Manifiesto a favor de la ‘Catholic Way of Life’
Cuenta un viejo chiste que la Santísima Trinidad estaba deliberando sobre adónde irse de vacaciones este año. Pues, si bien tenía claro que sería en la Tierra, no se decidía sobre el lugar concreto al que descender.
«Tal vez podríamos visitar Nazaret», avanza el Padre. «Entrañable, pero lo tengo muy visto», contesta el Hijo. «¿Qué tal Jerusalén?», propone el Espíritu Santo. «Precioso, pero no me dejó recuerdos del todo gratos la última vez», replica Jesucristo de nuevo.
«Escuchad, ¿y qué os parece si veraneamos en Roma?», vuelve a sugerir Dios Padre. El Hijo y el Espíritu irrumpen entonces en saltos de alegría: «¡Sí, sí, a Roma, que nunca hemos estado allí!».
Más allá de mis pobres intentos de humor teológico, cabe una pregunta algo más seria: ¿qué es lo que define al catolicismo romano? Desde luego, existe una respuesta también teológica: la Iglesia católica sería la que tiene a su cabeza al papa de la Ciudad Eterna, por ejemplo. O la que cree en el Filioque, si deseamos diferenciarla de los ortodoxos. O la que no acepta la Escritura como autoridad única, para distinguirla de la Reforma protestante.
Pero esas respuestas quizá nos dejen insatisfechos. ¿De veras cualquier católico conoce la polémica del Filioque? (Y no me refiero solo a los pobres catoliquitos educados en las clases de Religión actuales, más preocupadas en hacer murales por la paz que en explicar los concilios ecuménicos). ¿Ha sido siempre la figura del Sumo Pontífice tan central como nos lo parece hoy? (Ocurre en nuestros días que muchos feligreses saben más de ese señor de blanco que sale en la tele que del párroco de su barrio; pero este es un fenómeno insólito permitido por la tecnología reciente. Durante siglos, el papa fue solo una figura lejana, del que en ocasiones llegaba alguna bula o al que las tropas de Carlos V se ponían a saquear).
Por añadidura, si nos quedamos solo con el catolicismo como fe, entonces dos de nuestros mejores pensadores, Jorge Santayana y Gustavo Bueno, resultan incomprensibles: y es que ambos insistieron en que se consideraban «católicos ateos». No es solo cosa de filósofos: el 72 % de los que se adscriben al catolicismo en Holanda se ven ¡al mismo tiempo! como agnósticos o ateos también.
Tampoco entenderemos, si no diferenciamos entre catolicismo y fe, aquella anécdota de un español al que abordó un misionero protestante (tal vez George Borrow) con el fin de convertirlo a su confesión; tras un rato de charla, cuando nuestro compatriota captó las intenciones del predicador, le interrumpió tajante: «¡Oiga, que no creo en la Iglesia católica, que es la verdadera, así que como para creer en la suya!».
Resulta razonable concluir, pues, que se puede hablar de algo católico que va más allá (o se queda más acá) de la fe católica, de la Iglesia católica, de la dogmática católica. Nos atreveríamos a llamarlo «cultura católica» si no fuera porque hoy se le llama cultura un poco a todo, desde las violaciones hasta el lanzamiento de huesos de aceitunas. Probemos otro nombre: hay un catolicismo como forma de vida, que no consiste en ir a misa ni comprar pósteres del papa (aunque algunos puedan combinarlo con esas cosas). Wittgenstein la llamaría Lebensform; nosotros, imitando la famosa fórmula estadounidense, podríamos denominarla Catholic Way of Life.
¿En qué consiste? Hagamos un repaso rápido de sus rasgos principales. Nos ayudará contraponerla a eso otro a lo que más se parece, pero no es igual: el modo de ver la vida protestante, que es cristiano también, pero rompe con lo católico en asuntos, a menudo, esenciales.
Este atributo católico emergió patente en la época de la Reforma. Que no fue (como nos han contado los Villacañas y compañía) un combate entre la Ilustración (germano-luterana) y el oscurantismo (hispánico-católico), sino algo bien distinto (como ya vio Nietzsche): la lucha de un hombre desesperado (Martín Lutero) contra sus coetáneos renacentistas, enamorados del arte y de la vida (buen representante de ellos fue el papa León X).
Hemos dicho que no hablaremos del catolicismo como religión (solo), pero los orígenes de este aspecto hemos de detectarlos allí. Comparemos la idea de salvación que tienen los luteranos y la que tienen los católicos. Para los primeros, el hombre (todos los hombres: usted, sus hijos, su frutero, su alcalde) nunca dejarán de ser pecadores horrendos; lo más que les cabe es tener fe en que Cristo los salvará, sin que esa fe anule el hecho de que usted y todos sus semejantes son los pecadores horrendos que son (simul iustus et peccator, por decirlo en latín). Es fácil deducir qué visión de nuestros semejantes surge de ahí: una mirada desconfiada, hostil, preludio del homo homini lupus que en la protestante Inglaterra formulará Thomas Hobbes.
