De la muerte como tal y de lo que en sí misma conlleve quien la padece, solo podemos hablar desde una experiencia externa y ajena
No hay que esperar al mes de noviembre para recordar a los difuntos, porque la muerte está hoy más viva que nunca. No es un gracioso juego de palabras sino tristísima realidad, al ver cómo un día sí y otro también, junto a la muerte natural, las guerras se cobran incontables vidas, fruto de combates fratricidas. Ofreceré algunas consideraciones sobre la muerte, desde una visión trascendente de la vida. He comenzado por adjetivar como “fratricidas” las contiendas armadas, porque esos somos todos: hermanos, al margen de la raza, religión, pensamiento político o cualquier otra identidad que cada uno tenga. He dicho desde una visión trascendente de la muerte y, más aún, desde una visión cristiana de la vida.
En torno ala conmemoración de los difuntos el 2 de noviembre, no faltan celebraciones más o menos folclóricas que recuerdan la realidad de la muerte. Así, por ejemplo, la fiesta de “Halloween”, el 31 de octubre, en la que se mezclan raíces paganas y cristianas. Junto a creencias paganas celtas y romanas que celebraban el fin de la cosecha y el recuerdo de los familiares difuntos, la misma palabra inglesa “Halloween” tiene sabor cristiano porque es contracción de “AllHallow Eve”, que significa “Víspera de todos los Santos”.
Además, desde hace años se han puesto de moda los llamados “Death café”, que son encuentros reducidos de personas para hablar de la muerte, en los que cada participante expone sus puntos de vista. He leído sobre sus contenidos, orígenes y extensión por varios países europeos. Sin haber participado en ninguno de esos encuentros, pienso que estas líneas podrían ser como una presencia “on line”, exponiendo mi visión, abierta a tres consideraciones esenciales: al hecho mismo de la muerte; a la vida, con minúscula, que la precede; y a la Vida, esta vez con mayúscula, que la sigue y trasciende.
De la muerte como tal y de lo que en sí misma conlleve quien la padece, solo podemos hablar desde una experiencia externa y ajena. Esto no quita que el hecho mismo de ver morir deje de impactarnos fuertemente y, tanto más, cuanto más cercana a nuestra vida es la persona que muere. Ofreceré un testimonio referido ya en otra ocasión, que puede servir a muchos, especialmente a un eventual lector que pensara que, con la muerte, todo se acabó para siempre. Es un testimonio de muy particular valor para mí, porque he leído la vida y escritos de su protagonista, y he rezado ante su tumba, en Nagasaki.
Se trata de Takashi Nagai, médico japonés que imbuido en sus primeros años de carrera de una fuerte convicción materialista, un día recibe un telegrama de su padre, con palabras perentorias: “Ven a casa enseguida”. La madre había sufrido una hemorragia cerebral, quedando consciente, pero sin habla. Años más tarde, en “Las campanas de Nagasaki” rememora así aquellos momentos:
“Cuando llegué a la cabecera de su cama, no le quedaba más que un soplo de vida. Expiró mirándome con insistencia. Esa última mirada de sus ojos maternales desbarató completamente mi filosofía materialista. Los ojos de esa madre que me había criado, educado y amado hasta el fin, me decían claramente que, incluso después de su muerte, estaría cerca de su querido Takashi. Yo miraba en esos ojos, yo que había negado la existencia del alma e instintivamente sentí que el alma de mi madre existía: se separaba de su cuerpo, pero no perecería jamás”. Son palabras que, de algún modo recuerdan las de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón ignora”.
Merecerían muchos comentarios esos pensamientos, pero termino aquí esta primera consideración que a millones de personas nos dicen -no solo afectiva sino también racionalmente-, que la muerte misma no es el final, sino un instante entre un antes y un después. En términos cristianos cabe decir que es como un black-out, un apagón, un parpadeo entre dos luces: una temporal, la de esta vida, y otra eterna, la de la Vida.
La segunda consideración mira a la vida que se haya llevado hasta el momento de la muerte. He advertido, y quizá es una experiencia muy compartida, que el recuerdo de esa vida se hace muy presente en la persona próxima ya a morir. Lo que, en su conjunto, ha sido la existencia global del moribundo gravita con fuerza en sus últimos días; aunque algunos lo olviden, muerte y vida son inseparables. Lo que cada uno haya hecho y cómo haya gastado su existencia, pesa decisivamente en su conciencia y también tiene que ver con el después de la muerte. Por eso, es de sabios enriquecer la vida con obras cuyo recuerdo serene los momentos finales, y hayan ido “fichando” positivamente en la cuenta de la otra Vida.
A ese enriquecimiento nos anima el Señor en aquella parábola del hombre insensato que, lleno de bienes temporales, solo le preocupaba su bienestar egoísta; su programa se reducía a eso, diciéndose a sí mismo: “Alma, ya tienes muchos bienes para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien” (Lc 12, 19). Y el Señor, después de decir que aquella misma noche le reclamarían su alma, y lo insensato de hacer planes sin contar con los de Dios, concluye con una enseñanza para todos: “Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios” (Lc 12, 21).
Una reflexión serena de esa enseñanza lleva a dos conclusiones claves: tomarnos en serio la importancia y brevedad de la vida porque, sean muchos o pocos los años que vivamos, al final haremos nuestra la verdad expresada por Gustavo A. Bécquer en sus famosos versos: “Al brillar un relámpago nacemos y aún dura su fulgor cuando morimos… ¡tan corto es el vivir!”. Y la segunda conclusión: Dios nos espera después; por eso, también estaríamos de acuerdo con el final de esa Rima:“La Gloria y el Amor tras que corremos / sombras de un sueño son que perseguimos; / ¡despertar es morir!” (Rima LXIX).Pero este sueño pide aclaración y matices; y con ello, accedemos a la tercera y última consideración.
En efecto: la visión cristiana de la muerte nos dice también que “morir es despertar”; pero lo que en esta vida, fueron para el poeta sombras de un sueño de Gloria y Amor, al despertar no se reducirán a imágenes soñadas de las que solo queda un recuerdo perdido y evanescente. No; la fe cristiana desvela que esas sombras del poeta tienen un origen divino, porque son trasunto fiel de dos realidades maravillosas: las de la Vida eterna más allá de esta vida, y las del Amor infinito y gozoso en el que viven las tres Personas divinas. Para decirlo con palabras de san Pablo, que desprenden aroma becqueriano pero completan el sentir del poeta, siglos antes escribió: “Ahora (en esta vida) vemos como en un espejo, borrosamente; entonces (en la Vida) veremos cara a cara” (1Co 13, 12). Es la contemplación directa de la Belleza divina y el éxtasis gozoso que su Amor suscitará en todo nuestro ser.
Las precedentes consideraciones quedarían en el aire sino se acepta la verdad nuclear de la fe cristiana: la resurrección de Cristo, como recuerda san Pablo:“Si Cristo no ha resucitado (…), vana es también nuestra fe” (I Cor15, 14)Por eso, la suya fue una muerte gloriosa que él mismo ha querido que conmemoremos con amor y gozo, “reviviéndola” en la Eucaristía.
No sé qué pensarían quienes frecuenten los “Death café” si leyeran estas consideraciones. Brotarían sin duda numerosas e interesantes preguntas, que habrá que dejar para otra ocasión. Concluyo recordando la petición que los cristianos tantísimas veces hacemos a nuestra Madre María: “Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Rezado con fe, es un seguro de alcanzar la Vida con mayúscula.
José Antonio García-Prieto Segura en religion.elconfidencialdigital.com
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