Jesús nos enseñó que a la insensatez diabólica de la violencia se responde con las armas de Dios, con la oración y el ayuno
Muchos siguen siendo los comentarios sobre la invasión de Ucrania y, sin minusvalorar otras opiniones, ofreceré una visión trascendente de raíz cristiana, que sintetizo así: Dios no ha muerto en esta guerra y, en Cristo, la está sufriendo allí personalmente. Admito lo atrevido de esta afirmación, pero una conciencia cristiana puede percibir este panorama como un eco del Salmo 2: “¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos?”. Y un eco, también actual, de la agonía de Cristo en Getsemaní: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz” (Mc 14, 36)
Durante la guerra de los Balcanes, Juan Pablo II, en 1994 convocó una jornada especial de oración precedida por otra de ayuno, para pedir por la paz. Pensaba en aquellas sufridas “poblaciones, a las que seguramente se puede aplicar de forma dramática las palabras de Pascal: "Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo" (Pensées, "Le mystère de Jésus", 553) (J. Pablo II, Audiencia 12-III-1994). Hoy lo está de modo particular en Ucrania y en lo sufrimientos que su situación ya provoca en tanto países.
Aquel llamamiento del Papa polaco se ha repetido ahora, casi a la letra, con el Papa argentino. Francisco, de cara al pasado Miércoles de Ceniza, convocaba a pedir por la paz: “Jesús nos enseñó que a la insensatez diabólica de la violencia se responde con las armas de Dios, con la oración y el ayuno. Invito a todos a que hagan una Jornada de ayuno por la paz. Recordaba así la verdad cristiana de la “Comunión de los santos”, alianza humana y espiritual que presenta similitudes con realidades de este mundo. Se corresponde con la “solidaridad” natural, definida por el diccionario como “un valor caracterizado por la colaboración mutua entre los individuos, que permite lograr la superación de los más terribles desastres, como guerras, pestes, enfermedades.” De ahí tomaría nombre el movimiento Solidarnosc en Polonia, por las décadas de los 70 y 80.
Esta peculiar Solidarnosc espiritual, sin embargo, tiene un “plus divino” porque se fundamenta en Cristo, origen de esta Comunión y, en cuanto Dios y hombre, Cabeza de la misma. En estos días hemos visto multitud de creyentes, arrodillados en las calles de ciudades europeas, como respuesta al llamamiento de Francisco. Y pienso que muchos, aun no considerándose creyentes, habrán hecho algo parecido, en virtud de su alma naturalmente cristiana que diría Tertuliano, y que lleva a compartir las penalidades de tantas gentes que vemos como hermanos. No caben monopolios en la ayuda al prójimo, aunque el cristiano cuente con el plus de la gracia divina, de las armas de Dios y de la presencia viva de Cristo.
Vale, pensarán muchos lectores, pero ¿Qué pinta aquí el arcoíris? Pinta porque la lectura cristiana de todo momento histórico revela que Dios no está ausente, como no lo estuvo al producirse el diluvio universal, paradigma de todos los desastres habidos y por haber. El Génesis -como palabra de Dios- señala que la tragedia del diluvio fue motivada por los pecados de los hombres; y en la posterior salida del arcoíris uniendo cielo y tierra, ve la alianza divina de paz con la humanidad pecadora. Una alianza culminada en Cristo quien, a modo de arcoíris o verdadero puente entre Cielo y tierra por su doble naturaleza divina y humana, trajo y sigue ofreciéndonos su paz, la misma que hoy le pedimos para Ucrania. ¿No es mucha osadía decir: “Cristo nuevo arcoíris”? Tan audaz afirmación es de Benedicto XVI, dirigiéndose a los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud, en abril de 2006.
Entonces, el hoy Papa emérito comentaba la venida de Cristo anunciada por Zacarías, y lo hacía en estos términos: el profeta “nos muestra que será un rey de paz; hará desaparecer los carros de guerra (…), romperá los arcos y anunciará la paz”. Proseguía: “En la figura de Jesús esto se hace realidad mediante el signo de la cruz. Es el arco roto, en cierto modo, el nuevo y verdadero arcoíris de Dios, que une el cielo y la tierra y tiende un puente entre los continentes sobre los abismos. La nueva arma, que Jesús pone en nuestras manos, es la cruz, signo de reconciliación, de perdón, signo del amor que es más fuerte que la muerte. Cada vez que hacemos la señal de la cruz debemos acordarnos de no responder a la injusticia con otra injusticia, a la violencia con otra violencia; debemos recordar que sólo podemos vencer al mal con el bien, y jamás devolviendo mal por mal." (Domingo de Ramos, 9-IV-2006).
A la denuncia del Salmo 2 recordado al principio, de los planes vacíos que trazan tantas naciones, el salmista añade: “Se reúnen los reyes de la tierra y a una se confabulan los príncipes contra Dios y contra su Ungido”. No conviene olvidarlo: la raíz última de este “diluvio de muerte” abatido hoy sobre Ucrania supone una ofensa a Dios y tiene a sus ojos un nombre propio: “pecado”. En Cristo, sin embargo, como verdadero arcoíris, el Padre sigue ofreciendo a todos su perdón, sean cuales fueren los colores de las banderas de los distintos países, bajo las cuales nos sintamos representados.
El azul y amarillo lucen en la bandera ucraniana. Un obispo, con gancho mediático, el Miércoles de Ceniza ha escrito una carta titulada “Ceniza de color azul y amarillo”, en clara referencia al país eslavo. Pero el arcoíris luce siete colores, número que simboliza plenitud; y Cristo ha asumido anticipadamente todos los pecados y sufrimientos de la humanidad, sin distinción de razas ni colores de banderas. Y desde la Cruz, su súplica “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34), se hace oír de nuevo y pide el cese de toda violencia y la llegada de una paz justa y duradera. Unámonos a su petición, pero cambiando el perdónalos -que sólo Jesús puede decir-, por el perdónanos, porque ninguno está exento de culpa. Me abstengo de juzgar responsabilidades políticas en el origen de esta situación -dentro y fuera de Rusia-, que merecen un juicio desde diversas instancias y que debe excluir a los seguramente muchos millones de rusos opuestos o ajenos a esta guerra.
Concluyo con un interrogante muy personal, que me atrevo a formular en voz alta: ¿qué estoy haciendo yo para contribuir a la paz y a paliar los sufrimientos de millones de hermanos en el Este de Europa? La respuesta, también personal, será la oración y obras de cada uno ofrecidas por ellos, que Dios verá y por su misericordia no caerán en saco roto.