Su blog sobre economía acumula más de cinco millones de lectores de todo el mundo, aunque de sus 12 libros, los que más éxito tienen son aquellos en los que habla de familia
A sus noventa años, Leopoldo Abadía sigue con una actividad envidiable («aunque ahora voy más lento», nos dice), y cargado de proyectos. El próximo será grabar un pódcast «con mis amigos de la farándula» para hablar de la vida, de la familia y, sobre todo, de Dios. Con sus otros amigos, los de toda la vida, queda para desayunar una vez por semana.
Aunque es doctor en Ingeniería Industrial y su currículum pasa tanto por la economía como por la docencia –fue parte del equipo que trajo a España desde Harvard el primer máster de Empresa–, Abadía saltó a la fama por explicar la crisis de 2008 con su teoría de «la crisis ninja», que hoy se estudia en Universidades de todo el mundo.
Desde entonces, ha escrito doce libros sobre economía, política empresarial (asignatura que impartió durante treinta años en el IESE) y, sobre todo, temas de familia. «Porque, en realidad, de eso es de lo único que sé algo de verdad, aunque tampoco mucho», bromea. Credenciales no le faltan: tiene doce hijos, cuarenta y nueve nietos, varios bisnietos («ahí ya me pierdo») y lleva sesenta y cinco años casado con su esposa, Elena, quien hace que le cambie la voz y le brillen aún más los ojos cada vez que habla de ella.
Acaba de ser entrevistado para La Antorcha, la revista gratuita editada por la ACdP
Desde la perspectiva de sus noventa años, y por su trayectoria profesional y personal, ¿qué considera más importante para construir unos vínculos personales virtuosos, tanto en el hogar como fuera?
¡Empiezas fuerte! Pues verás, hay una cosa que me parece fundamental, que es la unidad de vida, la coherencia. Cuando empiezan a hablarme de la ética deportiva, o la ética empresarial, o la ética socialista, o la del PP… siempre digo que eso no existe. Lo que hay es una ética, y si yo soy ético por la mañana, soy ético por la tarde, por la noche, cuando voy al fútbol, cuando voy al mercado, o cuando estoy en el trabajo. Porque soy el mismo. En las conferencias, suelo mirar al público mientras hablo, pero hay una cosa que, cuando la digo, bajo la cabeza para no mirar a nadie, porque a veces alguno se siente incómodo.
¿Y qué es eso que tanto incomoda?
Que el que no es fiel a su mujer, no tiene por qué ser fiel a su empresa. No entiendo por qué quien tomando una copa presume de sus conquistas, no va a presumir también de haber mandado un correo a la competencia con los balances. Porque si soy un sinvergüenza por la mañana, soy un sinvergüenza por la noche, o al revés. Y no miro al público, porque alguna vez, al decir eso, he visto a alguna pareja mirarse de lado, y decir yo: «¡Ay madre!». Y luego, hay otro tema que tiene que ver con los hijos, que lo aprendí de Julio Iglesias.
¿De Julio Iglesias? Usted dirá…
A Julio Iglesias le preguntaron una vez: ¿Qué quiere dejar a sus hijos? Y dijo: «Con que sepan distinguir lo bueno de lo malo, tengo bastante». Oye, pues no sé si lo habrá conseguido, pero eso está perfecto. Así que, en el vínculo con los hijos, una cosa esencial es formarlos para que sepan lo que está bien y lo que está mal. Así sabré que, si mis hijos son honrados, lo serán en el trabajo y cuando lleguen a casa. Cada vez más empresas hablan de responsabilidad social, de ética corporativa, de códigos de buenas prácticas...
¿Hemos dejado de tener una moral común que nos permitía distinguir lo bueno de lo malo, y las empresas ahora intentan suplirlo con códigos éticos artificiales?
