El Autor esboza algunas líneas de cómo debería ser esa educación que genera buenas personas, buenos ciudadanos
Una gran lección de historia es que la bondad humana está en el corazón de la mayoría de los asuntos de gran importancia, como la religión, la política, la vida familiar, el comercio, la ley y la guerra. Sabemos por muchas fuentes que la bondad humana es variable y maleable; que hay un amplio rango entre la maldad y la santidad, y que la gente puede cambiar y cambia. En su libro La carretera al carácter, David Brooks se centra en la transformación adulta del carácter desde el egoísmo hacia el altruismo a través de la crisis vital, algo que ya mencionó en su momento san Ignacio de Loyola.
Anualmente viajo a Singapur para proporcionar asesoramiento a su Ministerio de Educación. Me impresiona que esta nación, desde que se fundó hace cincuenta años, ha convertido este reto en una prioridad en su sistema educativo. Han comprendido que su principal recurso son los ciudadanos y que deben invertir en ellos, especialmente cultivando el buen carácter.
En este campo tanto los términos como las definiciones son muy confusos. Los primeros cambian a lo largo del tiempo y de la geografía. Solo en Estados Unidos he trabajado en las cuatro últimas décadas con términos como educación moral, educación en valores, educación del carácter, educación para la ciudadanía, educación pro-social y educación democrática. Y muchos otros se han utilizado y se usan ahora. Probablemente nunca habrá un consenso, de modo que no me preocupa cómo se denomine mientras se refiera al desarrollo de la tendencia de un individuo a querer y ser capaz de hacer el bien. Esa es mi definición práctica del carácter.
Otra distinción relevante es entre diferentes dominios del carácter: moral, desempeño, intelectual y cívico. En otras palabras: bondad, efectividad, inteligencia y ciudadanía. Todos son importantes y hay un solapamiento hasta cierto punto. El carácter moral es el más crítico y la brújula para los otros. En palabras de Theodore Roosevelt: «Educar la mente de una persona y no su moral es educar una amenaza para la sociedad».
¿Qué pueden hacer las escuelas para promover el desarrollo del carácter? He intentado reducirlo a cinco elementos nucleares que crean el acrónimo «PRIME».
En primer lugar, el carácter debe ser una auténtica «prioridad» en los colegios. Debe guiar el camino en la retórica y en la práctica, y ser una partida prioritaria en la asignación de los recursos.
En segundo lugar, los colegios deben promover «relaciones» positivas de manera estratégica e intencional entre todos los grupos de la escuela (administradores, profesores, personal de apoyo, estudiantes, padres…).
Tercero, hay que dirigirse de forma efectiva hacia la internalización de valores éticos fundamentales a través de la motivación «intrínseca». Esto significa que se deben evitar elementos motivadores extrínsecos como premios, recompensas y ceremonias de reconocimiento público, y centrarse en encarnar el buen carácter —dar ejemplo— y las alabanzas en privado.
Cuarto, todos los adultos del entorno escolar deben ser «modelo» de lo que quieren ver en sus estudiantes.
Y quinto, el «empoderamiento». Resulta imprescindible escuchar y dar capacidad de decisión a todos los colectivos escolares. Los alumnos necesitan tener una voz auténtica, y los administradores allanar la estructura de gobierno, especialmente en lo que respecta a su personal. Pocos colegios hacen esto, y menos aún lo hacen bien.
Todos somos coautores y copropietarios de este viaje humano fundamental. Toda sociedad sana quiere que sus ciudadanos se preocupen por el bienestar de los otros, se responsabilicen de sus acciones o digan la verdad. Uno de los grandes retos en la educación del carácter es separar estas verdades morales universales de las convenciones culturales. Debemos educar a las nuevas generaciones para que garanticen la vida democrática y cuiden del mundo.