Cuando todo tiene un precio, incluso las personas y las relaciones, nos prostituimos, nos convertimos en alcahuetes, meros tratantes, y los demás en pura carne de cañón
Quizá es un poco utópico, pero sería muy bonito que nuestra recompensa fuera el disfrutar haciendo bien las cosas: no necesitar que me devuelvan un favor, lo he pasado en grande haciéndolo; decir que me conformo amándote, teniendo la suerte de poder quererte. Si me correspondes, mejor, pero mi paga eres tú; lo de menos es lo que me den por este trabajo, he disfrutado y me he realizado haciéndolo.
En contraste, vemos a los padres ofreciendo recompensas a sus hijos por cumplir con sus obligaciones: si ordenas la habitación, te daré unas chuches; si sacas buenas notas, tendrás móvil nuevo, etc. Podemos caer en el mercantilismo al poner precio a todo. En el fondo nos estamos vendiendo, y tratamos a los nuestros como un producto más del mercado. Lo importante ya no sería lo que son, sino el precio que tienen.
La gratuidad es muy bonita, es una de las características del amor verdadero, de la amistad, del ágape. Es el modo con que somos amados por Dios, por puro desinterés y gratuidad. La falta de intereses, la ausencia de condiciones, la fidelidad absoluta son el sello del amor. Cuando nos mueve la ganancia, cuando pretendemos comprar el amor, estamos en otra órbita, la del egoísmo: giramos en torno al ego.
Parece que la eficiencia, el rendimiento, el propio provecho, las apariencias son lo que nos mueve. Cuando todo tiene un precio, incluso las personas y las relaciones, nos prostituimos, nos convertimos en alcahuetes, meros tratantes, y los demás en pura carne de cañón.
Debemos purificarnos para ser libres, romper las cadenas que nos atan. Con provecho por medio no hay liberalidad, libertad. Cuando el amor está condicionado a la correspondencia, cuando los favores tienen precio, cuando buscamos ganancias en las relaciones conyugales, familiares, profesionales, etc. nos quedamos solos y empequeñecidos; perdemos la alegría, la luminosidad de la mirada, la juventud.
El Evangelio nos habla de los obreros de la viña. Son llamados a trabajar a distintas horas, desde al amanecer hasta casi el anochecer. Al final reciben el salario estipulado para jornada entera: un denario. Los que han soportado el peso del día y el calor se quejan de los que apenas se han cansado ni sudado. Todos reciben lo mismo. ¿No es esto una injusticia? Sorprende el modo de funcionar de Dios. No estamos acostumbrados a su liberalidad, a su magnanimidad. Pensamos que también le podemos comprar a Él; le medimos con nuestros parámetros rastreros y egoístas. Vamos por la vida con una calculadora en la mano, y lo peor es que acabamos convirtiendo el corazón en una computadora. Todo medido y tasado. Nada de magnanimidad y desinterés.
Estas palabras desconcertantes intentan indicarnos que es ganancia trabajar en la viña del Señor, en su compañía, bajo su cuidado. Pensamos que las “obligaciones” religiosas son pesadas, que la fe nos ata, y lo que hace es darnos alas. La enseñanza de esta parábola denuncia la estrechez del corazón, el oscurecimiento de nuestra mente incapaz de disfrutar de lo bueno, de lo bien que se está con Él.
Cuando lo pasamos mal, cuando surgen dificultades, incomprensiones, cuando nos encontramos vacíos, solos, cuando vemos sufrir a los que amamos, o somos nosotros la causa, cuando todo parece perdido, no podemos olvidar quienes somos: hijos amados de Dios; ni los recursos que tenemos para salir a la luz, para reconstruirlo todo, para recomenzar.
Armando Valladares, poeta cubano que pasó 22 años en las cárceles de Castro, cuenta en su libro Contra toda esperanza que, entre otras muchas perrerías, pasaba mucha hambre; pero para no perder la dignidad, siempre apartaba unos granos de arroz de la escudilla y no los comía. Esto le hacía sentirse libre; le diferenciaba de un irracional; era dueño de su vida, de sus actos, a pesar de las circunstancias.
En un precioso poema se expresaba así: “Me lo han quitado todo/ la pluma/ los lápices/ la tinta/ porque ellos no quieren/ que yo escriba/ y me han hundido/ en esta celda de castigo/ pero ni así ahogarán mi rebeldía. / Me lo han quitado todo / -bueno, casi todo-/ porque me queda la sonrisa/ el orgullo de sentirme un hombre libre/ y en el alma un jardín/ de eternas florecitas. / Me lo han quitado todo/ la pluma/ los lápices/ pero me queda la tinta de la vida/ -mi propia sangre-/ y con ella escribo versos todavía”.
No vendernos; no caer en las garras del consumismo; no buscar nada en provecho propio; dar sin límites, sin tasa nos consigue la libertad de amar. Ser un “humilde trabajador de la viña del Señor”, como decía Benedicto XVI, puede llenar nuestra vida de felicidad.
Dios es un gran pagador, y el buen hacer lleva consigo la recompensa económica en el campo profesional. Felicidad que compartiremos con los demás que, a su vez, nos la devolverán aumentada. Las cosas grandes funcionan así: al revés. Si logramos transmitirlo a los jóvenes, a tus hijos, les haremos el mejor servicio.