Las cosas son aún peores si uno sigue al también protestante Calvino. Para este, tanto los que se salvarán como los que se condenarán son seres del todo horripilantes en sus pecados; la única diferencia es que a los primeros Dios ha decidido, porque sí, salvarlos; mientras que a los segundos incluso Dios quiere abandonarlos a la perdición. ¡Cómo fiarse lo más mínimo de mi prójimo, si quizá sea uno de esos en los que incluso Dios ha perdido toda esperanza! ¿Por qué voy a apostar por él yo?
En la teología católica, sin embargo, Dios es capaz de hacernos mejores personas, igual que un buen fisioterapeuta es capaz de aminorar mi dolor. La única condición, tanto con Dios como con el fisioterapeuta, es que nos pongamos en sus manos. Pero no es verdad que yo solo tenga que «creer» en que ambos (Dios y el sanitario) serán capaces de hacerme cosas. ¡No son meros placebos! De hecho, uno y otro me las hacen, y puedo salir santo (de Dios) o sano (del fisioterapeuta) si me dejo curar.
Era inevitable que de esta teología surgiesen pueblos más vitalistas que los protestantes: españoles, franceses e italianos nos preocupamos de la buena vida y de mejorarla aún más. Si incluso yo, que (reconozcámoslo) no soy nada buen tipo, resulto susceptible de mejora, ¡cómo no va a serlo la vida! O todos los demás.
Tampoco es casual que el animalismo (que equipara a los animales al humano) venga de tierras protestantes: no es por elevación de los animalitos, sino debido a la desconfianza y abajamiento de nuestros pecadores semejantes, que unos y otros acaban valorados a la par.
Ser católico reside, pues, en tener cierta confianza de fondo, como un bajo continuo; la confianza en que la vida de cualquiera podría volverse excelsa. Incluida la de usted. No hay condena eterna, o al menos no la hay mientras usted ande aún por este mundo. Puede surgir la sorpresa en cualquier momento: su amigo, su portero, su vecino podrían virar cualquier día a mejor. Esto, que resultará desesperante a veces (¡pero por qué diablos no cambian todavía!), acarrea en el fondo cierto consuelo. La vida de cualquiera podría ser maravillosa: «santa», dirá un creyente; «excelente», diría Aristóteles. Que en todo esto habría sido católico; y por eso Lutero le tenía una tirria que no le podía ni ver.
Del punto 1 se deriva este segundo: si todos podemos mejorar, si la vida es como una obra de arte (un work in progress, siempre en proceso de elaboración), entonces cada cual merece ser atendido justo en el punto (bajo, alto, bonito, feo) en que se halle. Ni podemos despacharlo con el rótulo de «pecador», ni con el de «condenado», ni con el de «salvado». Tampoco tienen excesivo sentido otras etiquetas (inmigrante, homosexual, mujer, pobre…): ninguna de ellas nos aporta más datos que eso que hemos dicho que es lo principal de cada cual. Tampoco «viejo», «discapacitado» o «rarito» nos dan el rasgo principal de la gente. Mientras haya vida hay esperanza (de mejora); para un católico, todos somos más importantes que los adjetivos que nos pongan los demás.
En su vertiente religiosa, el catolicismo ha llevado hasta el extremo esta faceta. De ahí dos de las cosas que mejor lo caracterizan, como notó Mario Perniola: la atención a los pobres e incluso a los muertos (del purgatorio). Es decir, el cuidado a dos grupos de los que poca compensación cabe luego esperar. Pues justo en ellos está el secreto de cómo tener una relación sana con nuestros semejantes: no como si fueran una mercancía de la que sacar beneficios, sino como algo valioso en sí mismo. Vulnerables, pero por eso estimables. Aunque su aspecto, reconozcámoslo, a menudo nos dificulte tal estima.
La razón era la prostituta del Diablo, según Lutero. Para un católico, sin embargo, razonar, discutir, explicarse, constituye una tarea ineludible. No vale dar por perdido a nuestro interlocutor desde el inicio: nos lo prohíben los anteriores puntos 1 y 2.
Esto no significa, claro está, confiar en el poder omnímodo de las buenas razones: ¡ni yo mismo sigo siempre lo razonable, como para esperar que lo obedezcan los demás! Somos también fe, emoción, oscuridades; pero ya veremos, ahora que me pongo a charlar contigo, hasta donde llegamos tú y yo aquí.
Discutamos, también en el sentido feo de la palabra; vayamos a sitios (bares, fiestas, peregrinaciones, reuniones familiares) donde nos podamos acalorar. No se trata de hacer sesudos debates académicos: a veces lo acompañaremos todo de vino (pero es que ¡in vino veritas!). El católico, incluso cuando es creyente, sabe que no puede salvarse solo: santos, vírgenes y feligreses te ayudan si tienes fe; vecinos, amigos o parientes si no la tienes. No asombra, pues, que Twitter haya triunfado en la católica España: pequeñas jaculatorias que lanzamos sea al cielo, sea a cualquier otro que desee parlotear.