Creo que es exactamente así. Es verdad que, si haces pensar a la gente sobre ciertas cosas gracias a la responsabilidad social corporativa, pues no está mal. Pero en este tema hay cosas que no veo claras. Por ejemplo, muchas empresas hablan del cambio climático y de que los mares están hechos un asco. Si yo como empresa me presento en contra del cambio climático y de lo sucios que están los mares, todo el mundo lo va a ver bien. Pero como no puedo hacer nada para limpiar los mares, chico, a vivir. Tengo mi manual de responsabilidad social corporativa, nombro a un señor para que se ocupe de esto en la compañía, dé tres conferencias al año y saque unos documentos, y listo. Eso sí, yo sigo igual.
O sea que una verdadera ética empresarial ¿debería priorizar cuestiones como los horarios o los sueldos?
Hay una cosa que me preocupa y no sé cómo resolverla. En una empresa, los que mandan tienen que estar muy bien pagados. Pero me preocupa ver la diferencia abismal entre lo que cobra el número uno y lo que cobra el número doce o el cien. Cuando se dice: «El presidente de la compañía gana doscientas veces lo que un trabajador», no me acaba de convencer. Y habría que aclararlo, porque ya sé que lo que hace el número uno es fundamentalísimo, pero me parece que por ahí el tema de la responsabilidad empresarial se escapa.
¿Me está diciendo que, en general, convendría que los de arriba cobraran un poco menos, para que los de abajo cobraran un poco más?
La verdad es que no sé contestarte, pero lo que sí te digo es que me resulta extraño, que me chirría. Yo, cuando trabajaba en serio –ahora trabajo mucho, pero me río tanto que no trabajo en serio–, si había algo que me chirriaba o no entendía, me dedicaba a estudiarlo. Esta desigualdad no la entiendo, pero ya no tengo tiempo para estudiarlo. Incluso pensé en hacer un think tank con unos amigos para darle vueltas. Porque, desde luego, alguien tendría que pensar bien en esto para darle una respuesta. Hay una corriente cada vez más amplia de ejecutivos que buscan lecciones en la vida monástica para aplicarlas a la empresa.
Si ponemos el foco en el hogar, ¿qué aspectos de la vida familiar convendría aplicar a la macroeconomía?
Se puede copiar todo. Por ejemplo, ahora estamos con los presupuestos. Pues mi mujer y yo hemos estado haciendo eso muchos años. Los domingos por la tarde, mi mujer decía: «Vamos a pegarnos el disgusto semanal». Y salía con unos papeles, en los que cada semana apuntábamos cuánto dinero iba a entrar, cuánto iba a salir, cuánto quedaba… Y lo poníamos por apartados: colegios, comida, diversiones… Normalmente, el dinero que iba a entrar, no entraba o entraba menos, pero el que se iba a gastar solía ser ese y un poco más. Así que, a la semana siguiente, teníamos que cuadrar cuentas para ver de dónde sacábamos lo que hacía falta para la comida o el colegio. Para arreglar el descuadre, empezamos a meter el dinero en sobrecitos, luego nos poníamos objetivos, y después inventamos el sistema SQP, o sea, «Sálvese quien pueda». Pero al final, lo único que funcionaba era pagar lo importante sacando el dinero de «diversiones», y no hacer un presupuesto muy elaborado que no podíamos cubrir. Esto se puede aplicar a casi todo. Sánchez, por ejemplo, podría mirar lo de hacer un presupuesto que no piensa cumplir, y eliminar alguna partida extra que no se sabe muy bien para qué la tiene, pero ahí está. Hacer un presupuesto de base cero es algo que siempre me ha gustado, y que hace falta en las familias y en las empresas y en la política.
Aplicar la economía de las familias a la sociedad ¿evitaría el despilfarro?
