Me inclino a pensar que este Ulises coreano, fiel al Evangelio: «sed astutos como las serpientes» (Mt 10, 16), es un cabroncete muy astuto y un genio a partes iguales
En el artículo anterior ─y a propósito de haber sido mencionado hasta en tres ocasiones por el Papa Francisco en su última Carta encíclica: Dilexit nos (2024)─, abordé dos aspectos centrales de la catolicidad del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, a saber: la crítica a la traumática desaparición del otro y a la desaparición de los rituales. En esta tercera y última entrega de la serie trataré de resumir sucintamente otros tres elementos católicos del pensamiento de Han: la defensa de la vita contemplativa, el terrisme y su giro desde la crítica a la esperanza.
3) Vita contemplativa
Sabemos por Henri Bergson que el tiempo tiene espesor (durée). Los ciclos humanos y las formas de vida se dilatan y contraen, se aceleran y ralentizan, mediante disrupciones tecnológicas. Nuestra relación con el mundo, con la tierra, con las cosas está imbuida del espesor del tiempo. La fotografía analógica, por ejemplo, fue una innovación técnica que ayudó a ralentizar la vida a atrapar y retener recuerdos, asimismo, las cartas y el servicio postal permitieron darle espesor y consistencia al tiempo de la vida. En cambio, el barco de vapor o la locomotora aceleraron y difuminaron las barreras espacio-temporales. Piensen ahora en el alcance de las profundísimas transformaciones en el sí de la sociedad digital (big data, algoritmos, inteligencia artificial, metaverso, etc.).
Sea como fuere, mediante un invento técnico como la escritura es que la Humanidad mató a Dios. Permítanme traer a colación las bellas y espeluznantes palabras del filósofo y divulgador argentino Darío Stajnszrajber en Filosofía en once frases (2019) a propósito de tal asesinato: «Se trata de un hijo que mató al padre de todos los padres, no siendo el hijo, el hijo de todos los hijos (…). Fue nadie quien mató al único ser que no es nadie ni alguien, sino el ser mismo (…). ¿Quién mató a Dios? Maten al mensajero: la historia de las instituciones se ensaña con Nietzsche. Como si Nietzsche hubiera subido al cielo y le hubiese pegado él mismo a Dios tres tiros en la frente. Aunque tal vez haya sido mucho más efectivo simplemente el haber anunciado su muerte con tres palabras: el ‘Dios ha muerto’ ha dolido mucho más que la escena imaginaria de la muerte de Dios. Que un ser humano presuma afirmar que Dios ha muerto. Y con palabras. Con las mismas palabras con las que Dios dijo: hágase la luz y la luz se hizo».
Para Byung-Chul Han este acto prometeico de la hybris humana ha tenido unos efectos devastadores en el orden, la estructura y el espesor del tiempo. En su preciosa obra El aroma del tiempo (2009), el filósofo surcoreano afirma: «Está claro que Nietzsche no es consciente del alcance que tiene la muerte de Dios (...). Dios funciona como un estabilizador del tiempo (...). El tiempo se precipita como una avalancha porque ya no cuenta con ningún sostén en su interior». En efecto, el Tiempo en mayúscula queda fuera de quicio, desquiciado, pierde su sentido interno y su telós. Esta pesadumbre de un tiempo desbordado y sin sentido es la experiencia posthistórica del Hombre en la Posmodernidad.
Pero pecaríamos de candidez si pensáramos que el tiempo atañe sólo a cuestiones como el horario laboral o el calendario, se trata de una dimensión que permea y penetra todos los poros de la existencia: «La promesa, el compromiso o la lealtad, por ejemplo, son prácticas temporales genuinas». Para Han: «La propia verdad es un fenómeno temporal (...). El desbocamiento del tiempo, el presente reducido y fugitivo, la perfora». La llamada «posverdad», el exceso de información y comunicación se dan ─como no podía ser de otro modo─ en el seno de la sociedad «posmoderna». La aceleración del tiempo, la vertiginosidad de nuestras vidas hace que todo caduque, que el espesor del tiempo se liquide, todo es efímero y como reza el viejo adagio marxiano todo lo sagrado se profana, todo lo sólido se desvanece en el aire.
El sujeto del rendimiento neoliberal está en una carrera a contrarreloj contra el tiempo, quiere ganarle tiempo al tiempo dejándose la piel, auto-explotándose y convirtiendo la pausa y la calma en mero tiempo de descanso (entregando su extenuación mental al altar de la productividad), esto es, convirtiendo los días festivos en simples momentos de recuperación y reproducción de fuerza de trabajo. De tal modo que, «el tiempo se precipita, se agolpa para equilibrar una falta de Ser esencial, aunque no lo consigue, porque la aceleración por sí misma no proporciona ningún sostén. Solo hace que la falta de Ser resulte incluso más penetrante».
