Él es quien nos devuelve la dignidad perdida: nos abre de par en par las puertas de su casa
He tenido la suerte de asistir en Roma, la ciudad eterna, a un curso de formación sacerdotal. Asistimos unos cuarenta sacerdotes y vivíamos muy cerca del Vaticano, en el CIAM, un centro de Propaganda fidei que se utiliza para formar a los misioneros. Podría contar muchas cosas, pero me detendré en unas palabras de Monseñor José Luis Mumbiela, Obispo de Almaty (Kazajistán), en su conferencia Un tiempo esperanzador para la Iglesia y la sociedad.
A pesar de que los católicos en ese inmenso país son muy pocos, sus palabras estaban llenas de esperanza; se considera pastor de los millones de almas que desconocen al verdadero Dios, reza por todo ellos y a todo el que encuentra procura dispensarle amor y cercanía. En sus más de veinte años de misión ha visto crecer y arraigarse a la Iglesia entre los kazajos.
Nos habló de una enseñanza de san Juan Pablo II: continuamente Dios Padre nos manda rayos de su misericordia divina. Puede haber muchas dificultades: el calor, escasea el agua en los pantanos, el Covid no deja de colear, la viruela del mono, la crisis económica, las guerras… pero continuamente, como una lluvia de estrellas, nos llegan multitud de rayos de misericordia del cielo.
“No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”. Así comienza el Evangelio de este domingo. Pienso que parte de la dificultad que tiene la sociedad para creer en Dios se debe a la pérdida del sentido de la paternidad. Desgraciadamente hay mucho padre ignoto, maltratador, egoísta, poco ejemplar.
Además, la figura paterna está denostada socialmente. Lamentablemente, en no pocas ocasiones, falta una buena referencia del padre. Siendo Dios Padre, se hace difícil conocerle. Dios no tiene nada que ver con Zeus, padre de todos los dioses y hombres, el dios del cielo y del trueno, de la energía, el dios tonante. Los dioses que construimos los hombres no dejan de ser humanos, reflejo de lo mejor de lo nuestro, pero también de lo peor. Zeus es conocido por sus aventuras, fruto de ellas son numerosas divinidades y héroes: Apolo, Dionisio, Perseo, Atenea, Artemisa… También es distinto de nuestros padres, que por buenos que sean, están llenos de limitaciones.
Tampoco las religiones tradicionales monoteístas, la hebrea y el islam, son capaces de enseñarnos cómo es Dios. Nos dan muchos retazos, pero solo Jesús tiene la autoridad y capacidad de mostrarnos al Padre. “Sin Jesús no sabemos qué significa realmente ser padre. Es algo que se reveló en su oración, y esa oración forma parte fundamental de él”, enseña Ratzinger. Solo Jesús, el Hijo amado, sabe que su Padre es Amor.
El Dios verdadero no es solamente el origen de todo. Aquel “en él vivimos, nos movemos y existimos”, como enseñaba san Pablo en el areópago de Atenas. Es mucho más, es el Padre amado de Jesucristo. El que tanto ama al mundo que nos entrega su Hijo querido. No es un dios dulzón, a nuestro servicio, útil para solucionar nuestros problemas, para arrancar unas lágrimas de emoción. Al ser verdadero Padre nuestra relación filial es para siempre, no me quiere porque soy bueno sino porque es Padre bueno. Este es nuestro seguro de vida, saber que siempre podemos volver a Él, que nos espera con los brazos abiertos. Él es quien nos devuelve la dignidad perdida: nos abre de par en par las puertas de su casa, que será siempre nuestra por mucho que escapemos de ella.
Del Padre eterno irradian rayos de misericordia que alumbran al mundo. Estos días de gran calor he presenciado dos de estos chispazos. Una señora estaba tumbada en la acera, daba la impresión de estar un poco colocada, se acercó un hombre y le llevó un botellín de agua fresca, la despertó suavemente y le animó a refrescarse y levantarse. También me tropecé con un “sin techo” en plena canícula; hablamos un ratito mientras él se tomaba una lata de cerveza helada que un vecino le había traído. Al despedirme me deseó con una amplia sonrisa “una buena misa, padre”, y eso que no es católico.
Es cierto que padre solo hay uno y es el que está en los cielos, de Él procede toda paternidad. San Josemaría nos dice: “Descansad en la filiación divina. Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo”. Siempre está a nuestro lado, no nos deja nunca solos y, cuando sufrimos, nos enjuga las lágrimas y sufre con nosotros. Somos los hombres quienes, con nuestra mal entendida libertad, le atamos las manos, nos apartamos de Él. Si le dejáramos hacer, veríamos maravillas.