volver a citar una frase de la homilía papal: «la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios».
Obviamente, como recordaba el propio pontífice, cuando falla esa faceta humana, «gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen 'Herodes' que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer».
Todo, con un detalle complementario: vi hecha realidad esa ternura en Laguna hace dos años: en cada persona, y en el retablo de la capilla. Como señala el papa Francisco, «san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura».
Puede parecer contradictorio, pero en modo alguno lo es: me descubro ante quienes saben profesionalizar a diario la ternura que tanto agradecen quienes saborean con alegría −sí, ¿por qué no?− los últimos días de su vida.