El agradecimiento que sólo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras
Las Provincias
Estas palabras no son un adiós, sino un hasta siempre, Benedicto XVI, con la disposición valiente de ser fieles a un Papa que −como sus predecesores, gracias a Dios− lo ha dado todo por la Iglesia
¿Cómo se despide a un padre que, sin haber fallecido, promete estar siempre cerca de nosotros, pero escondido para el mundo? Es tan fiel a su conciencia que muy posiblemente apenas lo veamos. ¡Qué poco entiende a ese Padre quien lo sospecha vigilante del heredero! Aunque sin los parámetros de la fe y de un serio conocimiento del Papa, con los esquemas usuales, no se comprende apenas a Benedicto XVI, ni antes ni ahora. ¿Alguien ha pensado en el martirio de la humildad?, ¿en el sacrificio de no ver más a quienes ama intensamente?
Con mirada cristiana −o simplemente de hombre honrado− nunca calibraremos la hondura de su aseveración al comparecer tras la fumata blanca: un simple y humilde trabajador en la viña del Señor. Como tal ha vivido su pontificado y de igual modo se aparta. Pero hay que subrayar con Machado que es un hombre bueno en el buen sentido de la palabra, es decir, un simple y humilde trabajador, porque ha servido sencillamente a un nivel altísimo. No podemos pensar en un siervo gris, descolorido, sin valor, sino en un hombre tierno y fuerte, sencillo e inteligente, amable y riguroso, paciente y valeroso. Así son los grandes hombres, así son los limpios de corazón.
Cervantes señaló: el agradecimiento que sólo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Nuestro reconocimiento a su figura frágil y gigante no puede ser mero recuerdo entrañable, sino el hondo aprovechamiento de su espiritualidad profunda, de su doctrina lúcida, de su gobierno paternal, de su apertura al mundo manifestada, desde los años de perito conciliar, en su empeño por el diálogo Razón-Fe, Ciencia-Revelación, Iglesia-Mundo. También en su trato con las confesiones cristianas, otros creyentes e increyentes. El conocido coloquio con Habermas es buena muestra del acercamiento de distancias procurado con todos. Su honradez estudiando propuestas controvertidas es ejemplar. No desdeñó los opuestos: escuchó y estudió y respondió.
Como corresponde al sucesor de Pedro, sin cesiones doctrinales, sin temblarle la mano ante problemas muy desagradables que afrontó. Pero no sólo intramuros de la Iglesia, sino cuando ha plantado cara al relativismo o al laicismo, al uso de la religión para utilidad temporal e incluso como alegato para matar: así lo formuló de modo magistral en Ratisbona. Ha planteado a los católicos con especial ahínco el tema de la unidad el pasado Miércoles de Ceniza y en otras muchas ocasiones. Evocando constantemente que la misión de la Iglesia es esencialmente santificadora −servicio de la Caridad incluido, siempre en relación con la verdad−, ha reafirmado también su papel de ayuda para purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos, como indicó en Westminster Hall.
Porque no sé cómo se despide a un padre que no ha muerto, ni adivino el dolor de ese padre, ni si estas líneas son certeras. No obstante, quedarían cojas si no recordara su insistencia para invitarnos a releer y vivir el Concilio Vaticano II sin las convulsiones del denominado postconcilio. En la reunión del pasado día 14 con los sacerdotes romanos, en improvisada y paternal tertulia, se refirió largamente a distintos aspectos del concilio, pero realzó el concepto de comunión −ahí está el cimiento de la unidad− que se ha convertido progresivamente en expresión de la esencia de la Iglesia, comunión en las diversas dimensiones: con el Dios Trinitario −Él mismo es comunión entre Padre, Hijo y Espíritu Santo−, comunión sacramental, comunión concreta en el episcopado y en la vida de la Iglesia.
Trató de otras herencias del concilio, pero bastaría vivir hondamente esta misteriosa comunión, un concepto íntimo, capital y difícil de expresar. Cimenta la unidad, pero es más. Expresado en modo no técnico e imperfecto, es la realidad de los vasos comunicantes en su más alto grado, una especie de fusión, de entrelazamiento misterioso entre todo el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, un organismo vivo del que todos somos parte. Escribió san Pablo: nosotros, que somos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo.
Repasó ampliamente el Vaticano II, subvertido por lo que calificó de concilio virtual, el del maltrato de la liturgia y los sacramentos, del intento para mudar la moral, etc. Afirmaba que nos corresponde continuar cambiando aquel concilio virtual por el real, para ejecutar, con la fuerza del Espíritu Santo, la verdadera renovación de la Iglesia, la tarea de todos, «para que nadie se vuelva perezoso en la fe». Su última audiencia pública ha sido a corazón abierto, con la emoción contenida, pero aportando su fe y agradecimiento porque la Barca de Pedro está gobernada por Dios. Hemos visto su conmovedora paternidad con todos.
Estas palabras no son un adiós, sino un hasta siempre, Benedicto XVI, con la disposición valiente de ser fieles a un Papa que −como sus predecesores, gracias a Dios− lo ha dado todo por la Iglesia. Parafraseándole su declaración de renuncia, bien podemos decirle: Queridísimo Santo Padre, te damos las gracias de todo corazón por el peso que has llevado con tu ministerio, y te pedimos perdón por nuestros defectos.