La amistad sólo es posible caminando juntos, en compañía, hacia un destino
He tenido la oportunidad de comentar la obra clásica de C.S. Lewis, Los cuatro amores(Rialp, Madrid, 1991: en estupenda traducción de Pedro Antonio Urbina), con un grupo de personas cultas y refinadas, respetuosas y educadas. Una delicia.
Juntos, hemos podido constatar que, de los cuatro amores que trata el autor (el humilde afecto o storgé, la amistad o philia, el enamoramiento o eros, y el amor divino (charity para Lewis: la traducción inglesa del término caritas latino, que a su vez traduce el griego agapé, sobre el que habló magistralmente el Papa Ratzinger), quizá el más incomprendido actualmente sea, sorprendentemente, el segundo.
Muy poca gente cree actualmente que la amistad sea un amor. «A los antiguos, la amistad les parecía el más feliz y más plenamente humano de los amores: coronación de la vida y escuela de virtudes. El mundo moderno, en cambio, la ignora». Lewis nos explica que la ignora por el procedimiento de eludir lo que de característico y esencial tiene, y aludir con ese nombre («amistades») a relaciones totalmente distintas: quizá un compañerismo puntual, o una asociación que propicia los favores mutuos. Pero ni el compañerismo (matriz de la que surge la amistad) ni los favores que puedan prestarse («los casos en que se ejercen son casi interrupciones (…) porque el papel de benefactor siempre sigue siendo accidental, hasta un poco ajeno al papel de amigo; es algo casi embarazoso (…)») son la esencia de la amistad.
¿Cuál sería entonces la esencia de la amistad? Diría que la respuesta –agradecida y maravillada– a un reconocimiento. «¿Cómo, tú también? Yo pensaba ser el único». En el amigo, uno reconoce algo que ya estaba dentro de uno («¿ves tú la misma verdad que veo yo?» dirá Lewis). Pero no es un reconocimiento pasivo, o que se agote en sí mismo: en la amistad, dos o tres o más almas afines (este es el menos celoso de los amores, apunta el autor: mejora al compartirse, crece al comunicarse) maduran juntas, avanzan unidas. Hacia la meta: los amigos caminan juntos, pero –eso creían los antiguos– no deambulan: «Mañana el mar inmenso nos espera» concluye el verso de Martínez Mesanza que pone el broche de oro a su impresionante poema titulado, precisamente, De amicitia.
La amistad sólo es posible entre hombres libres
«Los que no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de ruta», dice Lewis, y quizá aquí encontramos una clave del descrédito de la amistad en nuestra época. La amistad sólo es posible caminando juntos, en compañía, hacia un destino.
Y la amistad sólo es posible, además, entre hombres libres. Una educación liberal (como la que defiende José María Torralba en la obra de este título recientemente editada por Encuentro), que fomentase la lectura de los grandes libros en las aulas, que permitiese a los jóvenes confrontarse con las virtudes entre las que Aristóteles incluyó la philia, o medirse con el texto que Cicerón consagró a la amicitia, tal vez lograse forjar personalidades aptas para este tipo de amor, «el único que parece elevarnos al nivel de los dioses y de los ángeles».
Es la libertad –requisito imprescindible para la amistad, como para todos los amores, pero también característica esencial de la misma– lo que tanto temen los totalitarios: como apunta Lewis, la autoridad tiende a arrugar el ceño ante la amistad. No sólo la autoridad: en nuestros días hay un recelo que podríamos calificar de «democrático» ante la idea clásica de amistad, la amistad de los antiguos que Lewis reivindica en su ensayo.
Por naturaleza, esta amistad no es democrática. No puede exigirse como un derecho ni esgrimirse como una herida. No permite tasaciones igualitarias, ni repartos equitativos. Ni siquiera los propios amigos experimentan igualdad entre ellos: en uno de los párrafos más hermosos del ensayo, Lewis recuerda que «cada miembro del círculo, en lo íntimo de su corazón, se siente poca cosa ante todos los demás. A veces se pregunta qué pinta él allí entre los mejores. Tiene suerte, sin mérito alguno, de encontrarse en semejante compañía; especialmente cuando todo el grupo está reunido, y él toma lo mejor, lo más inteligente o lo más divertido que hay en todos los demás». Estas palabras resuenan claramente ligadas a una biografía, ¿acaso no estaba pensando en amigos concretos el autor al escribirlas? ¿acaso no evocamos nombres y rostros concretos de amigos nuestros al leerlas?
Llegamos al núcleo de la sencilla tesis que quisiera exponer. Y es que esta amistad de los antiguos, que Lewis reivindica magistralmente (no es casual que este capítulo del libro haya sido publicado de forma independiente por Rialp en su colección Las doce uvas: hay toda una sabiduría editorial detrás de esta decisión), es poco popular hoy día no tanto por su carácter antiguo sino por su condición aristocrática.
La amistad es arbitraria e innecesaria. Enriquece y mejora la vida, pero no es requisito imprescindible para vivir. Es un lujo, un añadido. Ya hemos dicho que no puede exigirse ni obligarse, y además que requiere de una altura espiritual, una fineza en la búsqueda de la verdad –y la bondad y la belleza, que van a ella unidas– que forzosamente aísla a los amigos de «todo el mundo». No admite la masa ni la vulgarización, es «una relación entre hombres en su nivel máximo de individualidad».
Quizá pueda intentarse, en la senda de Enrique García-Máiquez, con sus escritos en torno a la nobleza de espíritu, conciliar aun estos dos extremos: la exigencia democrática de nuestro tiempo y la condición aristocrática de la edad antigua. Un empeño parecido al de Chesterton, cuando afirmaba que de lo que se trata no es de que el duque de Norfolk sea igual a todo el mundo, sino de que todo el mundo sea igual al duque de Norfolk. Podremos entonces volver a leer –y disfrutar– las historias antiguas, y quién sabe si también a intentar emularlas: Lewis lamenta que «David y Jonatán, Pídales y Orestes, Rolando y Oliveros (…)» carezcan de imitación en la literatura moderna.