El vacío del que hablábamos en el artículo anterior guarda también una estrecha relación con la dimensión temporal. Vivimos en un tiempo histórico hueco. Todo intento de «rellenado» es estéril. Es inútil tratar de rellenar el tiempo de sentido a espaldas del Ser mismo (Dios) como si se tratase del Pavo del día de Acción de Gracias.
En la Modernidad la vita activa, el hacer, el producir, el calcular y lo útil se van imponiendo paulatinamente sobre la vita contemplativa. En la Posmodernidad, la vita activa como mera intensificación del rendimiento se acelera y se prima sobre la activa Modernidad misma y también sobre la premoderna vita contemplativa. Todo se subsume bajo el imperativo del rendimiento. Pareciera que cualquier actividad humana improductiva careciera de valor intrínseco… El ocio, la fiesta, el descanso devienen válvulas de escape de la alienación en el capitalismo tardío.
Pero la naturaleza del Hombre es invariablemente dual: asceticus y laborans. Ora et labora. Cuando una de las dos dimensiones se impone sobre la otra, emerge un angustiante desequilibrio: «El ‘hacer’ humano vuelve ‘sordos’ a los hombres ante el lenguaje de Dios. Estos sucumben al ‘ruido de los aparatos que, casi, tienen por la voz de Dios’. Dios aparece en cada ‘silencio’, que surge cuando se apagan los aparatos técnicos». El silencio tiene un sonido muy particular, prácticamente inaudible para quien tiene ruido dentro, el silencio nos susurra y como sugiere el Papa Francisco por boca del propio Han: «El ‘corazón’ oye de una manera no metafórica ‘la silenciosa voz’ del ser».
Han reivindica volver al silencio, a la pausa, a la espera, a la improductividad puesto que, como afirma en Vida contemplativa. Elogio de la inactividad (2022): «Cuando esperamos algo determinado, esperamos menos y nos cerramos al acontecer inconsciente (...). La espera es la postura mental de quien está inactivo y contemplativo. A él se le revela una realidad completamente distinta, a la que no tiene acceso ninguna actividad, ninguna acción». La cerrazón, el empeño y el voluntarismo suelen cercenar las posibilidades, tenemos una mirada muy pobre, muy estrecha, obturada por nuestra condición falible. Quien vive contemplativamente amplía su mirada, ve con todos los sentidos, está en guardia, abierto a la Gracia.
Byung-Chul Han como pensador católico que es no cae en la trampa de plantear esta dualidad ontológica en términos de una tensión dialéctica. ¡O vida contemplativa o vida activa! Elige. No. No se decanta por el «silencio inmanentista» del budismo zen, ni por un difuso orientalismo ni tampoco por una suerte de «lafarguismo católico» (expresión que tomo prestada de un buen amigo), sino que apuesta por la síntesis católica (complexio oppositorum). Esto y también aquello: Ora et labora. A su juicio: «La vita contemplativa sin acción está ciega. La vita activa sin contemplación está vacía». Veamos ahora la cuarta intuición católica de nuestro Ulises coreano.
4) El 'terrisme'
En íntima relación con la vita contemplativa, el católico se relaciona con la Creación (el mundo, las cosas, los otros) de un modo muy especial. Si bien para el protestantismo la naturaleza (physis) es algo que debe ser sometido a voluntad del sacrosanto individuo (apropiación en Locke) ─y en última instancia explotado en su propio beneficio-; para el catolicismo, al decir de Álvaro d’Ors: «el señorío del hombre sobre la Tierra no es de soberano absoluto, sino de administrador responsable». Este afecto para con la tierra, esta necesidad de vínculo con lo telúrico, este anhelo tan propio de la vida monacal es lo que Carl Schmitt denominó «terrisme». En Catolicismo romano y forma política de 1923 el jurista alemán lo describía así: «Los pueblos católico-romanos parece que aman de otro modo el suelo de sus raíces, la tierra materna; tienen todos ellos su terrisme».
Byung-Chul Han no sólo no es ajeno a este pathos del terrisme (ya que cita a Schmitt en capítulos como «Tierra y mar: estrategias de pensar», en su libro Ausencia. Acerca de la cultura y la filosofía del Lejano Oriente (2007) o como «La ley de la Tierra», en su opúsculo En el enjambre (2013)), sino que constituye una pieza fundamental dentro de la catolicidad de nuestro pensador...
