Trivializamos lo más sagrado, el templo ya es menos Casa de Dios y más foro de encuentros
Escuché en la radio una entrevista a Carlos Sánchez, el cortador de jamón de las estrellas, ya que ha cortado jamón para personalidades como Steven Spielberg, Barack Obama o la Reina de Inglaterra y a los Reyes de España. Dice que cuanto mayor es la calidad, más fácil es el corte. También dice que no conoce a nadie de los cinco continentes que se resista a las delicias de algo tan excepcional. Afirma que tenemos un producto único en el mundo que, desgraciadamente, no es suficientemente conocido.
En la preparación de un reciente viaje que hice a Lituania pregunté qué podía llevarles. La respuesta fue que un poquito de jamón no vendría mal. Después lo agradecieron mucho. La calidad se aprecia y estar ante la excelencia y no valorarla desdice mucho de la calidad de la persona. No todo es igual ni da igual. Recordando tiempos escolares comentábamos la valía del maestro que nos enseñó a valorar las cosas grandes: música, naturaleza, amistad y religión.
Dan pena los turistas que pasan apresurados frente a grandes obras de arte y a lo sumo se hacen un selfi. Pienso que estamos perdiendo la sensibilidad de ser tocados por la belleza, por lo excelso y grandioso. Muchas veces convivimos con lo sublime sin apenas percibir su presencia. El arte emana una presencia que no deberíamos desperdiciar, pues nos engrandece. Nos rescata de la vulgaridad. Mucho más lo sagrado.
Quiero hablar de esta presencia más sublime, de lo sagrado. Recuerdo que en el frontispicio de la iglesia de mi pueblo estaba grabada la sentencia Domus Dei, Casa de Dios. Y, si no recuerdo mal, allí sigue. Es una invitación a descalzarse antes de entrar: “quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada”, le dice Yahvé a Moisés. Una llamada de atención ante la gran presencia. Dicen que el vulgar es el que pasa junto a lo sublime y no se da cuenta. Desgraciadamente estamos perdiendo sensibilidad, incluidos los más leídos, los mejor formados.
Como sacerdote, compruebo que trivializamos lo más sagrado, el templo ya es menos Casa de Dios y más foro de encuentros. Cuando la asistencia a la iglesia es masiva por funerales, bodas, primeras comuniones… no se sabe estar. Se habla, se sacan fotos, no se guardan las posturas ni se saben las respuestas, incluso persignarse es un gesto ambiguo, algo semejante al gesto de muchos futbolistas cuando pisan el césped.
Esta desacralización afecta también a los sacerdotesque, más que ministros de Dios, parecemos animadores sociales. Se cuenta de san Juan de Ávila que al ver cómo un sacerdote celebraba la eucaristía de una forma poco delicada, le llegó a sugerir −mirando al Santísimo−: “Trátalo bien que es Hijo de buena Madre”. Hoy, día del Corpus, es una buena ocasión para recuperar el asombro frente a lo sagrado, de hacer un acto de fe en la real presencia de Dios en las especies sacramentales.
En uno de los escritos más antiguos del Nuevo Testamento nos dice san Pablo: “Pues yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor, la noche que era entregado, tomó pan, dando gracias lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía.” Lo mismo, después de cenar, tomó la copa y dijo: “Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre. Haced esto cada vez que la bebáis en memoria mía”. Es el mismo Cuerpo de Cristo el que se nos ofrece en la eucaristía, el que desde la custodia nos bendice.
Al pasar frente al sagrario debemos hacer una genuflexión −poner la rodilla en el suelo− como gesto de adoración, de reconocimiento de la presencia divina, de admiración por tan gran misterio. Para albergar el sagrado Cuerpo de Cristo se construyeron las grandes catedrales, iglesias y capillas. Los orfebres volcaron todo su arte en los vasos sagrados y preciosas custodias. Los poetas cantaron esa presencia con himnos en su honor. Se compusieron grandes temas musicales…
No da lo mismo valorar o no lo sagrado. No tengamos reparo en adorar al Santísimo Sacramento del altar. Enseñemos a nuestros hijos que en esa casita −el sagrario− vive Dios. No nos acerquemos nunca a recibirle sin tener el alma y el cuerpo limpios, bien preparados ya que es “Hijo de buena Madre”.