El ámbito en el que nos movemos es libertario y relativista y, a la vez, inmisericorde
Hablar de misericordia puede parecer antiguo. Ahora nos gusta más tratar de justicia, de derechos y exigencias: reivindicar. Por eso nos podemos cuestionar si es necesaria la misericordia en nuestros días. Es más actual la empatía, que es la capacidad que tiene una persona para ponerse en el lugar de otra y entender mejor sus acciones, comportamientos y pensamientos. Pero ser misericordiosos es más profundo, es tener al otro en las entrañas, establecer un vínculo afectivo familiar, cercano.
No hay cercanía real sin misericordia que, en el hebreo bíblico, se escribe rehamîm: lo que hace referencia a las entrañas maternas. Es un sentimiento íntimo, profundo y amoroso que liga a dos personas por lazos de sangre o afectivos. Esta sensación brota espontáneamente del corazón, es cariño y, cuando lo requieren las circunstancias, perdón. Querer vivir al margen de la misericordia conlleva considerar como ajena, distante o indiferente a la otra persona. Quizás seríamos justos, pero una relación humana pide algo más que fría justicia.
Estamos en el domingo de la Divina Misericordia, fiesta que estableció San Juan Pablo II en el año 2000 para que se celebrara el domingo siguiente de Pascua. Santa Faustina escribe: “Dios es misericordioso y nos ama a todos ... y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a mi misericordia (Diario, 723)”. Acudir a la misericordia divina es un reconocimiento de nuestra limitación, de nuestro pecado. Este conocimiento es realista, verdadero. Lo preocupante es la actitud de ciertas personas que no necesitan arrepentirse de nada, esta actitud, por bien intencionada que sea, refleja una falta de conocimiento propio o un exceso de soberbia.
Cuando una sociedad pierde el sentido de la indulgencia se vuelve rigorista y justiciera, se deshumaniza y puede llegar a ser muy injusta. Una cosa son las normas y leyes justas, que deben ser respetadas y otra la comprensión con las personas, con sus circunstancias y flaquezas. Llama la atención la dureza conque se trata a aquellos que son sorprendidos en “pecado social”, son tachados de indeseables, apartados como a los antiguos leprosos y, en muchos casos, ha sido la misma sociedad permisiva la que ha facilitado esa situación.
El ámbito en el que nos movemos es libertario y relativista y, a la vez, inmisericorde con los que alteran lo políticamente correcto. La coherencia pide una mayor formación y compromiso con la verdad, una buena educación y distinguir entre el pecado y el pecador: claridad en lo moral y ayuda e indulgencia con el trasgresor para facilitar su regeneración.
La dureza social deja a muchos en la cuneta. Nuestro mundo del bienestar y del todo vale deja muchas heridas. Véase el aumento vertiginoso de los suicidios entre los jóvenes y los mayores que se cansan de vivir. Si estos sintieran la misericordia de la que hablamos, que es cercanía, interés y comprensión amarían la vida y la disfrutarían a pesar de las dificultades.
Conmueve la misericordia de Cristo resucitado que, en la tarde de Pascua, según relata el Evangelio de hoy, sale al encuentro de los apóstoles desanimados y temerosos. Atraviesa las puertas cerradas, les enseña las señales de sus heridas, les desea repetidamente la paz y les muestra su confianza confiándoles la misión de ser testigos suyos en el mundo. Volverá a recoger a Tomás el incrédulo y, una vez más, le dirá que confía en él.
El Resucitado conserva las llagas de manos, pies y costado. Son la prenda de su amor por los hombres, las presenta a Dios Padre de continuo como diciendo que son fruto de su amor, que nada hará vacilar lo mucho que nos quiere, que estaría dispuesto a morir mil veces por nosotros. Somos objeto del amor divino, su misericordia nos dice que estamos en sus entrañas, que le somos entrañables, que las puertas de su corazón siguen abiertas para acogernos.
Me decía un joven: “Padre, usted cree que Dios tendrá misericordia de mí, le he fallado demasiado y, no es que no quiera arrepentirme, pero me siento estancado, me siento muy sucio, pero no lo puedo remediar”. Le contesté, seguro de no equivocarme, que Dios le esperaba con los brazos abiertos.
Copio de Lucas Buch: “¡Qué bien comprendía san Josemaría el Amor que irradia el rostro de Jesús! Desde la Cruz, nos mira y nos dice: Te conozco perfectamente. Antes de morir he podido ver todas tus debilidades y bajezas, todas tus caídas y traiciones… y conociéndote tan bien, tal como eres, he juzgado que vale la pena dar la vida por ti.
La de Cristo es una mirada amorosa, afirmativa, que ve el bien que hay en nosotros −el bien que somos− y que Él mismo nos concedió al llamarnos a la vida. Un bien digno de amor; más aún, digno del amor más grande”. La misericordia no es un pacto con la dejadez, es la que nos renueva.