¿Cómo censurar la realidad de tal modo que resulte irrelevante que la Iglesia está viva y se mueve?<br />
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Si la razón y el corazón no caen en la fácil trampa moralista pueden advertir que también hoy las decisiones del Papa y la mismísima presencia empírica de Cristo a través de la Iglesia son un desafío punzante que no puede ser obviado
Al parecer doscientas mil personas nos encontrábamos en la Plaza de San Pedro esta mañana. Medios de comunicación de todo el mundo apuntaron sus cámaras hacia el lugar en el que Benedicto XVI dirigiría su último mensaje como Papa al mundo. Una gran cantidad de analistas en las últimas semanas −todos pretendidamente expertos− han preparado el ambiente para interpretar la renuncia del Papa y el próximo cónclave como un gran juego de poder.
Y en efecto, los juegos de poder aparecen de modos sutiles y no tan sutiles de cuando en cuando al interior de la Iglesia. Sin embargo, me pregunto: ¿cómo interpretar la atención, la mirada, el ambiente de oración en las personas que estuvimos en la Plaza? ¿Cómo cancelar metodológicamente la pretensión cristiana en las palabras del Papa? ¿Cómo censurar la realidad de tal modo que resulte irrelevante que la Iglesia está viva y se mueve?
Pareciera que la lógica del poder hiciera un esfuerzo redoblado para intentar aplastar aquello que no se deja definir por ella. La misma racionalidad que castiga a los pobres, a los no nacidos y a los no eficientes intenta borrar como clave interpretativa la certeza racional y razonable sobre el cristianismo como Acontecimiento. Sin embargo, este intento fracasa precisamente en el momento en que aparentemente pretende vencer: Benedicto XVI ha dicho hace unos momentos: «La Iglesia ha vivido días felices, pero también momentos no fáciles, en los cuáles me he sentido como San Pedro en la barca con los pescadores. El Señor parecía dormir, pero siempre he sabido que en aquella barca Él estaba. La barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino Suya, y el Señor no la deja hundirse».
Así es. El Señor parecía dormir. Pero si la razón y el corazón no caen en la fácil trampa moralista pueden advertir que también hoy las decisiones del Papa y la mismísima presencia empírica de Cristo a través de la Iglesia son un desafío punzante que no puede ser obviado. Una vez más: este es el año de la fe, es decir, es el año para redescubrir la modestia de nuestras fuerzas y la absoluta necesidad que tenemos de Jesucristo.