Tanto es así, que en su obra Loa a la tierra (2021), un texto, por cierto, más confesional que filosófico, afirma: «Un día sentí una profunda añoranza, e incluso una aguda necesidad de estar cerca de la tierra. Así que tomé la resolución de practicar a diario la jardinería». Como sabemos por su conferencia en la Universidad Católica Portuguesa de Lisboa (13 de abril de 2023), la epifanía de Han pasa precisamente por la jardinería. También en dicha conferencia afirma ser muy celoso de su hogar y su jardín y salir apenas 1 ó 2 veces de Berlín al año. Añora la tierra en la que vive y ha echado raíces. Volvamos por un segundo a la idea del Ulises coreano. Él no sólo representa la arquetípica figura de Odiseo por haber sabido confrontar astutamente a los censores del reino de lo políticamente correcto (Polifemo), sino porque en palabras de Chesterton: «el verdadero Ulises no desea en absoluto viajar. Lo que desea es regresar a casa».
También en Loa a la tierra (2021) describe cómo mediante el silencioso lenguaje de la jardinería pudo descubrir que «la tierra es una creación divina»: «El trabajo de jardinería ha sido para mí una meditación silenciosa, un demorarme en el silencio. Ese trabajo hacía que el tiempo se detuviera y se volviera fragante. Cuanto más tiempo trabajaba en el jardín, más respeto sentía hacia la tierra y su embriagadora belleza. Desde entonces tengo la profunda convicción de que la tierra es una creación divina. El jardín me transmitió esta convicción, es más, me hizo comprender algo que para mí se ha convertido en una certeza y ha asumido carácter de evidencia. ‘Evidencia’ significa originalmente ver. He visto…».
En esto es mucho más católico que oriental. En su opinión tanto para el taoísmo como para el budismo, lo corpóreo, lo terrestre, lo consistente es incómodo, porque divide y diferencia. El pensamiento oriental tiene más que ver con la vacuidad, la adaptatividad y la indefinición del agua que con la resistencia de la tierra. En su obra monográfica sobre las diferencias entre el Occidente y el Oriente, esto es, Ausencia. Acerca de la cultura y la filosofía del Lejano Oriente (2007) afirma sin ambages: «El pensar occidental surge de la necesidad de tierra firme (...). Este se esfuerza por secar el mundo pantanoso, por darle un contorno fijo, encajarlo en formas fijas. Se trata del intento de terrenizar, territorializar el pensar, lo cual equivaldría a teologizarlo». Han se decanta por la esencia frente a la nada. Es un pensador esencialista, si se quiere. Es por esto que sus posturas molestan tanto a nihilistas y ateos confesos como Jesús Zamora Bonilla. Como es bien sabido, Zamora Bonilla defiende el ateísmo como postura existencial. En su opinión: «las sociedades avanzadas nos muestran sin asomo de duda que lo religioso es algo de lo que grandes masas de seres humanos podemos sencillamente prescindir (...). Ciertos cambios sociales pueden muy bien llevar, y de hecho están llevando, a que ese ‘opio del pueblo’ deje de resultar tan seductor para cientos de millones de personas como lo fue para sus antepasados. El problema es, seguramente, que algunas personas siguen creyendo tan firmemente en su religión, siguen experimentando tan profundamente la fuente de sentido y de misterio con la que esta ‘ilumina’ sus vidas, que les resulta incomprensible que tantos otros podamos, sin más, prescindir de tal experiencia sin la menor dificultad, sin que por ello nuestras vidas sean más vacías, y sin que tengamos la urgencia de ‘sustituir’ la fe religiosa por otro tipo de alucinaciones». El profesor Zamora Bonilla ha cargado violentas tintas contra Byung-Chul Han en artículos pretendidamente académicos como «El infierno de Byung-Chul Han. O cómo extraviarse en el bosque del pensamiento crítico». Les recomiendo encarecidamente su lectura. Es interesante ver cómo un hombre inteligente puede llegar a cegarse por un ateísmo que le corroe por dentro. La mayor prueba de la catolicidad de Han quizá sea, a fin de cuentas, la enemistad que ha granjeado entre tan conspicuos perseguidores. Pasemos a la última gran intuición de nuestro protagonista.
