La filosofía nos acerca a una verdadera ‘demostratio’, no a una mera ‘probatio’, como la ciencia
Estaba deseoso de leer el libro Dios. La ciencia. Las pruebas de dos autores franceses, ambos ingenieros industriales y empresarios, que ha causado furor en la Francia secularizada y laicista. Me ha recordado conversaciones con colegas que me planteaban objeciones acerca de la ciencia y Dios. Ciertamente hemos de reflexionar sobre esos tres aspectos que tiene nuestra andanza por esta vida. No son sinónimos ni tampoco diacrónicos: pueden muy bien meditarse a la par y sincrónicamente: la ciencia, la filosofía y la teología.
Es evidente que hay una ciencia que hace que admitamos que las cosas son como son y no de otra manera. ¡Y por eso funciona! Es un primer camino áspero, progresivo, que con esfuerzo nos va empinando, nos hace subir los escalones de la ciencia que parecen interminables. Poco a poco. No todas las personas son capaces de hacerlo en profundidad, pero tampoco es necesario. Aunque el libro se lee bien y para un público amplio, es necesario disponer de conocimientos suficientes para entender algo de Física y de Biología. Esta sería la primera parte, lo que los autores llaman «las pruebas»; no son demostraciones, ni deben serlo, sino la escala que nos alza.
Esas pruebas, nos suben al atrio que es la filosofía. Aquí sí que podemos apoyarnos en esas razones científicas, en los escalones izados, que los autores clasifican en físicas y biológicas. De las primeras, se refieren a dos fundamentalmente: el universo tiene comienzo, el famoso big-bang, y final -la muerte térmica-: no es eterno. Y que hay un principio antrópico: todas las constantes físicas tienen el valor que tienen, lo que los autores denominan el «ajuste fino»: una pequeña variación en su valor haría que no estuviéramos aquí leyendo este artículo. Y son bastantes.
La filosofía nos acerca a una verdadera ‘demostratio’, no a una mera ‘probatio’, como la ciencia. Ambas hacen referencia a que el universo es el hogar del hombre, en un sentido amplio, pues hace posible la existencia de nuestro sistema solar, de nuestro planeta, de la vida; y eso se corresponde con la finalidad. Y para que haya final tiene que haber guionista, alguien que guíe. En definitiva, un creador.
Y una vez en el atrio, hay que cruzar el umbral de la catedral: eso es la fe. Este último paso es ciertamente libre, nada hay que nos pueda «obligar» a darlo; pero todo contribuye a que atravesarlo sea razonable. Y cuando uno entra en la basílica se deslumbra, se deja llevar por la belleza y el asombro, y entonces se da el verdadero encuentro. Lo que André Frosard alude en su obra Dios existe: yo me lo encontré.
El libro deja en evidencia a aquellos, que una y otra vez, dicen y remachan que dios no existe, es un invento. Por eso el universo debe ser eterno; y si no lo es, improvisamos el multiverso. Esa reducción a que ningún argumento rebata y estropee «mi verdad», porque ya no son teorías contrastables, científicas, refutables, sino hipótesis inverificables: creencias irrebatibles. Otro problema es que sean falsas o verdaderas. Creíbles o increíbles.