Su predisposición al diálogo, a la ingenuidad genuina del intelectual generoso y a la rectificación de sus puntos de vista en cuanto fuese necesario lo hacían excelsamente extemporáneo y más vulnerable a los mecanismos inmisericordes del debate público de hoy
Con la muerte de Benedicto XVI (1927-2022), he revivido el remordimiento del único artículo de los muchos míos en prensa del que estoy arrepentido. Fue cuando él renunció. Escribí a favor de aquel gesto cuando yo estaba íntima y radicalmente convencido del error. Lo hice en parte por fervor papista y en parte por devoción personal, por fe y confianza en las razones de Ratzinger a partes iguales, pero un columnista ha de ser una fiera instintiva y escribir con su alma a flor de piel. Tendría que haber dejado suelto a mi Dante interior y clamar contra «il gran rifiuto», como hizo el florentino cuando Celestino V renunció a la sede petrina, dejándole la cátedra expedita a Bonifacio VIII.
Me habría equivocado, como se equivocó Dante, que se apresuró a poner al ex papa en el canto III del Inferno. Luego la Santa Iglesia lo canonizó, nada menos. Éste será, probablemente, el destino de Benedicto XVI, pero el mío era exhalar, como Alighieri, un aullido auténtico de dolor —hasta ahí llega la responsabilidad de un poeta— por la pérdida que suponía su renuncia para la Iglesia y para el mundo.
Hoy lo veo al fin todo con más serenidad. Los católicos sí incurriríamos en «la gran renuncia» —en la imperdonable—, si no recibiésemos e hiciésemos fructificar el legado inmenso de Benedicto XVI. Eso sí merecería el infierno; como mínimo, el de Dante.
Recibir su legado no es una misión fácil porque Joseph Ratzinger fue siempre un incomprendido. Para bosquejar su figura Peter Seewald requirió más de 1000 páginas en la mejor biografía que tenemos de él hasta la fecha: Benedicto XVI. Una vida. El gran volumen se abre con una cita de Joseph Ratzinger que quiere ser un compendio vocacional: «Mi impulso esencial ha sido sacar a la luz el auténtico núcleo de la fe, oculto bajo las incrustaciones, a fin de devolverle su fuerza y dinamismo. Tal impulso es la constante de mi vida». Es un compendio concentrado, como suyo, pues une su oficio filosófico («luz, más luz») con su amor a la fe, en una atención apreciativa del pasado, por eso habla de «devolverle su fuerza», para construir el futuro: «dinamismo».
Con sus palabras en la mano, a modo de lámpara, podemos atravesar las continuas vicisitudes y espesas incomprensiones que él ni nombra en el resumen de su vida. Los medios lo presentaron con chistes fáciles y racistas como un nazi intransigente, cuando —por un lado—se opuso radicalmente al nazismo desde su hogar familiar y su seminario y siempre en su pensamiento, y cuando fue toda su vida extraordinariamente dialogante incluso con los que no estaban dispuestos a atenderle. Esos medios simplificaron sus grandes discursos, como el de Ratisbona o la homilía de la misa pro eligendo pontifice o su lección magistral a los políticos en el Bundestag, entre tantos. Su magisterio tan profundo como claroha sido opacado por silencios, prejuicios y, sobre todo, perezas intelectuales.
Sin lugar a duda, ha sido un gran personaje contra mundum. No sólo porque vio venir al mundo postmoderno de lejos, denunciando sus bandazos contradictorios, el establecimiento de una dictadura del relativismo, el hundimiento cultural por renunciar a Israel, a Atenas y a Roma y, finalmente, alertando sobre los neo dogmas contra la vida, la libertad y la razón y sus sibilinas violencias. También ha sido contra mundum de una manera más autobiográfica: su timidez ante las cámaras y las multitudes, su gusto por el estudio y la música clásica e incluso su predisposición al diálogo, a la ingenuidad genuina del intelectual generoso y a la rectificación de sus puntos de vista en cuanto fuese necesario lo hacían excelsamente extemporáneo y más vulnerable a los mecanismos inmisericordes del debate público de hoy.
Ante Benedicto XVI estos mecanismos se mostraron —quizá por impotencia— más burdos y, por tanto, más fáciles de desenmascarar. Sus posiciones intelectuales siempre han sido cuidadosamente atentas a las razones del contrario y milimétricamente prudentes en sus conclusiones. Puede verse en la delicadeza con la que se acerca al espíritu de la liturgia, amando la tradicional y cuidando de la nueva. En su aprecio de la razón y de la fe, hermanadas. En sensibilidad por la belleza. En su conciencia de las raíces culturales de Europa. En el juego que daba a la historia, a la teología y a la filología para acercase más a la figura de Jesús de Nazaret. Pero el mundo siempre presentó a Ratzinger como uno de los extremos de cualquier discusión. Él estaba en el centro, no geométrico, pero sí racional, como el fiel de una balanza, sopesando los argumentos de unos y de otros.
Todo nos lo hace más irrenunciable que nunca, como antídoto. De él dijo hace unos días el papa Francisco que «su silencio sostiene la Iglesia», y lo sabía de primera mano. Habrá que redoblar las oraciones por Francisco, ahora que el peso de la Iglesia recae exclusivamente sobre sus hombros. Cada uno de nosotros, en particular, también vamos a perder ese silencio de Benedicto XVI que nos sostenía con su oración, con su ejemplo, con su sola presencia en este tenebroso tiempo histórico.
Sin su silencio, hay que volver más que nunca a sus palabras, para que llenen el vacío que nos deja. Éste va a ser muy grande, pero sus palabras son más altas y más hondas, más perdurables. Renunciamos a renunciar a nuestro gran papa Benedicto XVI, a nuestro querido Joseph Ratzinger.