5) Giro: del pensamiento crítico a la Esperanza cristiana
Si bien para Sir Roger Scruton ser conservador nace de una feliz intuición, para nosotros ser católico nace también de una feliz intuición: Dios ha creado este mundo para que nos reencontremos con Él. El valle de lágrimas es, por así decirlo, una prueba de fidelidad y en nuestra irreductible libertad reside el volver a los brazos del Padre o no. A esta intuición la llamamos Esperanza. La Esperanza impregna de sentido todo aquello que nuestro limitado cogito no alcanza a comprender. El sufrimiento humano, por ejemplo, o el misterio de los inocentes, adquieren una dimensión radicalmente distinta cuando se halla el motivo secreto que se hallaba escondido en su interior. El Don de comprenderlo nos lleva a la plenitud. La Esperanza (que no optimismo), esa espera contra toda esperanza, es el camino más directo a la plenitud. En su conferencia «Sobre la Esperanza» (Lisboa, 13 de abril de 2023) Han afirma (basándose en Václav Havel): «La experimentación más intensa de la esperanza tiene lugar en la trascendencia (...). Es absoluta en la medida en que es totalmente independiente de la evolución de las cosas en este mundo. Escapa a cualquier pronóstico, a cualquier cálculo». El Hombre se sabe creatura cuando asume ─con humildad─ que hay cosas que escapan a su voluntad y a su juicio, es decir, cuando se hace pequeño como un niño que obedece a su Padre providente. Byung-Chul Han solía considerarse un autor claramente inclinado hacia el pensamiento crítico, pero en sus últimas obras ha dado un giro hacia la Esperanza. No en balde su última obra se titula: El espíritu de la Esperanza (2024). En los próximos años veremos si es más pertinente emparentarle con el linaje de la sospecha (Marx, Nietzsche y Freud) o con el de la esperanza (Bloch, Löwith y Marcel). El tiempo decidirá.
Conclusión
Para ir concluyendo esta trilogía, podemos decir que la obra de Byung-Chul Han es telegráfica, puntillista y quizá su estilo esté embebido de su oriental abolengo.
El ejercicio de leerle se asemeja al mítico juego de golpear al topo (Whac-A-Mole), aquel en que de los múltiples agujeros aparecen, desaparecen y reaparecen topos y uno se afana en cazarlos a golpe de maza. Cuando cree haber acabado con un tema o tópico (topo), de una vez por todas, reaparece por otro agujero. Los problemas que aborda Han siguen ese mismo esquema. Ahora bien, es cierto que uno tiene la sensación de haber leído ya alguna idea en tal o cual libro. Claro que hay refritos, frases, párrafos e incluso páginas enteras fusiladas que se reiteran en sucesivas obras, pero lo interesante es que sabe recuperar de un modo orgánico los leitmotivs que vehiculan su obra, he ahí su «sistematicidad fragmentaria».
Creo que esta trilogía de artículos da sobradas razones para comprender por qué diantres iba el Papa Francisco a mencionar en Dilexit nos (2024) a un autor surcoreano, formado intelectualmente en Alemania que cita a autores profanos… Pero, por si acaso, permítanme rematar la faena.
Byung-Chul Han es plenamente consciente de que sus libros se venden principalmente en España e Hispanoamérica. En su conferencia «Sobre la Esperanza» (Lisboa, 13 de abril de 2023) reconocía: «De hecho, mis libros se leen sobre todo en los países católicos (...). En esas zonas, mis libros se leen porque se trata de libros católicos. Yo soy católico». Él sabe jugar habilidosamente con los registros y entre admoniciones sobre la deriva del populismo o, peor, del autoritarismo trumpista y defensas poco apasionadas de la democracia liberal, filtra ideas, nociones, pensamientos que bien miradas no deberían obtener el sello nihil obstat de la policía del pensamiento progresista. Que el filósofo coreano burle los sistemas de censura es una clara muestra de la torpeza y mediocridad de quienes tenemos enfrente.
Como buen jardinero e incómodo católico que es, planta en sus alumnos y lectores la semilla de la palabra que, con toda seguridad, algún día brotará y dará frutos. Algo así reconocía el propio Han en una entrevista para Philosophie Magazine con Ronald Düker y Wolfram Eilenberger (26 de marzo de 2015) a propósito de haberse convertido en un superventas en su país natal: «En este momento parece que mi libro [La sociedad del cansancio (2010)] actúa como un antídoto. Quizá sea el preludio de una conciencia crítica que ahora, sin embargo, apenas está empezando a gestar».
Me inclino a pensar que este Ulises coreano, fiel al Evangelio: «sed astutos como las serpientes» (Mt 10: 16), es un cabroncete muy astuto y un genio a partes iguales. Un mago prestidigitador, que ha logrado conjurar el hechizo de la Modernidad. Un mago confeso: «Si no fuese un cura, sería un mago, un prestidigitador o un encantador (...). Creo que, en último término, el filósofo es un mago, un encantador» («Sobre la Esperanza», Lisboa, 13 de abril de 2023). Ha logrado que el estudiante normie de filosofía y artes, progresista y bohemio, interiorice el argumento central de la crítica a la Modernidad (y con ello se replantee su disoluto estilo de vida): la muerte de Dios, quien contenía y daba sostén y sentido al tiempo y la existencia humanas, ha invocado a los demonios dostoyevskianamente. Todo está permitido.
Yesurún Moreno en eldebate.com
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