Un viejo epitafio ignaciano refleja bien el proyecto de vida católica: «Cosa divina es no limitarse a la hora de aspirar a lo más grande, pero a su vez concentrarse en lo más pequeño» (non coerceri maximo, contineri tamen a minimo, divinum est). De nuevo, si lo «más pequeño» es lo que tengo ahora delante, esta atención que me merece se deriva fácil de los anteriores puntos 1 y 2. Y de ahí se deduce, a su vez, que un católico deba ser mundano, aunque a veces el mundo se le quede incómodo o pequeño.
El católico se preocupa por el cuerpo (según su religión, resucitará), admira el cuerpo (incluso después de muerto: no otra cosa son las reliquias), muestra el cuerpo (las esculturas de Miguel Ángel no se destinaron a sótanos nocturnos, sino a exhibirse en plazas e iglesias).
Con lo que ya sabemos, no extrañará que esta atención al cuerpo se extienda hacia el cuerpo social: me embadurnaré en los avatares de mi pueblo, o en los de la humanidad entera. Incluso una mística como Teresa de Jesús fue una mujer bien pragmática. También, es cierto, me concentraré a veces en ese cuerpo social más pequeñito donde vivo: mi gremio, mi bando, mi corporación. De ahí uno de los pecados católicos: el corporativismo.
Ahora bien, la actitud católica reposa asimismo en no dejarse absorber del todo por esas cosas del mundo; lo cual solo desembocaría en neurosis y obsesiones. Hay que elevar la mirada más allá de estos cuerpos, o de esta postración que hoy sufre mi pueblo, o este caos en que hoy habita en la Tierra. «Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos con el alma»: esa es la receta que el católico Oscar Wilde nos legó. Y otro, Santo Tomás de Aquino, no se le quedaría muy atrás: dedicaría todo un apartado de su Suma Teológica a recetas bien prácticas sobre cómo aliviar nuestra tristeza del día a día.
Con todo, lo que mejor nos permitirá aspirar a lo grande nos lo indica el siguiente punto 5, que paso ya a reseñar.
Para elevarme sobre los líos de cada día, nada mejor que ese pequeño don divino que a veces se enreda entre ellos: lo bello. Un católico lo aprecia donde quiera que se encuentre. Basta contemplar sus templos. O, al menos, basta contemplarlos antes de que, en los últimos 50 años, se protestantizaran. O antes de que asumieran un pobrismo ridículo: si a alguien satisfacían las iglesias hermosas era al pobre que solo en ellas disfrutaba de lo bello y caro. Procesiones, barroco, vestimentas sacras, mantos virginales, liturgia: el católico sabe, con Dostoievski, que la belleza nos salvará.
Me atrevería a decir incluso que hoy lo sabe mejor el católico cultural que el católico creyente, obsesionado como parece este último en hacer de su iglesia una mera ONG. No era así hace un siglo, y acaso resultó bien útil: cuentan, de hecho, que incluso el laicista Manuel Azaña sucumbió al hechizo de las cosas bellas católicas. Y que fue la calmada hermosura recordada de su infancia, su vida junto a un convento de las bernardas y otro de carmelitas, lo que le disuadió de expulsar todas y cada una de las órdenes religiosas de España (solo los jesuitas sufrieron su afán desterrador).
Este es el último punto y el que permite cumplir los anteriores. Solo si perdono puedo confiar de nuevo en mi semejante; solo porque le he perdonado puedo atenderle tal y como es ahora y no como fue ayer. Frente al puritanismo protestante, que se obsesiona con mantener siempre impoluta la casa para que luzca bella, el católico se esfuerza más bien en limpiarla: no es tan grave si, en medio de los avatares mundanos, al final se nos manchó algún rincón. Friégalo y ya está.
Hemos comparado antes la vida del católico a una obra de arte que hacemos en compañía; el perdón es esa goma de borrar tan útil para que los errores no nos la estropeen. Miramos hoy al mundo y contemplamos puritanas obsesionadas con castigar un mal piropo que un tenor pronunciara hace décadas; puritanos empeñados en punir un tuit desafortunado que emitió un político cuando era joven aún. La Catholic Way of Life, en un mundo cada vez más histérico con pedirle cuentas a todos por todo, va a contracorriente: se atreve a perdonar.
Así que, para finalizar, permítame que le proponga un ejercicio práctico de catolicismo cultural a usted, lector estimado: perdóneme lo extenso de este artículo. Lancémonos ambos así a gustar, ya mismo, de las delicias de la Catholic Way of Life.
Miguel Ángel Quintana Paz, en theobjective.com
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