A mí me gusta pensar: «Si mañana montase un negocio, ¿qué necesitaría?». Y lo aplico, por ejemplo, a las comunidades autónomas. Imagínate que mañana montásemos una. La Rioja, por ejemplo. ¿Qué haría falta? ¿Un presidente? Sí, uno. ¿Un gobierno? Sí. Yo creo que, con cuatro ministros, o consejeros, basta. ¿Secretarias? Vamos a poner seis. ¿Ordenadores? Diez o doce. ¿Un palacio? No, un palacio no hace falta. Con un piso amplio por si viene alguien, vale. Ahora compara eso con lo que hay: la diferencia es ahorrable. Multiplica eso por las diecisiete autonomías más las ciudades autónomas, más la administración central, y te salen centenares de millones de euros que estamos tirando a la basura. No digamos cuando se licita una partida de 1.995.000 €, como la que se licitó en el Congreso, para traducir y transcribir todo lo que se dice en gallego, euskera y catalán. En un país en el que todavía hay hambre, porque aquí en Barcelona hay hambre, alguien se gasta 1.995.000 € en traducir el catalán, el euskera o el gallego, cuando todos entendemos el castellano. Eso en una familia se permitiría un día, y al siguiente, la madre o el padre pondrían sentido común para acabar con ello inmediatamente.
«El dinero público no es de nadie»
Ya dijo una ministra aquello de que «el dinero público no es de nadie» …
A esa señora habría que haberla echado de España por decir eso. Claro que el dinero público es de alguien: es mío, y tuyo, y de cada uno. Y si tenemos un ministro que administra tu dinero y el mío, quiero que, primero, sea honrado, segundo, que sea competente, y tercero, que no sea idiota. Que a veces…
Ahora se habla mucho del emprendimiento, de lanzarnos con ‘startups’… pero parece que ha de movernos tener libertad financiera o ganar tanto como uno sea capaz. Si el objetivo de una persona es ganar dinero a toda costa, ¿va a verse afectada su forma de vivir con los demás?
Por supuesto. El objetivo de una empresa es crear valor, ganar dinero. Sí, pero dentro de un orden. Tú tienes que crear valor añadido, ganar dinero, pero con justicia y eficacia. Porque eficacia es ganar, cuanto más, mejor. Pero si me quedo sólo en cuanto más, mejor, el modelo es la mafia: monta un negocio y se forra. Por eso hace falta eficacia dentro de un orden. Y ese orden es la ley natural: lo bueno es bueno, lo malo es malo. Por tanto, el que manda en la empresa tiene que tener clarísimo lo que se puede hacer y lo que no.
Pero eso no siempre es fácil...
Por eso hace falta la formación. Tú coge un papel en blanco y pon tres columnas. En la primera, escribe las cosas que sabes seguro que están bien. En la tercera, las cosas que seguro que están mal. Y en la del medio, las que no sabes si están bien o mal. Si un señor mata a un niño, lo pones en la tercera columna, porque está mal. Si un señor da de comer a un pobre, lo pones en la primera. Y las que no sepas, por ejemplo, qué pasa con la inteligencia artificial, que puede ser una maravilla o algo espantoso, o temas de bioética, las pones en la del medio para formarte. Porque el objetivo de la formación consiste en entender las cosas sobre las que no sé, para saber si están bien o están mal.
En el ámbito laboral, ¿hay algo en lo que haya cambiado de opinión desde que empezó a trabajar hasta hoy?
Ahora tengo una tendencia a pensar en las cosas que he hecho mal. Por ejemplo, haberme llevado mal con alguien y romper en lugar de arreglar. Esto me ocurrió en mi primer trabajo. La empresa donde me metí tuvo disgustos desde el primer día y acabé rompiendo con una persona. Hoy no lo hubiera hecho así, sino que habría pensado: «Este tío es así, a ver cómo lo enganchamos». O sea, arreglar en lugar de romper.
Hablaba de la inteligencia artificial, las nuevas formas de trabajar… En esta época de cambio, ¿cuáles son las vías maestras por las que deberíamos construir las relaciones profesionales y personales, y las decisiones económicas y empresariales?
