Antes de que el asunto me concerniese en directo, había dos cosas que me preocupaban. La primera era que al escuchar: “Tiene usted un cáncer” me diese muchísima grima, lo sintiera como si una especie de gusano me devorara por dentro
Fuente: omnesmag.com
Como setentón que soy, estoy acostumbrado a que el body de vez en cuando me dé la lata. Es como poseer un coche cargado de años y kilómetros. Hay que llevarlo con más frecuencia que antes al taller y a la hora de pasar la ITV va uno preparado para que le obliguen a revisar esto o cambiar lo otro.
Claro está que, aunque tengas cariño al cacharro y estés dispuesto a perdonar sus desfallecimientos, todavía cuentas con que en algún momento dejará de merecer la pena repararlo y habrá que llevarlo al desguace mientras tú adquieres un nuevo vehículo, quizá de esos eléctricos que se conducen solos.
Sin embargo, ¡ay!, no parece posible efectuar una maniobra análoga con tu propio cuerpo: estás encadenado a él mucho más fuertemente que a tu montura mecánica. Por tanto, si el desarreglo no tiene cura ni hay posibilidad de trasplante, más vale que ordenes tus asuntos y vayas poniéndote en paz con El de allá arriba.
Al igual que la mayor parte de los mortales soy bastante aprensivo. Sin embargo, como toda la vida he padecido problemas intestinales, sé cómo sobrellevar el mal nuestro de cada día y no doy mucha importancia a mareítos, coliquitos y dolorcitos variados.
Ya pensé que me iba a librar de lo más gordo, pero hete aquí que una revisión rutinaria detectó algo que el facultativo de turno valoró prudentemente como “pequeña lesión”. En realidad, las sospechosas eran dos y tras la correspondiente biopsia resultó que sólo la de apariencia más inofensiva merecía el temido nombre.
Se me ha dicho que, con todo, el pronóstico es favorable y la solución quirúrgica seguramente será radical. En consecuencia, aquí me tienen, esperando pasar por el trance: la cita es para dentro de diez días. He pensado que no debo desaprovechar la oportunidad, ahora que por primera le veo las orejas al lobo.
Será deformación profesional, pero la ocasión la pintan calva para adobarla con la correspondiente meditación antropológico-filosófica.
Hay dos aspectos a contemplar: primero, cómo estoy experimentando el asunto yo solito sin dar tres cuartos al pregonero. Segundo, cómo perturba esa vivencia íntima la interacción con los otros (médicos, familia próxima y menos próxima, amigos, colegas y conocidos).
A Pilar, compañera de departamento, le detectaron muy joven un cáncer de pecho. Con enorme coraje superó la experiencia, consiguió llegar a catedrática de universidad, se casó, fue madre y vivió una existencia plena hasta que un segundo tumor, esta vez de pulmón, acabó con ella. Comentaba las agallas que había tenido con mi compadre Javier, y éste me dijo: “Yo sería incapaz. El día que me diagnostiquen algo parecido me entregaré sin resistencia…”, Se lo llevó un maldito covid, contra el que luchó hasta el final con todo el arrojo y valentía de cuya ausencia presumía.
Tanto Pilar, como Javier, como yo, somos (o fueron) filósofos y cristianos. Doble motivo para encarar estos envites “como Dios manda”.
Así que, ahora que me ha llegado el turno (aunque sea de mentirijillas, como comentaré luego), parece que es coyuntura adecuada para sacar pecho y demostrar que algo he aprendido de la religión que me trasmitieron mis padres y del oficio que he ejercicio por más cincuenta años.
Al fin y al cabo, ¿no dijo Heidegger que el hombre “es un ser para la muerte”? Es una de las pocas tesis suyas que aprecio.
Mi suegra me contó que cuando desahuciaron a cierto pariente, su mujer empezó a lloriquear un poco (con todo el motivo, la pobre), pero el enfermo cortó la expansión diciéndole: “Haz el favor de llamar al cura, y que vengan todos mis hijos y nietos, para que vean y comprueben cómo muere un cristiano…”
Admirable, pero, en fin, no estoy aún en esa tesitura y no sabría hacer otro tanto sin ponerme melodramático.
Antes de que el asunto me concerniese en directo, había dos cosas que me preocupaban.
La primera era que al escuchar: “Tiene usted un cáncer” me diese muchísima grima, lo sintiera como si una especie de gusano me devorara por dentro. Pensaba que me pondría histérico para que me lo quitaran sobre la marcha, como quien pega un respingo al notar que le ha caído encima una araña.
