Hace veinticinco años, el 14 de septiembre de 1998, el Papa san Juan Pablo II publicaba ‘Fides et ratio’. Una encíclica que ha marcado, sin duda, la Iglesia en los últimos decenios.
David Torrijos-Castrillejo en omnesmag.com
El Papa conocía bien su misión: guiar la nave de Pedro hasta el océano del tercer milenio cristiano. No es, pues, poco significativo que, después de un ya largo pontificado, decidiera tratar la cuestión de “la fe y la razón” en una encíclica.
No es que sea un problema exclusivo de nuestro tiempo, pero cada época debe abordarlo de manera propia, de modo que Fides et ratio proporcionaba claves para hacerlo en la nuestra.
La fe
Cuando se habla de “fe y razón” no se quiere decir que en el hombre haya dos tipos de funciones por completo diversas. No es que creer y razonar sean tan distintos como escuchar música y montar en bicicleta. Son más bien distintos como lo son montar en bicicleta y hacerlo en patinete: ambas operaciones se hacen con las extremidades, no con los oídos. Pues bien, tanto creer como razonar se hacen con una sola facultad humana: con la razón.
Cuando los cristianos hablamos de fe pensamos en algo que sólo pueden hacer los seres racionales. Creer es por sí mismo algo racional. En general, creer es saber algo aprendiéndolo gracias a otra persona: es, pues, una especie de conocimiento.
Igual que lo que aprendemos por nosotros mismos, lo que creemos lo hemos de entender y nuestra inteligencia reclama que nos esforcemos por entenderlo cada vez mejor. Que por la fe cristiana creamos Dios bajo el impulso del Espíritu Santo no la convierte en algo totalmente distinto a nuestro humano creer, sólo lo eleva —que no es poca cosa—.
La encíclica venía a recordar este carácter racional de la fe y la natural afinidad entre el creer y el razonar. Debería resultarnos evidente si pensamos que, allí donde los cristianos han anunciado el evangelio, se han ocupado de acaparar y difundir toda clase de saber, han fundado colegios y universidades, han escrito miríadas de libros…
La razón
Pese a tan patentes hechos, oímos la cantinela de un presunto enfrentamiento de la fe contra la ciencia. Incluso algunos cristianos han integrado semejante discurso y temen hacerse demasiadas preguntas, no vaya a ser que la verdad desmorone su fe. Por tales motivos, nunca está de más recordar que la fe es amiga de la razón.
La amistad entre la razón y la fe se aprecia en que la fe, que es recibida en la razón del ser humano, está llamada a ser conocida mejor y ser profundizada. Lo fundamental es entender lo anunciado por quien nos enseña la fe, lo que se ha de creer, pero detenerse con la inteligencia sobre ello también supone un crecimiento en la fe.
Viceversa, también la fe nos impulsa a conocer mejor, no sólo a Cristo y el evangelio, sino incluso las demás cosas. No nos debería extrañar el gran interés que han cultivado tantos cristianos por estudiar toda clase de temáticas, pues en la naturaleza y en los productos del ingenio humano destella la benigna intervención del creador.
Me hago cargo aquí de una de las ideas más conocidas de Fides et ratio, la de la “circularidad” entre razón y fe. La fe cristiana nos invita a razonar, tanto a razonar lo que creemos como a sumergirnos en toda suerte de saber; igualmente, cuanto más profundizamos en la verdad en todas las facetas que nos revelan los diversos conocimientos humanos, se nos brindan sendas oportunidades de ahondar en nuestra fe cristiana. Así, ambos tipos de exploración se benefician mutuamente.
Fe y razón en el pontificado de Benedicto XVI
Contemplando la vida de la Iglesia desde 1998 hasta aquí, cabe reconocer la presencia del mensaje de la encíclica. El pontificado de Benedicto XVI (2005-2013) estuvo marcado por el propósito de mostrar al hombre contemporáneo, al hombre postmoderno, que creer es razonable, es profundamente humano.
El Papa era en especial sensible a una idea aún presente entre nosotros: para muchas personas la “verdad” es un concepto agresivo, violento. Decir que uno tiene la verdad y quiere transmitirla a otro es percibido como un deseo de dominación del prójimo.
La verdad es así representada como una suerte de artefacto por el cual los hombres riñen entre sí e incluso como un pedrusco que unos arrojan a otros. El hombre postmoderno cree necesario abandonar la verdad en beneficio de la paz. Sacrifica la verdad en el altar de la concordia.
Fides et ratio ya insistía en que, en nuestros tiempos, forma parte de la misión de la Iglesia reclamar los derechos de la razón: es posible y urgente conocer la verdad. De manera similar, Benedicto XVI rehusó a abandonar a los postmodernos en su voluntario ayuno de verdad. El ser humano vive de la verdad como los árboles de la luz solar y del agua: sin ella, nos marchitamos. De ahí el esfuerzo de Benedicto por mostrar el carácter amable de la verdad.
