En el progresivo silencio a que se entregó Benedicto XVI brilla la vocación de un intelectual llamado a convertirse en un callado orante.
Los dos últimos papas monjes de la Iglesia Católica remontan a la primera mitad del siglo XIX: el benedictino Pío VII, que coronó emperador a Napoleón, y el camaldulense Gregorio XVI. Desde entonces los vicarios de Cristo en la Iglesia Católica hasta el jesuita Francisco han sido sacerdotes diocesanos.
No obstante, desde su proclamación como Benedicto XVI (2005), con cuyo nombre honraba a S. Benito de Nursia, padre del monacato occidental, podría decirse que hasta su muerte Joseph Ratzinger ha introducido en el ministerio petrino actual una clave monástica que ha fascinado tanto como desconcertado.
No debiera considerarse circunstancial ni dictado por equilibrios de política interna que, tras su renuncia en 2013, Benedicto XVI decidiese vivir en un retiro casi monacal en su vivienda Mater Ecclesiae dentro de los muros vaticanos. En el progresivo silencio a que se entregó brilla la vocación de un intelectual llamado simultáneamente a convertirse en un callado orante.
Bajo las responsabilidades de catedrático universitario, de arzobispo, de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de Papa y hasta de Papa emérito, la significación histórica de su monumental obra, que ocupa más de doce volúmenes, deberá seguir estudiándose como respuesta a la misión cristiana del estudio cuya única meta, también a través de sus responsabilidades de gobierno, ha sido la contemplación del misterio de Dios.