El Amor de un Dios que da y se da sin medida
La vida terrena de san Juan de la Cruz llega a su fin. Su historia ha estado marcada por mil dolores y sufrimientos. En todo, a pesar de todo, ha podido descubrir, entrever, algo grande, sublime, hermoso: la cercanía de Dios, el Amor de un Dios que da y se da sin medida.
Juan Yepes había nacido en Fontiveros en 1542. De niño vivió en una pobreza que rayaba en la miseria. Su padre murió desheredado, cuando Juan todavía era un niño. Su madre tuvo que mantener a tres hijos en una situación económica muy precaria.
Juan empieza a trabajar muy pronto. Va a un hospital donde yacen enfermos en condiciones lamentables. Toca así, en directo, en vivo, el misterio del dolor humano.
Dios lo llama a la vida religiosa y al sacerdocio. Acabados los estudios, es ordenado sacerdote en 1567. Poco tiempo después, conoce a santa Teresa de Jesús y se une al proyecto de esta gran fundadora: reformar la vida de la Orden del Carmelo.
Aquí empieza una primera etapa de cruces y de dolores, que culminan con la prisión del P. Juan de la Cruz durante 9 meses en una cárcel monástica, en la famosa ciudad de Toledo (1577-1578). Lo arrestan algunos carmelitas no reformados, que ven en Juan de la Cruz un peligro, una amenaza a la existencia de la Orden.
Juan de la Cruz vive en medio de la oscuridad y de terribles castigos físicos (en el tiempo de prisión golpean duramente sus espaldas). Pasa frío, come mal, no puede ni celebrar la misa. En la celda-cárcel (apenas 3 metros por 2 metros) se produce, sin embargo, un milagro inesperado: el cielo y el amor parecen brillan con una fuerza extraordinaria. Juan compone, de memoria, versos místicos nunca igualados, que luego serán comentados por él mismo, y que hoy conocemos como Cántico espiritual.
Terminada la prueba de 1578, Juan de la Cruz puede continuar su vida religiosa. Se dedica de lleno al trabajo de reforma de la Orden carmelita (que se convierte en la familia de los Carmelitas Descalzos). Pero poco a poco algunos hermanos suyos de reforma lo van relegando, lo tratan como a un religioso sin importancia.
El culmen de los desprecios de sus compañeros de orden se produce en el capítulo de 1591. Los superiores privan de todos sus cargos a Juan de la Cruz, y lo trasladan a Jaén, donde vive en suma pobreza. Dos frailes de Sevilla empiezan a calumniarlo duramente, y algunos llegan a pensar que pronto el P. Juan de la Cruz será expulsado de la orden.
En esos momentos de persecución, de abandono, de críticas internas, una religiosa carmelita descalza de Segovia envía una carta de consolación a nuestro santo. Le expresa su pena por todo lo que está pasando, por la injusticia enorme que se comete contra uno de los grandes colaboradores de santa Teresa de Jesús.
La respuesta de san Juan de la Cruz es, en su sencillez, en su profundidad, un resumen de vida espiritual, un reflejo de la fe de quien ha puesto en Dios el tesoro de su vida:
“Carta a la M. María de la Encarnación, OCD, en Segovia
Madrid, 6 julio 1591
... De lo que a mí toca, hija, no le dé pena, que ninguna a mí me da. De lo que la tengo muy grande es de que se eche culpa a quien no la tiene; porque estas cosas no las hacen los hombres, sino Dios, que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios. Y adonde no hay amor, ponga amor, y sacará amor...”
Los hombres creen escribir la historia, cuando es Dios quien permite todo para nuestro bien. Aunque no comprendamos. El corazón creyente recibe la invitación a descubrir ese misterioso designio de Dios, para poner amor donde no hay amor. Es entonces cuando el mundo y la vida cobran una luz especial: se convierten en fuente de paz y de amor, de felicidad y de esperanza que nacen del abandono confiado en Dios.
Una paz que llega también un día a un fraile delgado y enfermo. Una terrible infección en una pierna va a acelerar la hora del encuentro con el Amado. Las curas y los tratamientos médicos son sumamente dolorosos, y al dolor físico se une el poco aprecio que le tiene el superior del convento en el que pasa las últimas semanas de su vida.
En el lecho de muerte pide que le lean algunas páginas del Cantar de los Cantares. Quiere reavivar su Amor al Dios por el que ha vivido y por el que ahora acepta la muerte. La hora de la cita entre dos enamorados llega, por fin, el 14 de diciembre de ese mismo año 1591. Juan vuela al cielo. Dios, que es bueno, lo acoge con amor, porque supo amar mucho y dejarse amar por el Amado.
Fernando Pascual, en es.catholic.net/
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