El teólogo alemán Karl-Heinz Menke ha subrayado la prioridad que san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, concede en sus enseñanzas a la acción de la gracia divina, también en la vida corriente de los fieles comunes
Fuente: omnesmag.com
Karl-Heinz Menke es catedrático emérito de Teología Dogmática en la Universidad de Bonn, entre 2014 y 2019 fue miembro de la Comisión Teológica Internacional y en 2017 recibió el premio “Joseph Ratzinger” de Teología.
El prestigioso profesor ha rebatido también las críticas que otro renombrado teólogo, el cardenal suizo Hans Urs von Balthasar, hizo a “Camino”, la obra más conocida de Josemaría Escrivá.
Karl-Heinz Menke reconoce que él las compartió por algún tiempo, pero ahora percibe que von Balthasar pasó por alto “el punto crucial: solo si he comprendido a mis padres, mi educación, los golpes del destino y las discapacidades, las limitaciones y los talentos de mi vida como gracia; solo si he comprendido con toda mi existencia que yo −¡precisamente yo!− puedo mover montañas y ser luz y sal de la tierra, puedo y debo permitir que me digan, quizás todos los días: “Puedes mucho más. ¡Deja poso! No eres un saco de arena; ¡reacciona! ¡Templa tu voluntad!”.
Karl-Heinz Menke se expresó así en Colonia (Alemania) el 25 de junio, durante la homilía de una Misa celebrada con ocasión de la memoria del fundador del Opus Dei. Además, destacó la importancia que san Josemaría concede a la libertad, y destacó el compromiso social y caritativo de las personas de la Obra.
Por su interés, reproducimos el texto completo, en una traducción española.
Sucedió hace ya mucho tiempo; pero hay cosas que no se olvidan. Así, recuerdo una reunión a la que había invitado a los padres de los chicos que iban a recibir la primera confesión y la primera Comunión. Como es habitual en este tipo de reuniones, al principio todo giraba en torno a cosas externas: el orden, la distribución de papeles, la vestimenta y cosas por el estilo. Pero entonces una madre, a la que conocía bien, se levantó y, bastante emocionada y con el rostro enrojecido, se desahogó diciendo lo que evidentemente llevaba mucho tiempo reprimido. Más o menos: Usted nos conoce, a mí y a mi marido. Acudimos a Misa todos los domingos y a menudo también entre semana. También acudimos a la confesión. Yo voy de casa en casa para recolectar fondos para Cáritas. Y mi marido está en la junta directiva de Kolping. Si hay que ayudar en la fiesta parroquial, en la del Corpus Christi o cualquier otra fiesta, ahí estamos. Solo que la gente, e incluso nuestros propios familiares, se ríen de nosotros. Nuestros vecinos no tienen que discutir con sus hijos adolescentes para que vayan a Misa los domingos. Les dan a sus hijas adolescentes la píldora y no tienen remordimientos de conciencia a la hora de hacer la declaración de la renta. Y mucho menos tienen que explicar a un niño de ocho años —como he hecho yo ya por cuarta vez— lo que es el pecado y que Jesús nos espera cada domingo.
Esta mujer dijo −¡hace ya décadas!− lo que muchos pensaban o sentían. Si he entendido bien a san Josemaría Escrivá, él mismo es una respuesta a esa pregunta.
Lo que más me ha fascinado al leer la biografía de Josemaría Escrivá por Peter Berglar es el don del santo para descubrir en cada ser humano −incluso en los que están profundamente heridos por las desviaciones y desvíos del pecado− la gracia [!!!] que, descubierta y desplegada con coherencia, puede convertirse en algo radiante (luz del mundo y sal de la tierra). San Josemaría estaba profundamente convencido: todo ser humano, por muy poco vistosa que pueda parecer su vida a los ojos de este mundo, y por muy obstaculizada que esté es vida por todo tipo de adversidades y limitaciones, está tocado por la gracia. Solo hay que reconocer y despertar esta gracia, fomentarla constantemente y hacerla fructificar.
El camino marcado por la gracia rara vez es idéntico a una sola posibilidad. Quien se hizo dentista también podría haberse convertido en un buen profesor. Prácticamente nadie es apto por naturaleza exclusivamente para una única profesión. Ciertamente, hay que tener en cuenta la naturaleza; quien no sabe hablar no debería convertirse en orador; y quien no tiene maña no debería convertirse en relojero. Pero siempre es cierto que cuando uno ha descubierto lo que está destinado a ser, cuando por fin sabe cuál es la gracia de su propia vida, entonces el resto se desarrolla.
San Josemaría aconseja recibir la Eucaristía diariamente y reservar dos medias horas al día para conversar con el Señor. No para añadir algo religioso a las numerosas obligaciones de la vida cotidiana. En ese caso, la relación con Dios o con Cristo sería algo así como un segundo piso sobre la planta baja de la jornada laboral. ¡No! Se trata de dar primacía a la recepción de la gracia, que debe determinar todo lo que hablamos, planeamos, pensamos y hacemos.
La gracia no suple a la naturaleza. Un mal médico no se convierte en uno bueno por acudir a la Misa diaria. Por el contrario, los que cubren la pereza, la incompetencia o la incapacidad con el manto de la piedad son una de esas figuras cómicas que caricaturizaron con mordacidad Friedrich Nietzsche y Heinrich Heine. La piedad no es un sustituto de la falta de competencia. Pero, por ejemplo, un médico que entiende su trabajo como un regalo de Cristo a sus pacientes, se esforzará al mismo tiempo al máximo. Eso es la santidad: la santificación del trabajo.
