Una perspectiva interesante porque, de hecho, implica −no sólo al próximo Pontífice− sino a todos y cada uno los católicos
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Una perspectiva interesante porque, de hecho, implica −no sólo al próximo Pontífice−- sino a todos y cada uno los católicos
En la tarea de analizar los desafíos que el nuevo Papa habrá de abordar, conviene no hacer traslaciones equívocas de parámetros políticos a las coordenadas estrictamente eclesiales.
La Iglesia, si se me permite el símil, es una empresa de carácter espiritual, con un activo formado por la fe y la santidad de sus miembros, y un pasivo conformado por las debilidades de los mismos. De ahí que el primer desafío para el nuevo Papa sea el de lograr elevar la temperatura espiritual de los aproximadamente 1.200 millones de católicos dispersos por todo el mundo. Esto es, aumentar los activos espirituales de la Iglesia católica.
Por decirlo en palabras del Papa emérito Benedicto XVI: “En las últimas décadas el poder del hombre ha crecido de manera inimaginable… Sin embargo, no han aumentado nuestras capacidades morales. El gran desafío consiste en descubrir cómo podemos ayudar a superar esa desproporción”. En esa tarea de potenciar “las capacidades morales” de la Iglesia, el Papa que salga elegido habrá de desplegar una vasta tarea pastoral entre sus fieles. De ahí la necesidad de que tenga una profunda espiritualidad.
El segundo desafío es abrir el mercado de las ideas a los valores del espíritu. Existe una cierta “banalización del mal”, que suele derivar en una sutil dictadura del relativismo. Requerirá de una gran fortaleza para sacar a los creyentes del abismo de lo que se ha llamado el 'antimercantilismo moral'. Esto es, una especie de temor a entrar en el juego de la libre concurrencia de las ideas y los valores morales, que suele decidirse más allá de los refugios de la decencia moral. Miedo que esconde una desesperanza con respecto a la fuerza atractiva de los valores cristianos. Debe lograr sacarlo de esa posición de repliegue sobre sí, que se llama la “enfermedad del absentismo”, encerrándose en su torre de marfil, ajeno e indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de sus contemporáneos, mientras la gran sociedad sigue su curso.
El tercer desafío es geográfico. El primer milenio fue el de la cristianización de Europa; el segundo se desplegó el cristianismo en América. El tercero, y aquí el nuevo Papa tendrá un protagonismo especial, apunta como una flecha a Asia y África. No es casualidad que los dos últimos Pontífices hayan viajado un total de quince veces a África, desplazándose Juan Pablo II trece a Asia. No hay que olvidar que el gran novum del siglo XXI es el resurgir de las grandes religiones. De modo que la sociología cada vez más individualiza la desecularización como uno de los hechos dominantes en el mundo de finales del siglo XX y principios del XXI. Un progresivo despertar del hecho religioso en América, África y Asia que contrasta con las tendencias secularizadoras en la vieja Europa. El nuevo Papa no podrá ser eurocéntrico, sino mundocéntrico. Desde luego tendrá en cuenta el potencial que suponen las raíces cristianas de Europa, pero sin olvidar que el futuro del cristianismo está en otros continentes. Repárese que el nuevo Papa será la cabeza de la religión con más fieles del mundo: 1.196 millones de católicos, de los cuales en América vive el 49,4 % y en África, el 15,2 %.
Hay una reforma, llamémosla estructural, de enorme importancia que pondrá en tensión la capacidad organizadora y reformadora del nuevo Pontífice. Me refiero a la preparación intelectual, humana y espiritual de 721.935 religiosos y 412.236 sacerdotes extendidos por todo el mundo. Una tarea directamente conectada con la eficacia de los mayores responsables en la Iglesia de la difusión del mensaje cristiano. No se olvide, por ejemplo, que los problemas de paidofilia son directa causa de una notable falta de madurez afectiva e intelectual en algunos seminaristas, luego sacerdotes. Así, algunas universidades católicas de América y Europa −influidas por la revolución sexual de los sesenta− desarrollaron enseñanzas con una concepción equívoca de la sexualidad humana y de la teología moral. Al igual que toda una generación, algunos de los seminaristas no fueron inmunes y actuaron luego de modo indigno. La evitación de nuevos problemas y, sobre todo, la eficacia de la propia Iglesia católica, está conectada con ese problema de formación.
En fin, todos esos desafíos, junto al de inyectar en la humanidad la idea de que la lucha contra las grandes bolsas de pobreza no solamente es un problema de filantropía, sino un verdadero “impulso divino”, o el ecumenismo, exigen una gran fortaleza en el nuevo Papa. Lo cual no quiere decir que deba ser −como apunta el New York Times− una especie de nuevo Rambo, con algo de estrella de rock, capaz de luchar en todos los frentes.
El nuevo Papa no está sólo. Es la cabeza de un cuerpo espiritual muy amplio. Lo importante ahora no es tanto la “artillería pesada” o las “grandes flotas oceánicas”. Más bien se trata de dar aliento e impulso a esa “infantería ligera” (si se me permite el símil) que son los 1.200 millones de católicos dispersos por todo el mundo.
Rafael Navarro-Valls es catedrático, académico y autor del libro ‘Entre el Vaticano y la Casa Blanca’