Lo primero es que la gente mayor, como yo, tengamos mucho respeto a ese futuro, y no despreciemos las cosas sólo porque no las entendamos, porque podríamos ser esterilizadores de buenas ideas que sean necesarias en tiempos tan revueltos como estos. Por ejemplo, lo del teletrabajo no acabo de creérmelo. Bueno, pues no te lo creas, pero no lo desprecies, porque algo bueno tendrá. A la gente joven, le diría que no se crean lo de la eficacia a toda costa. Y también me preocupa eso de la competitividad: si veo a mis compañeros como competidores, lo estoy estropeando. En treinta y un años dando clase en el IESE, nadie me puso una zancadilla, ni yo las puse. Y eso te da una paz… Por último, hay unas pocas cosas básicas que no deben cambiar nunca: que hay que trabajar bien, que hay que ser honrado, que hay que tener unidad de vida… y aplicar lo del ora et labora.
La regla de San Benito
¿En qué sentido serviría ahora esa regla monástica de san Benito?
En un entorno un poco revuelto, si conseguimos que las buenas ideas funcionen, estaremos haciendo un trabajo muy bueno. Y para lograr ese labora, hace falta también lo del ora. Que puede ser simplemente rezar, pero como un señor de la calle, como tú o yo, no podemos estar rezando físicamente en horario laboral, sí que podemos ofrecer a Dios nuestro trabajo. Hacer un trabajo bien hecho es como rezar. A mí, cuando me dicen que alguien es buena persona, pero trabaja mal… pues mira, que no moleste. Porque un trabajo, si lo quiero ofrecer a Dios, lo primero es que no sea una chapuza. O al menos, que haya intentado hacerlo todo lo bien que haya podido, aunque no saliera bien.
Es católico, del Opus Dei, y va a misa a diario. ¿Qué le ha aportado su fe en el ámbito profesional?
Todo. Primero, porque la gente ya sabe cómo soy. Así que me aporta una tranquilidad absoluta, casi libertad absoluta. Hacer las cosas porque me da la gana, me gusta mucho: «¿Usted va a misa? Sí, claro». «¿Pero todavía hay misas? Sí, claro. Y voy porque me da la gana». Segundo, porque me da una obligación de formarme. Yo creo que los mayores tenemos la exigencia de «no cerrar la tienda», de seguir teniendo cosas que nos gusten. Tercero, porque me ha dado la exigencia de trabajar bien, que a medida que te haces mayor, cuesta más. Y, por supuesto, porque me ha dado la exigencia de ocuparme de los amigos y de mi familia. A mi edad, lo normal es que se te mueran los amigos, así que es importante tener amigos no viejecitos, porque te ayuda a mantenerte joven. Cuando cuidas de tus amigos y quedas con ellos, ayudas mucho, porque descubres al que no está bien, al que está muy solo… Yo suelo quedar con mis amigos para desayunar. Aunque lo que más me gusta es ir a desayunar con mis nietos, que lo hago con frecuencia. Y me gusta más aún cuando llega una nieta y me dice, «¿te viene bien que vayamos a desayunar contigo mi novio y yo?» o cuando llamo a un nieto para ir a ver juntos un museo, o cuando me cuentan que han estado en un retiro de Effetá, o de Bartimeo. Eso sí, gracias a Dios, no me llaman los cuarenta y nueve a la vez.
¿Qué es lo que yo no le he preguntado que quiere decir para terminar esta entrevista?
Algo de lo que no he hablado es de la alegría. Con frecuencia te encuentras a la gente tristona. «¿Qué tal? Pues ya sabes, tal como están las cosas…». La palabra apostolado y la palabra amistad no son lo mismo, pero casi. Y tenemos que cuidar a los amigos, unas veces hablándoles de Dios y otras hablando de otra cosa, porque ya decía santa Teresa que las almas necesitan un desaguadero para no romperse. Y hay que hacerlo con alegría, para tratar de hacer la vida más feliz a los demás
José Antonio Méndez en eldebate.com
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