«¿Qué tiempos son éstos en los que tenemos que defender lo obvio?».
Desde el siglo I hasta casi finales del siglo V, decir “Roma” era mencionar la capital de un vasto imperio; algo así como -salvando distancias de tiempo y de otros muchos aspectos-, decir hoy “Bruselas” es referirnos a la capital de los 27 países que conforman la Unión Europea. El lazo de unión Roma-Bruselas, me lo han suscitado dos representaciones, aparecidas en una y otra ciudad, a distancia de dos mil años, que tienen por centro la persona de Jesucristo. Aunque con diverso contexto figurativo en torno al Señor, y sin juzgar las intenciones de sus autores, puede decirse que las dos hieren claramente los sentimientos religiosos y resultan insultantes y anticristianas. Pero no pasan de ahí, que no es poco, sus similitudes.
La representación romana, quizás del siglo I o II, conocida como el “grafito de Alexámenos” o grafito del Palatino por haberse encontrado en un muro de esta colina romana, muestra a un hombre crucificado que se presenta con cabeza de asno, y a un joven con su brazo levantado hacia la cruz en actitud de adorarlo. Lo acompaña una leyenda, en griego, que dice “Alexámenos sébete theón”,y significa: «Alexámenos adora a [su] dios». Los expertos en arte e historia concuerdan en que se trata de una muestra satírica contra los cristianos. El mayor acto de amor de Dios por la humanidad como fue la muerte de Jesús crucificado se presenta blasfema y burlonamente. En el siglo III, Tertuliano testimoniaba que sobre los cristianos pesaba la acusación de ser adoradores de una deidad con cabeza de asno.
Demos ya un salto a nuestro siglo XXI, al pasado 9 de mayo, “Día de Europa”, quizá inadvertido para mucha gente. En torno a este aniversario, en la sede del Parlamento, en Bruselas, se gestionó una exposición pretendidamente artística, pues la eurodiputada patrocinadora del evento, en su e-mail de promoción, silenciaba los supuestos valores estéticos de la muestra, y se centraba en el contenido ideológico de las obras presentadas: “Todas las piezas que ha elegido (su autora) muestran un tema LGBTIQ, inclusivo o de derechos humanos». En efecto: una de sus piezas mostraba una imagen de Jesucristo con sus brazos extendidos, como si estuviera en la cruz, rodeado de siete varones representativos de personas comprendidas bajo alguna de las siglas GBTIQ Suprimo la “L” porque solo había varones. Salvando las intenciones de la autora, hace el efecto de que se hubieran servido de sus obras para defender, de modo nada respetuoso y ambiguo, unos derechos que siendo legítimos en lo que tienen de respetables, no se deben amparar contaminándolos ni confundiéndolos con lo más santo porque, entonces, pierden su razón de ser y de su respetabilidad.
Se comprende que diputados de distintos grupos de la Euro-cámara se sumaran a una carta dirigida a la presidenta del Parlamento, para expresar su rechazo de semejante exposición y pedir su retirada inmediata. Denunciaban, entre otras cosas, la “burla y degradación” contra la religión mayoritaria de Europa.
Bienvenido cuanto contribuya al respeto y salvaguarda de la libertad y sentimientos religiosos, porque tocan lo más vivo de la persona y de su dignidad. Y más allá de la referencia religiosa, máximo respeto también para quien se sienta incluido entre las personas comprendidas bajo las iniciales de las mencionadas siglas. Su dignidad personal está por encima de su orientación sexual y, por tanto, son personas merecedoras de respeto, sin necesidad de presentarlas como víctimas, o de recurrir a “cortocircuitos” político-religioso-sentimentales, para que se sientan acogidas y su dignidad salvaguardada. La representación de Bruselas parece uno de esos “cortocircuitos”, porque muestra y se sirve de Cristo para acoger y defender, sin más ni más y en un confuso todo o nada, lo que de suyo pide distinción en los derechos de esas personas, precisamente para no contaminarlos ni lesionarlos.
Por eso, el Catecismo de la Iglesia distingue entre las tendencias homosexuales, y los comportamientos y actos homosexuales de esas personas. Textualmente: “Esta inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta.” (CEC, n. 2358). Sin embargo, “apoyándose en la Sagrada Escritura (…), la Tradición ha declarado siempre que ‘los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados’ (CEC 2357). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una complementariedad afectiva y sexual verdadera. No pueden recibir aprobación en ningún caso.” (CEC 2357).
Es imprescindible, pues, razonar y matizar las cosas para no confundir -dicho sea coloquialmente- la velocidad con el tocino, mezclando de modo confuso y gratuito, derechos y realidades que no cuadran y que acaban perjudicándose mutuamente. Salvada la convivencia y paz social, es necesario respetar la libertad y sentimientos religiosos de todos. Y lo mismo por lo que mira a sentimientos de otra índole y a las personas que así los manifiestan. Pero sin pretender, a la vez, que todo sea lo mismo, y sin distinguir lo que, de suyo, es esencialmente diferente. Por citar un caso distinto, pero que suscita cierta analogía, recientemente se ha hecho y hablado de un “bautismo laico”; con este uso ambiguo del lenguaje, parece que se quisiera atribuir a algo civil y de suyo profano, una riqueza ontológica de carácter religioso que en absoluto le corresponde. Por pedestre que suene, conviene recordar la necesidad de llamar “al pan, pan; y al vino, vino”; y esto, sin que el pan y el vino -si por un imposible pudieran razonar-, se sintieran mutuamente ofendidos.
Para concluir estas líneas, es claro que atravesamos momentos difíciles que recuerdan lo que Bertolt Brecht pone en boca de uno de sus personajes: «¿Qué tiempos son éstos en los que tenemos que defender lo obvio?». A pesar de todos los pesares de la historia, desde la Roma del siglo I hasta la Bruselas de hoy, Cristo mismo y las verdades enseñadas y vividas por él siguen en pie. Han sobrevivido a la prueba de fuego de veintiún siglos de historia, porque muestran la verdad y dignidad de la persona humana; y porque los brazos de Cristo están siempre abiertos, como en la Cruz, para acogernos a todos, igual que hizo con Dimas si, también como él, cada uno tiene la valentía de reconocerse necesitado y pecador.