En concreto, la verdad cristiana adopta, según él, la forma de un encuentro. Encontrarse con alguien no es como tropezarse con el pedrusco que alguien acaba de tirar a su rival; sobre todo si nos encontramos con alguien que nos ama y, buscando eficazmente nuestro bien, suscita nuestra correspondencia. Con todo, el encuentro significa un choque con la realidad. No es lo mismo encontrarse con una persona que con otra. No depende de nosotros cómo es la persona con quien nos encontramos, no lo decidimos, tampoco es producto de nuestra fantasía.
Además, el encuentro nos obliga a decidirnos, no hay manera de permanecer neutros. No reaccionar es ya tomar partido: el levita que pasa de largo ante el hombre herido no echa menos mano de su libertad que el buen samaritano.
Pues bien, la fe puede ser vista como un encuentro porque encontrarse con Cristo (en la Iglesia) es dar con alguien que viene a amarnos. Por eso mismo, el creyente no puede prescindir de la verdad: Cristo es como es, nos ha amado dando la vida y no de cualquier manera.
Un auténtico amor significa entrar en relación con una persona real, no con la idea que uno se ha hecho de ella. Un encuentro nos obliga a ceder ante la realidad. No inventamos a Cristo, no decidimos quién es, sencillamente es Él quien irrumpe en nuestra vida.
Ahora bien, un cristiano no aprecia este encuentro como si hubiera sido aplastado por la verdad, como si una fatalidad se cerniese sobre él, sino como una liberación.
La verdad de Cristo viene a dar significado a la vida entera, puesto que le permite entender cuál es el significado fundamental de ella y, por tanto, de todo lo que le rodea. No es una verdad que excluya buscar otras verdades, no es que el cristiano averigüe en el acto todos los secretos del universo que son explorados por las ciencias. Sin embargo, proporciona un conocimiento seguro respecto de lo más importante.
Esta verdad no puede ser percibida como una apisonadora destructora porque es la revelación de un amor auténtico. Es decir, un amor que hace un verdadero bien al hombre. De esta manera, no cabe ver semejante verdad como algo amenazador o terrible.
Por otro lado, introduce al ser humano en un contexto de amistad: Dios se ha comportado como amigo del hombre y le ha mostrado que, aunque ama a cada persona particularmente, no hay nadie a quien no ame. Por eso, semejante verdad, por su propia naturaleza, no puede convertirse en un pedrusco que arrojar a nadie.
No crea adversarios sino hermanos. Al contrario, comunicarla, lejos de pretender el dominio sobre otros, será una comunicación desarrollada en el contexto del amor, que es recibido para ser entregado. Entregar el evangelio es un acto de cariño. No cabe altivez tampoco al dar aquello de lo cual uno no dispone, pues sólo lo retiene para darlo.
Fe y razón en Francisco
Después del pontificado de Benedicto XVI, también Francisco ha continuado estas enseñanzas, en primer lugar, publicando hace diez años la encíclica Lumen fidei, redactada en buena medida por su predecesor inmediato. Asimismo, en su enseñanza más personal podemos encontrar el desarrollo de estas ideas en sus advertencias acerca del “gnosticismo”, un mensaje ya presente en Evangeliigaudium (2013) pero ampliado en Gaudete et exultate (2018). Se designa gnosticismo a una antigua herejía de los primeros siglos cristianos y se ha vuelto a usar el término para denominar ciertos movimientos esotéricos más recientes.
El Papa se refiere con “gnosticismo” más bien a una enfermedad en la vida del creyente: convertir la enseñanza cristiana en uno de esos pedruscos que unos hombres lanzan a otros. En el mundo postmoderno que ha renunciado a la verdad, algunos han convertido el discurso “racional” en eso, en una herramienta de dominación de otras personas. Lo hacen deliberadamente porque creen que, no existiendo la verdad, lo crucial es ganar.
Francisco denuncia el riesgo del cristiano de valerse de tan malas mañas. Ello significaría extraer la verdad del evangelio de ese contexto amistoso en que nos aparece y hemos de comunicarla. Ni siquiera la verdad de la miseria moral de los otros es un pretexto para nuestra indiferencia ni para adoptar aires de superioridad. De hecho, la verdad que todos descubrimos en Cristo es también una buena noticia liberadora para el miserable, incluso para aquél cuya vida deja mucho que desear.
Estos veinticinco años de Fides et ratio han sido muy fecundos y entre teólogos e intelectuales esta apuesta de san Juan Pablo II por la razón ha recibido muchos aplausos. Quizá esta onomástica represente una buena oportunidad para examinar cómo ha calado en la vida cotidiana de la Iglesia.
Ante un generalizado desconocimiento de las más elementales verdades de fe, todo cristiano debería sentirse impulsado a dar a conocer el bello mensaje que ha recibido. También el aniversario debe ser un impulso para fomentar la formación.
Las estupendas herramientas tecnológicas que configuran nuestro paisaje en 2023 nos han proporcionado sin duda más información, pero ¿tenemos ahora más formación? Desde luego, no faltan motivos de esperanza si hay muchas personas como tú, amable lector, que has preferido gastar estos minutos en recordar Fides et ratio, en lugar de emplearlos vagabundeando por la red a la caza de otras lecturas más sensacionalistas.
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