Pero no. Tampoco es que me haya pasado al bando negacionista, como los que meten la cabeza debajo del ala y dilatan sine die el tratamiento aconsejado.
Me he limitado a cumplir sin prisas ni pausas los plazos prescritos por la superioridad facultativa. La sorpresa ha sido que no he experimentado el mal como algo extraño. Sin identificarme con la cosa esa, la he sentido tan propia como las partes sanas de mi anatomía. Será cáncer, pero en todo caso es mi cáncer. Le he declarado la guerra, pero no es un alien. Esto me ha dado serenidad. Creo que en parte se lo debo a otro amigo que ya se ha ido, Paco Vidarte, que relataba en un bloc los episodios de su enfermedad. Un día los médicos le dieron permiso para salir por unas horas del hospital y sacó en el restaurante una foto que colgó con el siguiente comentario: “Este es el chuletón que nos comimos el linfoma y yo”. Si se dice que “hasta el rabo, todo es toro”, para ponernos en paz con nosotros mismos tenemos que aceptar que cuerpo y alma, salud y enfermedad, virtudes y defectos, alegrías y pesares, forman parte indisoluble de nuestro ser. Yo conseguí empezar a ser feliz cuando logré reconciliarme con mi calva y otros defectillos que padezco. No me voy a amargar ahora por una enfermedad de la que el médico me ha asegurado (¿con qué autoridad?) que no me va matar. ¡Qué puñetas! Ni aunque me matara… Hay una anécdota de Federico II de Prusia que siempre me hizo gracia y ahora viene a cuento. Mandaba su ejército en una batalla cuando una parte de las tropas huyó en desbandada. Al galope cortó el paso a los desertores espetándoles: “¡¿Pero es que acaso creéis que no os vais a morir nunca?!”
El segundo escrúpulo que tenía era ser el último en enterarme. Muy pobre concepto de mí tendrá quien piense que voy a ser incapaz de afrontar el lance. De hecho, sellé un pacto recíproco con mi mujer para no ocultarnos uno a otro la gravedad cuando se presente. Por fortuna, parece que este tipo de compasivas conspiraciones han entrado en desuso. Por supuesto, siempre hay quien no se quiere enterar. Muchos se niegan a hacerse chequeos e incluso ignoran tercamente síntomas bastante inequívocos. Además de autoengañarse, están pidiendo a gritos que se les engañe y puesto está en razón darles el gusto, sobre todo si no hay gran cosa que se pueda hacer para curarles. Pero, aunque la medicina siga sin resolver muchos problemas, por lo menos consigue la mayor parte de las veces verlos venir de lejos.
Otro punto a considerar es que la voz “cáncer” se va desdramatizando, gracias a Dios. Antaño era sinónimo de sentencia de muerte, de horror para uno mismo y para quienes se enteraban de la desgracia, que miraban al portador del síndrome como una especie de espectro, un agonizante al que se podía dar de baja a todos los efectos, salvo el de ser objeto de lástima y plegarias.
Este último punto es de interés. Soy creyente, y como tal practico con regularidad la oración. En casa rezamos casi a diario el rosario y tenemos la costumbre de dedicar cada misterio a una intención, según la proponemos por turno. Es una buena idea por lo a mí respecta, puesto que mi altruismo precisa ser reforzado. Lo malo es que cuando te toca pasas el misterio anterior exprimiéndote el cráneo para decidir a qué o quién lo vas a dedicar, en lugar de centrarte en el rezo.
En este sentido, contar con un canceroso próximo representa un valor seguro, aunque melancólico, porque muchos acaban yéndose al cielo, cuando lo que pretendíamos era que se quedaran con nosotros más tiempo. Eso me ha llevado a preguntarme, ¿para qué rezo y, sobre todo, para qué debo rezar? Me ha iluminado el pasaje de Lucas 4,25-30, donde Jesucristo dice:
“Verdaderamente, había muchas viudas en Israel en tiempos del profeta Elías, cuando no llovió durante tres años y medio y hubo mucha hambre en todo el país; pero Elías no fue enviado a ninguna de las viudas israelitas, sino a una de Sarepta, cerca de la ciudad de Sidón. También había en Israel muchos enfermos de lepra en tiempos del profeta Eliseo, pero no fue sanado ninguno de ellos, sino Naamán, que era de Siria. Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se enojaron mucho“.
Dejando aparte el hecho de que mi fe nunca ha sido de las que mueven montañas, el hecho en sí es claro y −si lo pensamos un poco− justo, adecuado y hasta consolador: los milagros y hechos providenciales no están para satisfacer ni los caprichos, ni siquiera las agónicas necesidades de los humanos en general o de las almas rezadoras en particular. No sirven para que Dios se amolde a la conveniencia humana, sino al revés, para que nos acomodemos al designio de la Divinidad (que para nosotros la mayor parte de las veces resulta secreto y oscuro).
