«Los deseos, si uno no se exige convertirlos en realidad a base de entrega y autoexigencia, terminan supurando en envidias y resentimientos».
Mi hijo de 10 años me confiesa su deseo de jugar al fútbol tan bien como Peri Benítez, que es el mejor de su clase. «Yo soy bastante malo», confiesa. «Excelente», le digo, pero no su fútbol, que yo no soy un padre postmoderno al que, con tal de elevar la autoestima de su hijo –percíbase la paradoja– le dé igual Juana que su hermana. Lo excelente es que reconozca que juega de pena. Añado: «Si quieres jugar igual de bien que Peri, entrena mucho. Suda la camiseta. Haz tandas de ejercicios. Flexiones. Abdominales. Sentadillas. Sal a correr por las tardes. Chuta en las horas solitarias contra la pared del lavadero. Sufre. Y en unos meses o unos años jugarás más o menos igual de bien que el mejor de tu clase».
Lo piensa un rato y me reconoce que eso no le compensa. «Excelente», le aplaudo de nuevo, entusiasmado. Uno tiene que saber qué desea de verdad. Los deseos, si uno no se exige convertirlos en realidad a base de entrega y autoexigencia, terminan supurando en envidias y resentimientos. Estoy convencido de que Caín no intentó en ningún momento que sus sacrificios fuesen tan agradables a Yahvé como los de Abel. No hizo examen de conciencia, no admiró sanamente las virtudes de Abel, no quiso imitarle en lo bueno, ni renunciar a sus mejores cereales. Pero sí siguió deseando (¡encima!) que el humo de sus sacrificios fuese agradable a Dios (de sus sacrificios poco sacros o descafeinados, sin sacrificio). Así la lió.
A los deseos que uno tiene, que es muy bueno tenerlos, hay que mirarlos cara a cara y o pelear por ellos o dejar de desearlos
Caín podría haberse salvado de dos maneras legítimas: o esforzándose por imitar a Abel en su piedad o reconociendo que su hermano era inimitable y asumiendo, como Marta con María, que Abel se había quedado con la mejor parte. A los deseos que uno tiene, que es muy bueno tenerlos, hay que mirarlos cara a cara y o pelear por ellos o dejar de desearlos.
El poeta Pedro Sevilla tiene dos o tres poemas que voy a buscar para leerle a mi hijo, en los que glosa su torpeza futbolística de alumno en el patio de La Salle de Arcos de la Frontera. Lo importante es que canalizó esa energía emulativa, no en correr detrás de un balón, sino en escribir versos. Quería conseguir esa belleza del gol de chilena en unos endecasílabos por toda la escuadra. Y lo logró hablando además con generosidad de su compañero Amaya Flores. El poema Fotografía remata a puerta: «Así, sutiles críticos, no busquéis en mis versos/ ni poéticas serias ni raros argumentos/ sobre este noble oficio. Mi escritura/ es sólo un vano intento de emular/ la fama de los niños de la escuela./ En especial de uno, Ramón Amaya Flores,/ un gitano muy guapo/ que marcaba los goles de chilena».
Ya lanzado al culturalismo, le diré a mi hijo que «Nihil difficile volenti», esto es, que nada es difícil para el que le echa ganas. ¿No estaré —se preguntará el amable lector— transmitiéndole una visión demasiado voluntarista de la vida? Nuestro querido vizconde de Chateaubriand afirmaba que «una ambición para la que no se tiene talento es un crimen». ¿Qué gana uno por esforzarse en cumplir un sueño imposible? ¿No estaré lanzando a mi hijo a un esfuerzo inútil?
Ya vemos que no lo lanzo a nada, pero, si se pusiese a entrenar como un loco, podría pasar que sí se sacase a pulso el talento. Es un crimen dejar enterrado o desconocido un talento por falta de ambición, podríamos replicar al vizconde con una autoridad más alta. Pero algo es todavía más seguro. Si no se tiene el talento, nuestro esfuerzo habrá purificado el deseo y lo habrá elevado. Por ese camino, se gana admiración por el talento ajeno, conocimiento propio y un carácter firme. ¿Qué más se puede desear?