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Abrirse al Dios desconocido o profundizar en el conocimiento amoroso de Dios, facilita reconocer que nadie me es ajeno, que todas las personas son, o pueden llegar a ser, de mi familia. Y la atención a los demás es, a su vez, un camino hacia Dios
En 1864, cuando tenía 20 años, Friedrich Nietzsche escribió un poema al Dios desconocido:
“Antes de seguir mi camino y de poner mis ojos hacia adelante, alzo otra vez, solitario, mis manos hacia Ti, al que me acojo, al que en el más hondo fondo del corazón consagré, solemne, altares para que en todo tiempo tu voz, una vez más, vuelva a llamarme. Abrásase encima, inscrita hondo, la palabra: Al Dios desconocido: suyo soy, y siento los lazos que en la lucha me abaten y, si huir quiero, me fuerzan al fin a su servicio. ¡Quiero conocerte, Desconocido, tú, que ahondas en mi alma, que surcas mi vida cual tormenta, tú, inaprehensible, mi semejante! Quiero conocerte, servirte quiero”.
Muchos años antes, San Pablo había descubierto en Atenas un altar dedicado "al Dios desconocido". Y había tomado pie de esa expresión para comenzar su célebre discurso del Areópago (cf. Hch 17, 22-34), en el que anunció la salvación de Dios manifestada en Jesucristo e intentó explicar el mensaje cristiano de la resurrección. El Apóstol de las gentes les dijo que el Dios cristiano no era ajeno a su cultura (griega), sino la respuesta a las preguntas más profundas que aquella y todas las demás culturas se formulaban.
El atrio de los gentiles
Por otra parte, en el templo de Jerusalén existía un amplio espacio, el "atrio de los gentiles", donde los que no compartían la fe de Israel podían encontrarse con los escribas, hablar de religión o incluso rezar a aquel Dios desconocido para ellos. Jesús vino precisamente para abrir el templo definitivo (su Cuerpo místico, la Iglesia) al atrio de los gentiles, para derribar el muro que separaba a judíos y gentiles (cf. Ef 2, 14; Mc 11, 17; Jn 2, 21). Vino para quitar «aquello que es contrario al conocimiento y a la adoración común de Dios, despejar por tanto el espacio para la adoración de todos» (J. Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, parte segunda, p. 29). De esta manera, al expulsar a los mercaderes, que habían convertido los alrededores de la casa de Dios en una "cueva de ladrones", Cristo mostró la conexión esencial entre culto y justicia. Y al mismo tiempo quitó los obstáculos que impedían que el templo pudiera ser casa de oración para todas las gentes.
En nuestros días, el Papa se ha referido en varias ocasiones "al Dios desconocido". Lo hizo especialmente en el Colegio de los Bernardinos, Paris (12-IX-2008), para decir que la búsqueda de Dios sigue siendo actual como la manifestación más elevada de la razón humana; lo mismo que la disponibilidad para escucharle sigue siendo el fundamento de toda verdadera cultura.
El 21 de diciembre de 2009, en un discurso a la Curia Romana, Benedicto XVI volvió sobre el tema, sugiriendo la apertura, en la Iglesia, de un "patio de los gentiles" que facilitara sobre todo «el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, sin embargo, no querrían quedarse simplemente sin Dios, sino acercarse a él al menos como Desconocido».
Pues bien, el "atrio de los gentiles" se ha puesto en marcha, organizado por el Pontificio Consejo de la Cultura, para relanzar el diálogo entre fe y razón. Después de una primera sesión en Bolonia (febrero de 2011), la segunda se ha celebrado en París. Allí muchos jóvenes han podido escuchar una videoconferencia del Papa, frente al atrio de la catedral de Notre-Dame.
Coherencia y búsqueda de la verdad
Por un lado, les decía, «los no creyentes queréis interpelar a los creyentes, exigiéndoles, en particular, el testimonio de una vida que sea coherente con lo que profesan y rechazando cualquier desviación de la religión que la haga inhumana». Por otro lado, «los creyentes queréis decir a vuestros amigos que este tesoro que lleváis dentro merece ser compartido, merece una pregunta, merece que se reflexione sobre él». En cualquier caso, añadía, «la cuestión de Dios no es un peligro para la sociedad, no pone en peligro la vida humana. La cuestión de Dios no debe estar ausente de los grandes interrogantes de nuestro tiempo».
Convencido de que el encuentro entre la fe y la razón es fructuoso para el hombre, les avisaba, al mismo tiempo, de que «muy a menudo la razón se doblega a la presión de los intereses y a la atracción de lo útil, obligada a reconocer esto como criterio último». Por eso «la búsqueda de la verdad no es fácil». Pero el Evangelio llama a cada uno a decidirse con valentía por la verdad, «porque no hay atajos hacia la felicidad y la belleza de una vida plena». Y Jesús lo dice claramente en el Evangelio: «La verdad os hará libres».
Derribar los muros del miedo, construir puentes
Les explicaba que esa búsqueda es la que permite promover la fraternidad más allá de las convicciones, sin negar las diferencias entre creyentes y no creyentes. Puesto que no hay contradicción entre una sana laicidad y la religión, esto comienza por ayudar a todo ser humano, lo que también es un camino hacia Dios. Por eso les exhortaba: «Contribuid a derribar los muros del miedo al otro, al extranjero, al que no se os parece, miedo que nace a menudo del desconocimiento mutuo, del escepticismo o de la indiferencia». Les animaba a construir puentes de diálogo entre ellos: «Procurad estrechar lazos con todos los jóvenes sin distinción alguna, es decir, sin olvidar a los que viven en la pobreza o en la soledad, a los que sufren por culpa del paro, padecen una enfermedad o se sienten al margen de la sociedad».
Abrirse y abrir a Dios un mundo nuevo
Finalmente, les invitaba a entrar en la catedral para hacer oración, para buscar sin miedo a Dios, caminando así hacia un mundo verdaderamente nuevo. «Abrid vuestros corazones a los textos sagrados, dejaos interpelar por la belleza de los cantos, y si realmente lo deseáis, dejad que los sentimientos que hay dentro de vosotros se eleven hacia el Dios Desconocido».
En efecto, tanto los no creyentes como los creyentes ganaríamos en preguntarnos, los primeros, cuál es la idea de Dios que rechazan (en lo que probablemente tienen mucha razón); y los segundos, si nuestra vida es coherente con una religión plenamente acorde, a su vez, con la dignidad del hombre. Así todos podremos caminar hacia Dios y contribuir, en familia, a la edificación de un mundo nuevo.
En definitiva, abrirse al Dios desconocido o profundizar en el conocimiento amoroso de Dios facilita reconocer que nadie me es ajeno, que todas las personas son, o pueden llegar a ser, de mi familia. Y la atención a los demás es, a su vez, un camino hacia Dios.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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