Sin la gracia, todo es nada. Pero con la gracia puedo mover montañas. San Pablo lo dijo con una rotundidad difícilmente superable: “Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor [Josemaría Escrivá diría: “la gracia”], sería como una campana que resuena o un platillo que retiñe, no sería nada” (1 Cor 13,1 y s.).
Solo quien ha entendido que su vida −ya sea la de la madre citada al principio, la del médico antes mencionada, la de un albañil o una enfermera− es gracia (vaso del amor), entiende los imperativos que recogió san Josemaría en “Camino”: “¿Adocenarte? —¿¡Tú… del montón!? Si tú puedes mucho más. ¡Deja poso! No eres un saco de arena; ¡reacciona! ¡Templa tu voluntad!”
He de reconocer que durante mucho tiempo, lamentablemente, asumí las críticas de Hans Urs von Balthasar. Él describió estos imperativos como meras consignas, como si fueran una patada; pero al hacerlo −y a pesar de ser uno de los más grandes teólogos− pasó por alto el punto crucial: solo si he comprendido a mis padres, mi educación, los golpes del destino y las discapacidades, las limitaciones y los talentos de mi vida como gracia; solo si he comprendido con toda mi existencia que yo −¡precisamente yo!− puedo mover montañas y ser luz y sal de la tierra, puedo y debo permitir que me digan, quizás todos los días: “Puedes mucho más. ¡Deja poso! No eres un saco de arena; ¡reacciona! ¡Templa tu voluntad!”.
El Evangelio de la pesca milagrosa, el evangelio previsto para la fiesta de san Josemaría, nos recuerda el requisito básico de todo éxito misionero: “¡Echa tus redes para pescar! ¡No envidies las redes de los demás! Sé, allí donde te han colocado, el amor, la gracia de Cristo”. El éxito misionero, para muchos contemporáneos, es un término que huele a manipulación y apropiación. Pero el amor no se apodera de nadie; al contrario, libera.
Todavía hoy mantengo correspondencia con un hombre que −estaba empleado en la recogida de basuras− se convirtió en un borracho tras el divorcio de su matrimonio, sin techo, etc.; todos saben a qué carrera descendente me refiero. Un estudiante de veinte años −hoy, fiel del Opus Dei con toda su familia− lo recogió literalmente de la calle y lo acompañó durante dos años con una fidelidad admirable, paso a paso y a pesar de todos los contratiempos. Hoy, este hombre, liberado de su infierno, asiste a la Santa Misa casi todas las tardes; recoge juguetes desechados de la basura, los repara en sus muchas horas libres y los dona a varios jardines de infancia y hogares infantiles. Incluso ha desarrollado dos patentes; en mayo del pasado año recibió la Cruz Alemana del Mérito.
El Cardenal Schönborn habla en La alegría de ser sacerdote de uno de sus sacerdotes: “Desde hace décadas, está en el confesionario todos los días a las cuatro y media de la mañana. La gente de toda la región sabe que puede encontrar allí al ‘cura’. Cuando van a trabajar a Viena o sus alrededores, muchos hacen un pequeño rodeo para dirigirse a ese pueblo y confesarse. Él siempre está. Incluso ha ampliado un poco el confesionario para poder hacer allí su gimnasia matutina. Lee, reza y espera; sencillamente está ahí. Es uno de los mejores sacerdotes, también para los jóvenes, por quienes es muy querido. Un sacerdote que es gracia porque vive de la gracia”.
Se puede vivir todo en modo de tener y todo en modo de amar (desde la gracia). Hay científicos que trabajan día y noche para descubrir, por ejemplo, una vacuna que salve la vida de cientos de miles de personas, sin pensar ni un segundo en el dinero que ganan con ello. Y hay gente que vive incluso la pobreza evangélica en modo de tener, siguiendo el lema: “¡Mira: yo tengo la pobreza; tú no la tienes!”
San Josemaría llamaba a su sacerdocio “de la Santa Cruz” porque vivía de la Eucaristía. Quien vive de la Eucaristía sabe que la gracia como perfección de la naturaleza es también su crucifixión. No se puede recibir al Cristo que literalmente se entrega (se sacrifica) sin la voluntad de dejarse situar en esta entrega (sacrificio) de sí mismo: cuanto más concreta, mejor. Ciertamente: lo decisivo es el indicativo, no el imperativo. Lo decisivo se nos da a cada uno de manera singular. Pero también es cierto que no somos simplemente el objeto de la gracia; somos también sujeto de la gracia.
Supongo que a la madre que se desahogó en esa reunión de padres en vísperas de la primera confesión y comunión de sus hijos, san Josemaría le habría respondido: ser cristiano nunca ha sido cómodo. Pero cuando se vive de la gracia, ya no se quiere prescindir de ella.
Porque quien se entrega a sí mismo se hace libre. Casi ninguno de los muchos críticos del Opus Dei sabe que no hay ningún tema sobre el que san Josemaría haya hablado tanto como sobre la libertad. En una de sus homilías de 1963, confiesa: “Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana [la obediencia]. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural. Cuando me decido a querer lo que el Señor quiere, entonces me libero de todas las cadenas que me han encadenado a cosas y preocupaciones […]. El espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años, me ha hecho comprender y amar la libertad personal”.
Así se explica −me parece a mí− la selección de la segunda lectura para su conmemoración (Rom 8, 14-17): “Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud […], sino un espíritu de hijos adoptivos” (8, 15).
Emilio Mur
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