Una libertad sexual asilvestrada, incapaz de autodeterminarse, está abocada a la violencia
El día 31 de agosto de 2022, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Aniceto Masferrer en el cual el autor opina que dejar de embridar la inclinación sexual no sólo supone quedarse en la niñez, sino degradarse como persona, rebajarse a la categoría de cosa y carecer de la autonomía de la voluntad propia de quien tiene dominio sobre sus actos, pese a la virulencia de las propias pasiones y a un ambiente social hipersexualizado. Una libertad sexual asilvestrada, incapaz de autodeterminarse, está abocada a la violencia. Erradicar esa violencia exige superar la visión reduccionista de la sexualidad.
El 26 de mayo el Congreso de los Diputados aprobó la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual. Para el Gobierno, esa ley “trata de proteger el derecho a la libertad sexual y erradicar todas las violencias sexuales, reconociendo que afectan especialmente a mujeres y niñas/os”. Tengo bastantes dudas al respecto, y a la historia me remito. Poco después de reemplazar, en 1989, la expresión ‘honestidad’ por la de ‘libertad sexual’ en la rúbrica relativa a estos delitos, se constató que el ejercicio de esa libertad causaba estragos en la parte más vulnerable de la sociedad. Ahora se pretende, sin cambiar un ápice ese mismo paradigma de libertad sexual, prevenir, atender y proteger mejor a todas las mujeres, niñas y niños víctimas de violencia sexual.
La sociedad actual muestra una actitud paradójica con respecto a la libertad sexual: por una parte, ha erigido el consentimiento libre en el criterio fundamental de la moral sexual y, por otra, fomenta activamente —tanto desde la esfera privada (empresas dedicadas a la explotación del negocio sexual con cifras multimillonarias) como de la pública (gobiernos y organismos internacionales)— un clima social hipersexualizado y de gratificación del deseo, que cabría denominar como sexocracia: las series, los videoclips y muchas redes sociales estimulan y promueven la gratificación inmediata del deseo sexual. De hecho, están diseñados para que su destinatario se desinhiba por completo y, dejándose llevar por esa estimulación, experimente y sacie por completo su pulsión sexual. Lo contrario supondría reprimirse. Sería libre quien satisface la pasión, no quien la reprime.
Este ambiente social y cultural dificulta notablemente el dominio de las propias pulsiones, dejando a la intemperie a la parte más vulnerable de la sociedad (niños, adolescentes y mujeres) frente al abuso y a la violencia ejercida por quienes se muestran incapaces de contener sus impulsos, quienes son, al mismo tiempo, víctimas de una sociedad erotizada y pornificada que promueve la gratificación sexual y permite negocios que producen pingües beneficios a costa de convertir los cuerpos en mercancía de consumo, banalizando la sexualidad y cosificando al ser humano.
No resulta fácil escapar del generalizado clima hipersexual en el que se vive, máxime teniendo en cuenta la poderosa fuerza —o virulencia— de la pulsión sexual. En este clima, erigir la ‘libertad’ o el ‘consentimiento libre’ en la máxima fundamental entraña un problema evidente. Para que una conducta sea libre, no sólo se requiere capacidad de elección, sino también capacidad de contención. No es lo mismo contenerse que reprimirse. Quien no es capaz de contenerse, no puede (alardear de) actuar libremente. A nadie se le ocurre pensar que el drogadicto es libre de satisfacer o no su deseo de consumir droga. Probablemente lo fuera al principio —con sus inexorables condicionamientos—, pero no tras haber creado una adicción de la que no es fácil salir o ‘liberarse’. Sólo cuando uno logra ‘liberarse’, esto es, adquirir la capacidad de contenerse, puede volver a elegir en condiciones de libertad. A quien ha adquirido la costumbre de comer más de la cuenta, no le resulta fácil pasar con menos. El cuerpo humano no es una máquina regida por una mente fría capaz de cambiar el curso de su movimiento con un simple clic. El ser humano no es una máquina, ni tampoco “una pasión inútil” (J. P. Sartre), siempre y cuando sea capaz de autodeterminarse. Sin autodeterminación, no puede haber autonomía de la voluntad, y sin ésta el ser humano no puede vivir conforme a su dignidad. Kant quiso dejar clara la estrecha relación entre autonomía de la voluntad y dignidad humana.
Sin embargo, la expresión ‘libertad sexual’, proveniente de la tradición norteamericana del siglo pasado y reivindicada en Europa tras Mayo del 68, no tiene nada que ver con la ‘autodeterminación’ kantiana. En efecto, la ‘autodeterminación’ kantiana resulta ajena a una ‘libertad sexual’ entendida como mera elección entre la opción de satisfacer o no la pulsión sexual. Y esto es así porque el filósofo alemán se percató de que promover la satisfacción de la pulsión sexual lleva consigo la incapacidad de contenerse y, por tanto, la incapacidad de actuar en libertad.
La moral sexual kantiana perseguía evitar que la satisfacción de la inclinación sexual llevara consigo la cosificación —o instrumentalización— de la persona, además de procurar que las propias decisiones no impidieran o conculcaran el libre ejercicio de la autonomía de la voluntad en el futuro. De ahí el interés kantiano en buscar “un principio que restrinja nuestra libertad en lo referente al uso de nuestra inclinación sexual, de modo que ésta resulte congruente con la moralidad”. Para Kant, sólo en el marco de un compromiso entre dos personas era “posible una relación sexual recíproca sin dar lugar a una degradación de la naturaleza humana y a una vulneración de la moralidad”. Y esto es así porque sólo en ese marco “el uso de los órganos sexuales en orden a satisfacer la inclinación sexual” es reflejo de un “derecho a disponer globalmente de otra persona [que] atañe tanto a su felicidad como al conjunto de circunstancias que conciernen a la totalidad de su persona”, lo cual incluye la dimensión sexual. En resumen, sólo gozar sexualmente con quien uno se ha comprometido de un modo completo, abarcando a la totalidad de su persona, impide cosificar a las personas implicadas en la relación ya que “la adquisición de un miembro del cuerpo de un hombre [o mujer] es a la vez adquisición de la persona entera, porque esta es una unidad absoluta”; y, sólo desde la aceptación de esa totalidad, la relación sexual resulta acorde con la dignidad humana. Kant jamás redujo la sexualidad a mera genitalidad, es decir, al placer que puede obtenerse con los órganos genitales.
Vivir conforme a la dignidad que nos es propia es un aprendizaje. La educación permite salir de la minoría de edad y llegar a la madurez, a la plenitud, lo cual exige adquirir el hábito de “conducirse por sí mismo” -apuntaba Kant-, también con respecto al instinto sexual. Dejar de embridar la inclinación sexual no sólo supone quedarse en la niñez, sino degradarse como persona, rebajarse a la categoría de cosa y, en consecuencia, carecer de la autonomía de la voluntad propia de quien tiene dominio sobre sus propios actos, pese a la virulencia de las propias pasiones y a un ambiente social hipersexualizado. Una libertad sexual asilvestrada, incapaz de autodeterminarse, está abocada a la violencia. Erradicar esa violencia exige superar la visión reduccionista de la sexualidad, conocerse mejor y aprender a autodeterminarse.