Es comprensible y hasta sano exclamar: “Señor, que se haga lo que Tú quieras, pero, por favor, ¡quiere esto!” No obstante, si los efectos obtenidos desdicen de los propuestos, sería absurdo pillar una rabieta, como aquellos parroquianos que, tras resultar infructuosa la maniobra de procesionar al santo patrón para apresurar el fin de la sequía, optaron por tirarlo al río con paso y todo. No creo que a este respecto haya fórmula más acertada que la que emplea el pueblo llano: ¡Que sea lo que Dios quiera!
Borges escribió en algún sitio:
Las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur de ser el primer inmortal
Un poeta tiene bula para decir lo que le dé la gana, pero con todos los respetos, más que: “correr el albur” debería haber puesto: “tener la veleidad”, porque ni como albur nos cuadra la supervivencia ilimitada.
El propio Borges escribió un cuento, El inmortal, cuyo protagonista la logra por arte de magia y encuentra que se trata de algo atroz. Lo que deseamos (aun sin saberlo) no es la vida perdurable (que literalmente nos resultaría larguísima), sino la vida eterna. Sin cáncer ni nada me basta mirar al espejo cada mañana para ver retratada en él mi mortalidad.
Hace unos meses di una conferencia sobre Ray Kurzweil, una alocada eminencia transhumanista que pretende, en la estela de Borges, convertirse en el primer inmortal. Pensé que la mejor forma de refutarlo consistía en mostrar en la misma diapositiva del powerpoint una foto suya de hace treinta años y otras de ahora. La vida no es un estado, es un viaje, y como tal tan malo es que se acabe demasiado pronto como demasiado tarde.
También es desaconsejable que este tipo de ensayitos se alarguen en desmesura. Concluyo con una reflexión sobre la conveniencia o no de hacer partícipes a quienes te conocen de la amenaza que se cierne sobre tu salud. Aristotélicamente creo que también en esto uno se puede equivocar tanto por exceso como por defecto. Al fin y al cabo, no se trata de un secreto de estado, sobre todo si ya te has jubilado y no desempeñas cargos y funciones de los que debas ser relevado. Por otro lado, si las cosas tomaran mal sesgo, tampoco conviene que la gente se desayune con tu esquela, sin tener oportunidad de despedirte antes o −si eso suena fúnebre− acompañarte un ratito.
Dicho lo cual, advertiré que no soy tan desconfiado como para pensar que el feliz desenlace augurado por los profesionales y aficionados a la res medica de mi entorno responde a una aviesa trama para mantenerme en la higuera. De sobra sé que no es lo mismo un cáncer de próstata que otro de páncreas, esófago o cerebro. Sobre grados de malignidades estoy menos puesto, pero por lo visto también he tenido suertecilla (porque suerte, lo que se dice suerte, mejor sería haber continuado estando sano como una manzana, ¿no les parece?).
También soy consciente, sin embargo, de que a veces las cosas se tuercen. Mi biopsia, por ejemplo, no iba a ser nada y se produjo una complicación que me las hizo pasar canutas. ¿Habré agotado mi cupo de desgracias imprevisibles?
Los expertos en estadística aseguran que sería una simpleza creerlo. Pero, en fin, a lo que iba es que también en el campo de las relaciones públicas existen efectos inesperados cuando uno trata de no pasarse ni por un lado ni por otro.
El primero es que se diría que hasta debajo de las piedras aparecen víctimas y supervivientes del mismo o parecido trauma, lo cual es muy alentador, aunque te quite protagonismo.
El segundo es que también abundan los que, con la buena intención de animarte, te sueltan que tampoco es para tanto, que tu cáncer es de segunda o tercera división. Aunque en parte, en efecto, te tranquilizan, en parte te están dando una colleja en castigo por haber pretendido ser la novia en la boda, el niño en el bautizo o el muerto (con perdón) en el entierro.
Así que, para demostrar que he aprendido la lección de humildad, ya no digo que sufro un carcinoma, ni tampoco un tumor, ni siquiera un tumorcito. Ahora informo (y no a todos) que me van a quitar la próstata, como a todo el mundo.
Juan Arana. Catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla, académico numerario de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, profesor visitante en Maguncia, Münster y París VI –La Sorbona–, director de la revista de filosofía ‘Naturaleza y Libertad’ y autor de numerosos libros, artículos y colaboraciones en obras colectivas.
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